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Sino con un quejío

Día Internacional contra el Acoso Escolar. EFE/Siu Wu

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Un quejido a las nueve de la mañana. Y a las doce del mediodía. Y a las dos de la tarde. Es octubre. Y diciembre. Y mayo. Es Andalucía. Y Madrid. Y Murcia. Pero el colegio bien podría ser el mismo. El colegio es ensordecedor. A las nueve. A las doce. A las dos.

En el corazón de la algarabía, B. deambula por el recreo. La niña tiene nueve años y el bullicio pasa a ser un molesto ruido de fondo que encadena un día con el siguiente. Está sola. Nadie la mira. Para ser amadas, primero hay que aprender a ser observadas. Eso lo ejercitamos las niñas desde bien pequeñas. Pero a B. parece no verla nadie: no a las nueve de la mañana. No a las doce. No a las dos. Dejaron también de invitarla a cumpleaños. Al día siguiente, los compañeros de su clase se intercambiaban papelitos –léase guasaps, léase mensajes de Instagram, léase lo que se quiera– con los detalles de las fiestas a las que B. no asistía.

Con A. fue un quejido distinto. Su madre me contó que al comienzo estaba radiante porque algunos niños de su clase inventaron un juego exclusivamente para ella. A. tenía diagnosticado Asperger y el pasatiempo se bautizó como La peste. La mecánica, sencilla: cuando A. se acercaba a alguno de sus compañeros durante el recreo, uno de ellos gritaba: ¡Que viene la peste! Y todos huían. Todos huían de ella. De la peste. A. se pasaba el recreo persiguiendo a sus amigos, pero sin alcanzarlos nunca. También estaba sola.

Los abrigos de S. desaparecen de tanto en tanto. Y algunos lápices. Y libros. Cuando lleva algo nuevo a clase –regalo de cumpleaños o de Reyes– la broma se dilata en el tiempo y ella busca y busca en los percheros, bajo las mesas, tras las sillas acopladas a los pupitres.

Durante el confinamiento, algunos niños –instigados por madres, padres, cuidadores– no le permitieron a mi hija la participación en varias reuniones virtuales fuera del horario escolar. Así se relacionaban nuestros hijos con el Covid. A través de la pantalla. Así nos relacionábamos nosotros con la frustración: maldiciendo los ceros y unos.

El fundamento de aquel castigo fue que me rebelé contra el comportamiento inadmisible de un profesor. Así que mi hija fue desterrada eternamente al vestíbulo virtual por la actuación de sus padres. Repito: aislada por sus compañeros por ser hija de dos personas críticas y contestatarias con el sistema.

Así aprendió mi hija el relato aleccionador del que tiene poder, la advertencia de lo que puede ocurrirte si transgredes los límites establecidos por la mayoría. Y así permaneció mi hija: a la espera de que un moderador, moderadora, o alma caritativa, le permitiese entrar un día tras otro en la reunión virtual donde estaba teniendo lugar la fiesta, el cumpleaños, o la merienda compartida.

La dejaron fuera. Y nosotros le mentimos. Le dijimos lo que muchos padres hubieran esgrimido para evitar un dolor mayor: fallo de conexión. Será un problema técnico. Las nuevas tecnologías generando formas nuevas de violencia.

Espero que mi hija no lea esto.

Espero que si lo lee, me comprenda.

Espero que si no me comprende, al menos llegue a perdonarme por no haber sido capaz en ocasiones de defenderla como se suponía que tendría que haberlo hecho. Por no haber oído sus lamentos.

Desde entonces cargo en mis oídos una melodía espeluznante: el quejido de sus dedos tamborileando sobre la mesa del despacho en espera de que alguien le permita la entrada y la deje jugar con el resto.

Los comportamientos que veo en la escuela son a menudo réplicas de lo que los niños ven en casa. El patio del colegio es el hígado de nuestros hogares y el acoso escolar es sólo un síntoma más. Los niños percibidos de alguna manera como diferentes son más propensos a sufrir intimidaciones. La apariencia física es la razón más frecuente de acoso, seguida por la raza, la nacionalidad y el color de la piel. ¿Le sorprende? ¿Acaso no lo ha visto usted en otros ámbitos? ¿En el laboral? ¿En el sexual? ¿En su mismo barrio?

Según la UNESCO, el acoso escolar (bullying) podría afectar a uno de cada tres estudiantes en todo el mundo. “Siete de cada diez de las víctimas de ciberbullying son niñas”, según datos de un estudio de la fundación ANAR. Me pregunto, pues, si es posible analizar cualquier fenómeno social olvidando la perspectiva de género.

