Necesitamos universidades más autónomas, abiertas y responsables
Un post de Julio González en este mismo espacio sobre los problemas de la Universidad me mueve a decir algo sobre el asunto. Es materia tan importante como extremadamente compleja que aconseja a quien la aborda prescindir de afirmaciones categóricas. Durante diez meses he tenido la suerte de compartir con nueve personas de singular valía una reflexión sobre el tema, en el marco de la ponencia que, para el estudio de la gobernanza de las universidades, creó el Gobierno de Cataluña en el otoño de 2011. Nuestro informe se entregó en septiembre del 2012 y esta nota no pretende resumirlo, aunque se basa, eso sí, en el diagnóstico y las propuestas que aquél contiene.
Comparto con el autor del post citado una idea importante: La Universidad debiera ser considerada como una palanca fundamental para el cambio de nuestro modelo productivo. Así lo entiende también el informe de la ponencia catalana, que considera imprescindible para ello una mejor coordinación de las políticas públicas afectadas, una mayor implicación y colaboración por parte del sector productivo y una definición como prioridad, en los presupuestos públicos y privados, de la investigación, la innovación, la formación del capital humano, la iniciativa empresarial y la internacionalización.
Ahora bien, no todo lo que es necesario para conseguir ese importante propósito colectivo debe venir desde fuera de la Universidad. Por el contrario, algunos de los principales retos que es preciso afrontar se hallan en su interior y afectan a su modelo de gobernanza. Cuando hablamos de gobernanza, nos referimos al conjunto de dispositivos institucionales que enmarcan la toma de decisiones. La gobernanza incluye mecanismos formales, como las reglas establecidas, los marcos de articulación con otros actores, la estructura, los procesos y los sistemas de control, pero también los incentivos que se desprenden de todo ello e incluso las normas informales derivadas de las tradiciones, cultura y valores dominantes. Algunos de esos elementos que configuran el modelo actual de gobernanza entran en abierta contradicción con la aspiración de convertir a la Universidad en un agente clave para impulsar un salto adelante de nuestra economía y orientar hacia el futuro el rumbo de nuestra sociedad.
Por eso, para avanzar en ese camino, son necesarias, a mi juicio, reformas que apuntan fundamentalmente en cinco direcciones.
1. Potenciar la autonomía universitaria
La autonomía es, no sólo un mandato constitucional, sino una exigencia imprescindible para que las universidades cumplan su misión, facilitando la especialización y la diferenciación y superando modelos uniformes que no incentivan debidamente la excelencia. La mayor parte de las reformas europeas comparten este criterio.
Debemos entender la autonomía en un cuádruple sentido: a) como autonomía organizativa, o capacidad para diseñar la propia estrategia y los instrumentos para llevarla a cabo, así como para definir la estructura y los procesos de gestión; b) como autonomía académica, o capacidad para planificar y llevar adelante, en el marco legalmente establecido, la oferta formativa, de investigación y de transferencia de conocimiento y tecnología; c) como autonomía financiera, o capacidad para fijar los precios de ciertos servicios académicos, de investigación, transferencia o servicios internos, y también para diversificar las fuentes de ingresos y captar patrocinio privado; y d) como autonomía en la gestión del capital humano, o capacidad para contratar, promover, incentivar y renovar al profesorado y al resto del personal.
Ahora bien, la autonomía de la Universidad pública no se ejerce frente a la sociedad sino para la sociedad. Por tanto, la garantía de una autonomía socialmente valiosa es que exista una rendición de cuentas que se base en la evaluación de los resultados e impactos producidos y que tome en consideración los datos de contexto necesarios y los estándares internacionales relevantes. Ahora bien, nuestro déficit no es tanto de evaluación sino de accountability. Lo que haría falta es que las múltiples evaluaciones parciales y sin efectos que se realizan sobre el funcionamiento de las universidades dieran paso a evaluaciones globales y con consecuencias efectivas para todos los actores implicados.
2. Impulsar la apertura y la internacionalización
En la era global, las universidades deben, más que cualquier otra institución, ver al mundo como su espacio propio y actuar en consecuencia. Ello implica la presencia de nuestras universidades en redes y comunidades académicas internacionales, el intercambio de alumnos, profesores e investigadores, la oferta de titulaciones compartidas, la participación en proyectos internacionales de investigación, las alianzas interuniversitarias y, en general, la ambición de posicionar a nuestras universidades como nodos relevantes en sus campos de conocimiento a escala global. También, y quizá sobre todo, estas exigencias implican superar vestigios endogámicos y restricciones burocráticas que dificultan una gestión plenamente abierta y meritocrática del talento, consustancial a la razón de ser de la Universidad.
