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Vuelve la banalidad del mal

Azahara Alonso/DK

El pasado 16 de febrero se cumplió ya medio siglo desde que Hannah Arendt -una de las pensadoras y politólogas más célebres del siglo pasado- publicara el reportaje sobre el juicio de Eichmann. La revista The New Yorker le había encargado cinco artículos sobre el proceso, y para ello, Arendt viajó a Jerusalén como enviada especial.

Adolf Eichmann, teniente coronel de las SS, era acusado de participar activamente en el genocidio de seis millones de judíos durante el Holocausto nazi, y finalmente, el tribunal le declaró culpable de crímenes contra la humanidad y de organizar un operativo militar cuyo fin era el exterminio total de los judíos.

Hannah Arendt, nacida en Alemania y de origen judío, sufrió una crisis personal tras estos acontecimientos. Meses más tarde convirtió su crónica en libro: Eichmann en Jerusalén. Informe sobre la banalidad del mal. Su atención se había centrado en la defensa del propio Eichmann, que afirmaba haberse visto impelido a cometer aquellas atrocidades por obediencia, por el deber de cumplir las órdenes que recibía como funcionario del Estado. Arendt habló entonces de la banalidad del mal, es decir, Eichmann no era un monstruo sanguinario, y si bien sus actos no eran inocentes ni disculpables, los había realizado sencillamente por ambición en su carrera y por obediencia burocrática. No se podía esperar otra cosa de un funcionario cumplidor y respetable padre de familia, personaje perfecto de novela kafkiana.

Y es que el tema de la banalidad del mal recuerda un poco a aquel “esto me duele más a mí que a ti” con el que nos castigaban cuando niños, y que parece haber vuelto, ahora sí, para justificar apretones de cinturón y miserias varias en algunas democracias europeas. Cumplir con el “deber”, pese a quien pese.

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