Desde dentro de la burbuja
Se puede hablar de una burbuja literaria paralela a la de la economía y que ha provocado una crisis en la novela y la poesía españolas. La sobrevaloración de los inmuebles (desde Lucía Etxevarría a Caballero Bonald), las hipotecas subprime (premios literarios a locutores de la tele, Cebrián y Pérez-Reverte en la Academia Española, etc.), los productos financieros opacos, que empaquetan juntos para endosarlos en mercados secundarios con activos de muy distinto valor (bajo la etiqueta de novela policíaca, novela histórica, poesía de la experiencia, etc.), las malas prácticas editoriales, la negligencia de los críticos y de los analistas, las quiebras de instituciones como Lehman Brothers o Juan Benet al presentarse al Planeta, la falta de inversión productiva y la codicia especulativa nos han conducido a esta insostenible situación que ha disparado la prima de riesgo, hasta que ha roto la barrera de los quinientos puntos básicos. Como se sabe, la prima de riesgo expresa el diferencial con una traducción del inglés. La prima es ese esfuerzo extra que tiene que realizar el lector para adquirir una novela española en lugar de cualquier equivalente norteamericano (Javier Sierra vs. Dan Brown, Muñoz Molina vs. Philip Roth, David Monteagudo vs. Stephen King, etc.).
Muy trágico, no cabe duda. Aunque por otra parte, nada que no conozcamos desde la antigüedad: la literatura avanza como la lava volcánica y los glaciares, a través de erupciones burbujeantes y avalanchas imprevistas (aunque en conjunto con lentitud tectónica, apenas se desplaza un centímetro cada cien años).
Podemos echarle la culpa al sistema, al mercado, a los editores, a la prensa, al sursuncorda o al empedrado, pero también resulta saludable saber cómo se vive una burbuja desde dentro.
¿Qué hacemos los autores metidos en burbujas, como esos pasmarotes desnudos dentro de globos en los cuadros del Bosco? ¿No tenemos nada que ver con esto, igual que quienes pidieron hipotecas para comprarse el chalet y el 4x4?
La sátira primera de Persio, que he releído (por supuesto) en estos días, es el testimonio directo de una burbuja literaria no muy distinta de la que vivimos ahora. En ella el poeta se dirige a interlocutores inventados para recriminarles su deseo de éxito, su sumisión a la moda y al poder establecido, y su falta de compromiso. Para ponerse en situación hay que imaginarse, por ejemplo, a una severa Belén Gopegui regañando a Lorenzo Silva por haber ganado el Planeta (por citar a dos buenos amigos que sé que no se lo tomarán a mal). O a un adusto Jorge Riechmann cantándole las cuarenta a un lúdico Agustín Fernández Mallo.
Persio, que nació en el 34, era un estoico y al parecer de conducta ejemplar, incapaz de consumir alimentos procesados o de comprarse nada que anuncien por la tele. La burbuja que a él le tocó vivir fue la de la lírica, en manos de los herederos de Calímaco. Al estoico Persio esto le parecía como tener por modelo poético las letras de José Luis Perales: penas de amor, sentimientos delicados, la belleza de las pequeñas cosas y en general el siempre socorrido melodrama diario. ¿Dónde estaba la clásica poesía épica, cívica, comprometida con los verdaderos valores? Persio apenas puede soportar estas elegías lacrimógenas, los versos dulces y voluptuosos, la ternura y en general la sartago loquendi, el “refrito de palabras” (traduce Rosario Cortés en la edición que compré en el año 1988 sólo para poder releerla algún día por primera vez).
El buen Persio parte del principio estoico de que “el estilo es el hombre” (en palabras de Séneca: “talis hominibus fuit oratio qualis vita”, que viene a querer decir, a lo Juan Belmonte: se torea como se es. Por lo tanto, su sátira se columpia siempre hacia lo personal: los poetas y sus versos se parecen mucho, son glotones, dados al lujo y a la vida fácil, afeminados, aduladores, melosos, ambiciosos y vacuos, repelentes a base de intentar complacer.
Hay que añadir, para completar el cuadro, que Persio vivió en la época de Nerón, un tirano que se creía él mismo un artista. Para ambientarnos, quizá podríamos situar la acción a finales de los ochenta, cuando imperaba “la cultura del pelotazo”, los socialistas apandaban a dos manos y comían en restaurantes de cinco tenedores y, al mismo tiempo, Alfonso Guerra citaba a Machado y sólo se alimentaba de chocolatinas, pero usaba un avión militar para irse a Sevilla a ver los toros. Así entenderemos la santa indignación de Persio contra los “doscientos novelistas de Carmen Romero” y los artistas habituales de “la bodeguilla” (donde parece transcurrir gran parte de la sátira de Persio).