3. Fortalecer el gobierno y la dirección
Una adecuada gobernanza de la universidad exige delimitar el ejercicio de tres funciones diferenciadas: gobierno, dirección, y participación o consulta. En el modelo actual, esas tres funciones básicas aparecen considerablemente confundidas.
Parece razonable que las universidades públicas cuenten con un único órgano de gobierno –preferiblemente no demasiado amplio para poder ser operativo- formado por personas competentes y comprometidas, procedentes tanto del ámbito académico como de otros sectores sociales, nombradas por sus méritos y características personales y no por criterios de representación de terceros, y en cuya composición los gobiernos, en tanto que emanación legítima de la sociedad, tengan –de forma compartida con el profesorado- un poder de decisión relevante. Este órgano de gobierno, depositario superior de la autonomía de la universidad, debiera definir su estrategia, asignar los recursos, evaluar la gestión, rendir cuentas a la sociedad y nombrar al rector.
En este esquema, el rector, deseablemente nombrado por mérito mediante un procedimiento competitivo y abierto –es decir, sin restricción de adscripción universitaria o nacionalidad- asumiría la dirección ejecutiva superior de la universidad, formaría el equipo directivo, coordinaría a los responsables de las estructuras básicas de la universidad y rendiría cuentas de la gestión ante el órgano de gobierno. Una simplificación y racionalización de la actual estructura de departamentos, centros y unidades sería altamente recomendable para facilitar estas responsabilidades.
A su vez, esta configuración permitiría delimitar una esfera de participación y consulta en la que habría que garantizar la representación de los diferentes estamentos de la comunidad universitaria (profesorado, personal de administración y servicios, y estudiantes). En este ámbito, no ejecutivo, los mecanismos de participación de los diferentes sectores debieran facilitar que en los procesos de decisión fueran debidamente escuchadas todas las voces y consideradas las opiniones de los actores internos.
4. Hacer transparentes las relaciones Gobierno-Universidad
El binomio autonomía/accountability cobraría pleno sentido y eficacia en un esquema contractual de relaciones entre las universidades y los poderes públicos que las dotan y sostienen. Estos contratos debieran incluir las prioridades estratégicas asumidas, los recursos asignados por un tiempo determinado y los mecanismos de evaluación y rendición de cuentas.
Es en un marco de este tipo donde habría que insertar la financiación de las universidades. La aportación pública debiera, en coherencia con aquél, aumentar sensiblemente la proporción de la financiación variable –objetivada mediante mecanismos transparentes de evaluación de resultados- respecto de la estructural. Y para que este modelo de financiación fuera al mismo tiempo estable e incentivador de la excelencia, sería bueno alejarlo en lo posible de las peripecias del ciclo político-electoral. Por ello, el modelo de una agencia semiautónoma de financiación de las universidades, siguiendo el esquema –formato arm’s length- de algunos países anglosajones, podría ser una opción recomendable. Desde luego, resulta imprescindible enmarcar lo anterior en políticas públicas de precios y ayudas al estudio –hoy alejadas sensiblemente del entorno europeo- que garanticen la equidad del sistema y la igualdad de oportunidades.
5. Flexibilizar la gestión del capital humano
En los próximos diez años se jubilará un tercio del profesorado permanente de las universidades. Este hecho puede crear una oportunidad para realizar campos profundos, de eficacia progresiva, en los mecanismos de gestión de las personas. De entrada, sería muy conveniente generalizar la fórmula contractual de vinculación laboral para todas las nuevas incorporaciones, abandonando un modelo funcionarial que, si nunca fue el más idóneo para gestionar el talento en entornos de alta cualificación y orientación a la excelencia, en nuestro mundo de hoy es claramente inmanejable.
Por otra parte, resulta cada vez más imprescindible un sistema de gestión de personal mucho más flexible y abierto, en el que las universidades gocen de facultades y de capacidad instalada para seleccionar, adscribir y promover el talento, para negociar las condiciones salariales, para organizar las carreras profesionales, para evaluar el desempeño y para introducir los debidos incentivos al desarrollo y el logro de resultados.
En síntesis, necesitamos por una parte una sociedad más consciente y responsable del valor de la educación superior, más dispuesta a asumir los costes que implican la investigación y la formación de excelencia y más decidida a ocuparse de sus universidades. Necesitamos también unas universidades más preocupadas por identificar y ampliar el retorno social de su trabajo, más abiertas a la sociedad y al mundo, y más dispuestas a reformar sus sistemas de gobernanza para ponerse al servicio de un propósito de modernización económica y social en el que su papel es, sencillamente, insustituible.