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Karnaval contado a los niños

Carlos González Peón

Para combatir el tedio de un viernes por la tarde releo algunas reseñas de Ricardo Senabre, crítico de El Cultural, y compruebo lo que venía sospechando desde hace tiempo: que a Senabre le gusta más que a un tonto un caramelo la prosa límpida, precisa, impecable, flexible, rítmica, digna, correcta. La lectura, por otro lado, le gusta placentera, expectante y profunda. Experimentos, los justos; riesgo cero. Senabre como receta para combatir el insomnio. Hoy me ha dado por hacer de abogado del diablo.

El 7 de diciembre Ricardo Senabre publica la reseña de Karnaval, de Juan Francisco Ferré, premio Herralde (Anagrama) 2012. Karnaval es un mamotreto de 530 páginas que arranca con el escándalo protagonizado por Strauss-Kahn (el presidente del Fondo Monetario Internacional), hecho que, simplificando hasta la náusea, utiliza Ferré para “transmitir, desde múltiples perspectivas, una visión acre y negativa del mundo —convertido, en efecto, en un grotesco carnaval— y de la esencia del ser humano”. Un tema muy de estas fechas tan señaladas. Hasta aquí todo normal. Todo lo normal, al menos, que pueda ser una novela de Ferré y todo lo normal que pueda ser una crítica de Senabre, siempre tan tendentes al histrionismo unas y tan rayanas en la complacencia otras. Que son estos dos como el agua y el aceite es algo que se ve desde la cara oculta de la luna.

El tema es el siguiente: Senabre echa en cara el exceso de Ferré: “La densidad intelectual de Karnaval, oscilante entre el ensayo y el ocasional esperpento, convierte el adentramiento en esta obra en una tarea apasionante, aunque sólo apta para lectores expertos”. Temazo. A la pregunta ¿expertos en qué?, la respuesta es una incógnita. Porque, exactamente, ¿qué título es necesario tener para leer a Ferré? ¿Hay máster en literatura ferrética? ¿Es inútil un título en ciencias o acaso, tal como ocurre leyendo a otros, esto supone una ventaja añadida? ¿Qué clase de cargas de profundidad ideológicas son esas que tanto espantan al crí(p)tico Senabre? ¿Qué fuma Senabre mientras lee este tipo de novelas? En mi opinión, y ya que no me lo preguntan, uno se puede aburrir (o no) a ratos (o no) mortalmente con Ferré, pero de ahí a no entenderlo hay como seis pasos intermedios. Descartado esto vuelvo a preguntar, ¿a qué se refiere exactamente Senabre cuando habla de lectores expertos? Y lo que es más importante: ¿ponen pinchos en la ceremonia de graduación?

En el mismo párrafo, el crítico amplía esta información: “Aún conservando esos componentes reflexivos que dominan sobre los más convencionalmente novelescos y que constituyen una especie de marca de la casa, haría bien el autor, que se muestra extraordinariamente dotado para la escritura, en podar la frondosidad de su discurso, a menudo innecesariamente prolijo, con la seguridad de que los resultados no serían menos eficaces; y encontraría, sin duda, más lectores dispuestos a dejarse arrebatar por el vendaval de ideas y figuraciones que invade sus páginas, a disfrutar, pues, de su buena literatura, que no debe ser un paraíso cerrado para muchos”. Es decir, que si Ferré escribiese pensando en los niños sin duda vendería más porque en la falta de esfuerzo (del lector) está la recompensa (del escritor y, por extensión, del propio editor).

Sobre este asunto de la frondosidad (y patatín y patatán) Ferré tiene algo que decir, siendo “algo” una forma delicada de darle una patada en boca al crítico. En una entrevista que se publica el día 19 en El Confidencial, Ferré responde a un pregunta bastante directa del entrevistador, Herto Barnés, acerca de los reproches que se hacen a lo desmesurado de su estilo: “[…] reprochar el exceso es sorprendente cuando habría que criticar el defecto, que es lo que se ha establecido como norma de escritura y que detesto: la frase corta, simplona, una frase que podría aparecer en un telediario sin que sorprendiese a nadie. […] Si hay algo que me gusta de la novela es el modo en que expreso cosas que la gente piensa que alguien debería decir, tanto en cuestiones políticas como sexuales o reflexiones sobre la edad. Pero que hay que decirlas con un cierto lenguaje, no tendiendo a la banalidad, sino a lo complejo”. Que, bueno… está por ver si despreciar lo breve por breve es muy diferente a hacer lo propio con la desmesura. Resumiendo: que a uno le gustan largas y desarrolladas y el otro las prefiere cortas, flexibles, rítmicas y profundas. Céntrense: hablamos de la prosa.

Voy a hacer como que no estoy leyendo Karnaval y me voy a preguntar, así a lo tonto, hasta qué punto la recomendación de Senabre de pedirle a Ferré que recorte aquí y allí para hacer de su novela un páramo menos… árido, digamos, no atenta contra todo lo que tiene la literatura de artístico, por no hablar de aquello que cabe esperar de un crítico. Entiendo que desde El Cultural la visión del mundo es más comercial que profesional y todo ha de pasar por el filtro del amor, la bondad, las frases cortas y las ideas globales pero de ahí a minusvalorar la inteligencia del lector no experto en no sabemos qué —y a menospreciar al escritor porque escribe frondoso— media un abismo que algunos saltan con una ligereza asombrosa.

UNA HUMILDE PROPUESTA

Del mismo modo que Swift recomendó en su momento comerse a los niños irlandeses como una solución eficaz al problema de la mendicidad, tal vez convendría aplicar algún sistema radical de corte similar al ámbito literario para evitar disgustos del tipo que acabamos de ver. Mi propuesta, pues, consiste en lo siguiente: incluir en la contraportada de los libros mensajes de advertencia similares a los que figuran en las cajetillas de tabaco pero que prevengan, no de los daños que el libro pueda ocasionar a la salud mental, sino de los requisitos mínimos que se deben cumplir para afrontar la lectura de según qué libros. Se acompañaría, por supuesto, de imágenes de cerebros tumefactos, ojos ensangrentados y muñones gangrenados, que serían el resultado de no hacer caso de la advertencia. Esto haría algo más que garantizar buenas críticas (más buenas críticas, quiero decir) puesto que también serviría para dar al escritor la seguridad de llegar a sus lectores ideales, sean estos de ideología fascista, por ejemplo, o titulados en Historia del Arte, o a los devotos amantes de la contabilidad analítica, que también los hay.

Imaginen el abanico de infinitas posibilidades que se abriría con esto. Se me ponen los pelos como escarpias sólo de pensarlo. Ejemplos: podrían concederse premios según múltiples categorías (mejor 10.000 que 500) gracias a esa puerta abierta a la adaptación de novelas duras, extensas, profundas, intensas, barrocas, impopulares pero en cualquier caso susceptibles de despertar interés. Algo parecido a aquello que se hacía con aquellos tomos de Novelas Ejemplares que incluían a todo color las mejores novelas de todos los tiempos en apenas cincuenta páginas y dos bocadillos por viñeta.

Al gremio de los traductores habría que sumar el de los adaptadores. De este modo, Karnaval, previa adaptación, podría ser llevada a diferentes secciones de las librerías en el formato más adecuado. El resultado sería algo parecido a esos libros que adaptan la Biblia a los niños. Así tendríamos Karnaval para prepubescentes, Karnaval para hipsters, Disney Karnaval, Karnaval para amas de casa, Karnaval para tiernos infantes, Karnaval para marxistas, Karnaval para intereconomistas, Karnaval para críticos haraganes y un largo etcétera, merchansdising incluido.

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