Pacto intergeneracional, redistribución y reforma de las pensiones
En los próximos cincuenta años el número de mayores de 67 años en la población española va a aumentar mucho más que el número de personas en edad de trabajar. Asumiendo que no queremos dejar a nuestros futuros ancianos y a nosotros mismos sin cobrar pensiones, tenemos dos opciones. O estamos dispuestos a incrementar el porcentaje de renta nacional que dedicamos a pagarlas, o nos vemos obligados a construir un sistema de pensiones distinto al actual que permita sostener semejante estructura demográfica. Y de esto ni la productividad, ni la inmigración, ni la tasa de ocupación nos van a salvar. De hecho, la actual crisis, que ya tiene visos de ser estructural, está haciendo esta necesidad más acuciante si cabe.
No he venido aquí a discutir este punto, que creo suficientemente probado y basado en la pura y cruel aritmética. Me preocupan más las consecuencias que cada una de las opciones que tenemos a nuestra disposición en tres aspectos, relacionados entre sí: las expectativas e incentivos que suponen para los diferentes actores, las consecuencias redistributivas que pueden tener, y de qué manera modifican el actual pacto intergeneracional. Como es bien sabido, nuestro sistema actual se basa en el mecanismo conocido como pay as you go (PAYG): un impuesto sobre el trabajo financia las pensiones de los jubilados de hoy, y los trabajadores de hoy dependerán de los actuales jóvenes y estudiantes para cobrar sus pensiones futuras. El cálculo del beneficio a recibir se basa en una media de los salarios de los últimos 16 años, siendo la idea de la última reforma que esta cifra se incremente hasta 25 de aquí a 2023. Sobre esta base reguladora se aplica un porcentaje que resulta en la pensión final a percibir. Este porcentaje va del 50% en caso de haber cotizado durante solo 15 años al 100% si se llega a los 37.
Una vez definidos los parámetros, vayamos con las posibles modificaciones y sus previsibles consecuencias. Comenzaré por referirme a los aspectos más superficiales (edad de jubilación, presión fiscal, cálculo del pago) para luego pasar a discutir los que supondrían un cambio más profundo en el sistema actual. Con un poco de suerte podré mostrar cómo necesitamos un cambio en el sistema de pensiones no solo porque la aritmética nos lo dice, sino porque el pacto entre generaciones en que se basa puede estar en peligro a medio plazo.
Comencemos por la solución aparentemente más redistributiva. Podemos sencillamente incrementar la presión fiscal de manera progresiva, de forma que, como decía al principio, destinamos una mayor porción de nuestra renta disponible a las pensiones. Las consecuencias de esta decisión son claras. Implican una redistribución desde las capas más jóvenes hacia las más ancianas de la sociedad, desequilibrando el pacto intergeneracional a favor de estos últimos (y por supuesto cuando los actuales jóvenes llegasen a su edad de jubilación exigirían igual pago). Además, incrementan los costes laborales de manera que suponen un desincentivo para la contratación y la inversión (de decidir tasar el capital). Por último, el cambio demográfico previsto es tan brusco que el incremento en la presión fiscal necesario sería astronómico. El coste para la economía parece, simplemente, demasiado alto.
Otro parámetro que podemos tocar es la edad de jubilación. El Gobierno de Zapatero ya puso en práctica esto, como es bien sabido por todos. El actual Ejecutivo parece estar entretenido mareando la perdiz. Si el incremento final tuviese en cuenta las distintas profesiones y permitiese mayor flexibilidad a aquellas que se encuentran en la parte alta de la escala de salario y productividad y en la baja de riesgo o incompatibilidad con edades avanzadas, los efectos redistributivos no tienen por qué ser negativos. Esto además incentivaría a seguir trabajando a aquellas personas que aún se encontrasen en perfectas condiciones de hacerlo. Introducir mecanismos más amplios de compatibilidad entre pensión y trabajo a tiempo parcial ahondaría en esta tendencia, ayudando a revertir la prevista mala forma de nuestra tasa de dependencia. Estas medidas habrían de diseñarse de manera que se garantice que el poder de negociación y decisión recae sobre el empleado. El objetivo es incrementar la edad efectiva de jubilación y sobre todo hacer que ésta se distribuya de manera heterogénea y correlacionada con el, digamos, desgaste sufrido en la vida laboral.