Cuando aún me deja ver alguna película con ella, mi hija siempre me pregunta antes de empezar: “¿Tú con quién vas? ¿A quién te pides?” Hay que pedirse a alguien para ir de su parte durante la película. Si no, no vale la pena verla.
A mí me pasa siempre que, hacia la mitad, me cambio de posición para ir con quien menos me conviene. Empecé la sátira yendo con Persio, pero en seguida me di cuenta de que simpatizaba más con los malos, los poetas ridiculizados por su ambición y su sed de gloria, casi me pedía ser uno de ellos.
Mi sospecha es que a Persio le pasaba lo mismo: se desdobla para expresar sus dudas y sus temores. Se pide a los dos y así nos da un magnífico retrato psicológico de una burbuja literaria vista desde dentro.
“¿Quién leerá un buen poema como éste, si ahora todos leen y aplauden estas pamplinas?”, le pregunta a Persio un joven poeta. “Nemo hercule”, responde tajante el maestro: Nadie, por Hércules. “Nemo?”, insiste el chaval que quiere hacerse famoso. “Vel duo vel nemo”: o nadie o dos personas. ¿Y eso qué importa? ¿Qué más da el aplauso de los otros?, le regaña Persio: “no te busques fuera de ti” (“nec te quaesiveris extra”).
Sí, claro, sin duda, cómo no. El problema es que los estoicos conquistan, no sin esfuerzo, su independencia: les importa un comino lo que piensen los demás. Los escritores, en cambio, suelen ser personas más desvalidas: escriben para que les quieran, así que, por mucha razón que tenga Persio, no logra convencer del todo al joven (ni a sí mismo, sospecho).
“¿Y por eso tan pálido y decrépito? ¡Vaya costumbres! ¿Hasta tal punto tu saber no vale nada si no lo sabe otro?”, le increpa Persio (o tal y como yo lo leí, discute consigo mismo, intenta convencerse).
“Pero es hermoso que le señalen a uno con el dedo y digan: ‘Ése es’. ¿No le vas a dar ningún valor a servirle de dictado a cien cabezas rapadas?”, pregunta el joven con timidez, haciendo pucheros: él quiere salir por la tele y que le estudien en los colegios los niños con la cabeza rapada. ¿Tan malo es eso?, parece preguntarse, casi a punto de echarse a llorar.
Aquí ya iba yo con el joven poeta y estaba un poco hasta las narices del inflexible, del intratable Persio. Recordé entonces una muy agradable conversación que mantuve hace tiempo con Javier Cercas, ninguno de los dos muy sobrio, en un bar de Madrid, el Cock, si mal no recuerdo. Hablábamos de Cervantes, de su obsesión por el éxito, que le llevó a probar suerte con todo lo que se pusiera de moda en su época: novela pastoril, bizantina, picaresca, entremeses teatrales, lo que hiciera falta. Y nada. Ni caso le hacían. Hasta que un día, ya en la tercera edad, harto de todo, se puso a escribir lo que le dio la gana: le salió el Quijote... y nadie le tomó en serio. Si había una burbuja, Cervantes siempre se metía en ella de cabeza, a ver si le llevaba a lo más alto, pero todas le estallaron encima. “Era un arribista desesperado”, dije yo. “De acuerdo en eso, quedamos así: era un trepa”, redondeó Cercas.
¿Que cómo estalló la burbuja literaria? Porque (casi) todos los escritores, desde Cervantes, estamos deseando convertirnos en espumosos y salir en los libros de texto. Basta leer a Persio para entenderlo: de su sátira contra los escritores que quieren salir en la foto, al final, lo que más nos conmueve es la víctima de la sátira. Persio tendrá razón, qué duda cabe, y sin embargo (como diría Machado)… ¡ay, sin embargo!
Qué poco nos cuesta entender al joven y su sed de burbujas espumosas, ¿verdad? Y qué inhumano y antipático se nos hace el recto, moral y ejemplar Persio, que parece hecho de piedra pómez.
¿Quién no quiere ser un escritor ajeno a las modas, independiente, al que no le importe el aplauso de los lectores ni el de la crítica?
¡Nadie, por favor, pero si todos queremos eso, precisamente eso!
Y por eso le pedimos a Dios de rodillas, como hacía San Agustín: Señor, hazme casto, pero todavía no. Oh, Señor de las Letras, tú que todo lo puedes, hazme un escritor insobornable, pero no te des demasiada prisa, por favor, déjame disfrutar un poco de las burbujas.
Todos somos dos, como Persio, y nunca estamos seguros de con cuál de nosotros vamos en la película, cuál nos pedimos.
Así creo que es, por mucho que sepamos, como Juvenal (Sátira VIII) que: “Gloria quatalibet quid erit, si gloria tantum est”. Más o menos algo así como: ¿de qué sirve, qué es la gloria, si no es más que gloria?