Sabemos que para que se considere acoso debe de haber continuidad en el tiempo, una relación de dominación-sumisión y el deseo y necesidad de querer hacer daño. Cuando el acoso es físico (puede ser físico, verbal y relacional) actuamos con todo el cuerpo. Hablamos con el tutor, con la delegación, con el padre o madre en cuestión, porque nuestro hijo tiene una herida.

El último Informe PISA recoge que los chicos tienden más a la violencia física, mientras que las alumnas suelen protagonizar más agresiones de tipo relacional. Me entristece que esta afirmación no me sorprenda.

Para escribir esta columna tiro de recuerdos, de conversaciones, de la atenta mirada a la realidad y de la ficción –cómo no– que contiene más verdad que muchas realidades. Recuerdo, por ejemplo, a Carrie White, la protagonista de la novela de Stephen King que acaba de cumplir 50 años y que continúa presentándose actual en sus preceptos y en la forma de abordar esa tortura diaria e invisible que padecen muchos de nuestros adolescentes.

Escribo palabras. Las borro, las tiño de ese rosa mentiroso, de ese color que me prometieron sería más amable. Le tiendo la mano a B., A., S. En todas estas evocaciones, el colegio permanece en silencio, que es el sonido que tiene la tristeza. La violencia en el entorno educativo ha sido normalizada. Los padres, madres, cuidadores, en silencio. Los docentes, en silencio. La Administración, en silencio. Pero esa afonía no invita a la calma, sino que es síntoma de la indiferencia de nuestra mirada.

Veo esta violencia por la calle, en la oficina, en las reuniones de comunidad, en la cola del autobús. A veces se trata de una violencia aparentemente invisible. A veces parecemos estar en el patio de un colegio sosteniendo en nuestras manos el órgano interno más grande, cuyo principal cometido es almacenar energía y eliminar toxinas. Y con estos mimbres, tejemos nuestras infancias. Envejecemos siendo niños. Envejecemos en la soledad del patio del colegio.

Cuanto más epidérmica sea nuestra lectura de lo que nos rodea, cuanto menos importancia le demos a las pequeñas humillaciones, más monstruosas se harán y con más virulencia resurgirán tras el letargo de los años.

A menudo me pregunto si pude hacer algo por la herida de B., de S., de A., de mi hija. Por mi propia herida. ¿Cómo se cura una herida que nadie ve? La infancia no siempre es aquel paraíso al que volver. Hay algo en la infancia, en sus extravíos para llegar a ser adultos, que entraña un riesgo. No es verdad que la infancia sea el periodo más feliz de nuestras vidas.

Hay niños, adultos, que no quieren regresar a ella porque fueron tremendamente infelices en sus minucias. Porque el riesgo se tornó en amenaza y luego en violencia. Se nos inflama el pecho al defender la infancia, –ese tesoro– nos agarramos con furia a ese porcentaje razonable de no ver hambruna infantil, de no ver explotación infantil, de no ver pedofilia, ni pederastia. Se nos inflama nuestro pecho occidental de no ver.

Pero escúchenme. Les digo que yo me he levantado algún día descubriéndome una cicatriz con rebaba en el costado, una costra o un quejido. Les digo que hay niños y niñas bajo los adultos que hoy creemos ser que no quieren volver allí. Que fueron tremendamente infelices en las pequeñas cosas, en sus pequeñas vidas. Las pequeñas cosas importantes engendran las grandes injusticias: un abrigo perdido. Un libro robado. Una notita manoseada. El soniquete de unos dedos martilleando la pregunta de por qué. Por qué a las nueve. A las doce. A todas horas.

Mi intención era escribir sobre el Día del Libro, pero hoy es el Día Internacional contra el Acoso Escolar y de pronto he recordado que la mayoría de nosotros esconde un quejido, que todos podemos ser monstruos y que llega un día –inquietante, sin duda– en que los niños y niñas acosadoras se hacen personas adultas.

En 1925, al final de su poema “Los hombres huecos”, T.S. Eliot escribió: “Así es como acaba el mundo/ Así es como acaba el mundo/ Así es como acaba el mundo/ No con un estallido sino con un quejido”.

Hoy me desperté descubriéndome una cicatriz con rebaba en el costado, una costra y un quejido. Un canto fúnebre. Son las nueve. Las doce. Las dos. Con este caminar pasivo de los hombres huecos, rellenos únicamente de paja, es como acaba el mundo.

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