La forma en que calculamos la pensión a percibir es, probablemente, donde se han centrado la mayoría de discusiones técnicas sobre la reforma de las pensiones. En el sistema español la cantidad de la pensión va en función del salario y los años cotizados, como he explicado más arriba. El objetivo de tal método es hacer que la pensión se parezca lo máximo posible al salario percibido aunque con una correción por nivel de aportación al sistema. De esta manera, se incentiva tener la vida laboral más larga posible. Sin embargo, el ligar el beneficio percibido al salario provoca que las desigualdades presentes en la etapa laboral tiendan a trasladarse a la fase de retiro. Más aún: a más corto es el periodo considerado para calcular la base reguladora y más al final de la vida laboral está, mayor desigualdad reproducida aparece, dado que las diferencias salariales suelen agrandarse en los últimos años de vida. Además, esto penaliza a quienes tuvieron mala suerte (por elegir la profesión equivocada, por un shock sectorial, etc) en la última etapa de su carrera. Incrementar el número de años a toda la vida laboral reduciría estas distorsiones y tendría efectos redistributivos horizontales sin acabar con el incentivo positivo para los trabajadores de intentar ganar cada vez más. Por otro lado, los porcentajes aplicados a la base reguladora también pueden ser alterados. Una reducción en los mismos supondrá un obvio descenso en la pensión percibida, con efectos redistributivos negativos para los jubilados, pero que permitiría aliviar la carga fiscal sobre los trabajadores. Y por último, los beneficios percibidos también pueden ser modificados de manera directa. De hecho, en España las pensiones se actualizan con la inflación. Un recorte en pensiones, por supuesto, mejora la sostenibilidad del sistema pero afecta de manera claramente negativa a los actuales pensionistas y supone un deterioro considerable de sus expectativas, con lo que ha de evitarse si no queremos dañar la confianza en el sistema.
Sin embargo, aún podemos ir bastante más allá en estas modificaciones. Uno de los puntos candentes en el debate actual es la introducción de un factor de sostenibilidad en el cálculo de las pensiones. Dicho factor no es sino un corrector compuesto de diversas variables que ajustaría los distintos parámetros mencionados. Este ajuste se produciría en función de los shocks externos que se consideren relevantes, y que se recogerían en dichas variables. Las dos dimensiones principales donde shocks pueden afectar a la sostenibilidad del sistema son la demografía y la marcha de la economía. Un incremento significativo de la esperanza de vida, por ejemplo, o un descenso de la tasa de natalidad haría que la edad de jubilación se atrasase proporcionalmente. También podría incrementar la tasa impuesta sobre los trabajadores, incrementar la base de cotización o recortar el porcentaje de pensión percibida, todo ello con los efectos ya descritos sobre cada colectivo. Lo realmente interesante del factor de sostenibilidad es que distribuye los costes de los shocks de una manera más equitativa que la mera elección política de dónde recortar y cómo en cada momento. Como tal, refuerza el pacto intergeneracional al poner a toda la población en el mismo barco.
Todas las propuestas enunciadas hasta el momento son de naturaleza paramétrica. Esto es, se basan en tocar determinados aspectos de un sistema cuyo pago se fundamenta esencialmente en el pacto entre generaciones. Este pacto es bien curioso desde un punto de vista sociológico. Los ciudadanos de hoy asumimos que si pagamos nuestros impuestos en el futuro recibiremos una pensión al menos igual o parecida. Sin embargo, no hay nada que nos garantice que así será, más allá de la obligación legal sostenida en la promesa política y social. Cuando las perspectivas de futuro son positivas no hay razón para que los ciudadanos se desvíen del equilibrio cooperativo: pago hoy porque sé que recibiré mañana, y si no pago no recibiré pero el resto de gente que sí paga, lo hará. Sin embargo, si las expectativas comienzan a deteriorarse de manera clara debido a las malas perspectivas económicas y demográficas, esta confianza puede erosionarse. Es decir, si los costes de cooperación no están claros, cooperar puede dejar de ser una idea tan fantástica.
La única forma totalmente segura de evitar que se rompa el pacto de cooperación entre generaciones es rompiéndolo nosotros mismos antes. Esto es, pasar de un sistema tipo PAYG a otro basado en fondos individuales, en los que cada ciudadano simplemente se dedica a ahorrar antes de la hora final de la jubilación y el Estado o una entidad privada se encarga de que estos ahorros no pierdan valor por la inflación, o incluso se revaloricen, a través de inversiones. Por descontado, los costes en términos de igualdad de esta reforma son enormes al reproducir totalmente la distribución de riqueza en la vida laboral. Además, rompe el mecanismo de compartir riesgo ante shocks que implica tener un sistema del tipo PAYG: cada uno estaría, de nuevo, más solo ante el peligro. No parece, por tanto, una reforma deseable.
Sin embargo, la introducción de una parte relativamente modesta pero significativa de la pensión basada en un fondo en lugar de en PAYG mejoraría la sostenibilidad del sistema y ayudaría a hacer más creíble el pacto actual sin renunciar a los beneficios redistributivos y aseguradores de una financiación del tipo PAYG. Este fondo no tiene por qué ser gestionado por una entidad privada, lo importante es que se corresponda con las aportaciones de cada trabajador. Si a esto unimos la incorporación de un factor de sostenibilidad que haga que los distintos parámetros respondan de manera adecuada a los shocks, un esquema de edad de jubilación adecuado a la distribución de riesgos y costes por profesiones, y un cálculo de la base reguladora que tenga en cuenta toda la vida laboral, probablemente tendremos no solo un sistema más fiable, sino un pacto de redistribución intergeneracional más sólido.