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Sánchez y el 'lawfare'

Pleno del CGPJ, el 21 de marzo pasado.

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Los modernos golpes de Estado no se dan con militares y tanques, sino con sentencias y togas. Quienes quieren pervertir el sistema democrático y alcanzar de manera ilegítima el poder que no consiguen mediante las urnas recurren a la justicia. La mayor parte de las veces, con connivencia de algunos jueces dispuestos a aplicar las normas del modo más favorable a sus intereses políticos. La carta por la que el presidente del Gobierno anunciaba su hartazgo frente a los ataques que sufre su familia no menciona a los jueces, sino a sus oponentes políticos. Sabe que debe evitar minar la confianza en la justicia y con ello demuestra  un sentido del Estado que no tiene nuestra propia judicatura. Porque no hay duda de que la admisión de la denuncia contra Begoña Gómez es el último de los recientes casos de lawfare que ensucian nuestra política y que tanto están dañando al Estado de derecho español.

En España la utilización política de los tribunales no sigue los parámetros latinoamericanos, donde a menudo los jueces son directamente comprados por potencias extranjeras u oligarquías locales para descabalgar a los gobiernos progresistas incómodos. Aquí la cúpula judicial ha sido siempre elegida a dedo por un órgano –el CGPJ– controlado por el Partido Popular. Los jueces del Supremo han sido nombrados en su mayoría por ese partido y al menos con su connivencia. Es, además, un colectivo cada vez más conservador y a menudo ultraderechista. Y, por si fuera poco, mayoritariamente le da menos importancia a su propia imparcialidad que el resto de sus colegas europeos. 

Durante el procés, el Gobierno del PP hizo un llamamiento a esta mayoría de jueces ultraconservadores y abiertamente parciales para que frenaran, como fuera, el movimiento independentista catalán. Ellos aceptaron el reto con entusiasmo. Desde entonces, muchos jueces españoles parecen empeñados en una campaña pública para acabar con la confianza en la justicia: inundan las redes sociales con mensajes políticos a diario; insultan con total impunidad a los políticos que no son de su agrado, usando gruesas expresiones contra ministros y presidentes; opinan sobre la actividad del parlamento y el gobierno; se niegan a aplicar reformas del código penal con las que no coinciden; se manifiestan, vestidos con los símbolos de su poder, contra los proyectos legislativos a los que se oponen ideológicamente…

Todo ello se ha ido acompañando con decisiones judiciales de marcado carácter político y dudosa legalidad. No solo todas las relacionadas con los líderes del procés sino muchas otras incluidas las investigaciones contra Podemos, las denuncias falsas contra Victoria Rosell, los casos contra Ada Colau y Mónica Oltra, la condena de Alberto Rodríguez, la imputación de Puigdemont por terrorismo… Nos hemos acostumbrado ya a que los jueces españoles dicten resoluciones inauditas, que rompen con su doctrina anterior y que perjudican por acción u omisión a los principales líderes políticos de izquierdas o independentistas. En muchos de estos casos la acción de los jueces consiste exclusivamente en tramitar denuncias sin fundamento que no llevan finalmente a ninguna condena penal pero que minan la reputación de los afectados y permiten a la derecha defender públicamente su falta de honestidad.

Este es el tipo de lawfare que ahora se emplea contra Pedro Sánchez, a través de su mujer. El odio a la familia del presidente es una constante de la derecha trumpista del mundo entero. En España ha tenido que sufrir campañas de bulos tránsfobos que, por cierto, han ayudado a difundir también algunos jueces en sus redes sociales. En esta ocasión se trata de la denuncia de un sindicato ultraderechista que ha sido admitida a trámite. Todo indica que terminará por archivarse sin más, pero el hecho de que no se haya acordado así inicialmente causa un tremendo daño reputacional tanto al presidente como a su mujer, creando sospechas de una actuación ilícita que no son fácilmente reparables.

La decisión de admitir la denuncia a trámite y abrir diligencias de investigación es, cuanto menos, inusual. No la presenta quien ha tenido conocimiento directo de un hecho, sino quien ha leído una serie de titulares periodísticos. Se invocan, además, noticias publicadas en medios políticamente muy marcados que se limitan a hacerse eco de sospechas, elucubraciones y rumores. Ni el denunciante , ni estos medios de comunicación aportan ningún documento o referencia concreta que pueda considerarse como indicio de delito. De ese modo, el juez obvia la doctrina del Tribunal Supremo que establece que para tramitar una denuncia basada en meras informaciones de prensa, estas deben ir acompañadas de otros indicios añadidos. En todo caso, da credibilidad inmerecida a unos bulos que ya han sido desmentidos.

Más allá, la decisión de admitir la denuncia se hace sin pedir informe previo a la fiscalía y declarando secretas las actuaciones. Resulta muy difícil imaginar motivos legítimos para ese secreto o una urgencia tal que impidiera contar con la opinión del fiscal. Todo ello, permite a la opinión pública pensar que la apertura de diligencias preliminares de investigación por parte del juez Peinado tiene una motivación política y persigue dañar al presidente del Gobierno o incluso provocar su dimisión, antes que satisfacer la justicia. Parece, en efecto, que en la decisión de abrir diligencias previas haya influido el sesgo ideológico del juez encargado, aunque sea, como mínimo, de manera inconsciente. Y, sobre todo, lo que es indudable es que sin la progresiva situación de degradación de la justicia española y la flagrante pérdida de su imparcialidad objetiva y subjetiva nunca se habría llegado a esto.

El hartazgo del presidente del Gobierno no responde seguramente tanto a esta actuación judicial concreta como a la sensación de impotencia que tiene cualquier demócrata frente a los embates políticos de la magistratura. Nuestro sistema se basa en el autocontrol de la justicia. No hay ningún mecanismo previsto para reaccionar frente a la insubordinación del poder judicial a las reglas democráticas. Las normas disciplinarias internas solo cubren casos extremos y se aplican con generosidad corporativa.  Por eso, lo que le duele al presidente es saber que tras este ataque habrá otro, y otro más y todos quedarán impunes. Como pasó en Portugal con su homólogo António Costa o en Valencia con Mónica Oltra. Ambos tuvieron que dimitir y cuando se demostró su inocencia el daño reputacional estaba hecho y su partido había perdido las elecciones.

Desde el nacimiento mismo del sistema democrático se sabe que el poder judicial es el más peligroso de todos. En sus escritos sobre la separación de poderes Montesquieu demuestra auténtico pánico ante el de los jueces y lo fácil que es que se convierta en dictadura. 'El Espítitu de las Leyes' está plagado de advertencias sobre la posibilidad de que los magistrados utilicen el terrible poder que se les asigna para defender sus propios intereses, anulando a los otros dos. Más de doscientos años después, parece que está pasando. El desahogo de Pedro Sánchez y el modo en que ha explotado contra su persecución antidemocrática es en realidad un toque de atención para que la ciudadanía entera reflexione sobre la amenaza que planea sobre nuestro sistema democrático cuando las instituciones, en especial la que debería ser la más imparcial de todas, se prostituyen al servicio de un grupo político o social.

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