Redistribución y Predistribución (Parte I)
Sin duda uno de las grandes retos a los que se enfrentan las sociedades desarrolladas actuales es al de dar respuesta al aparentemente imparable proceso de aumento de las desigualdades que llevan sufriendo desde hace varias décadas. Durante un tiempo, algunos argumentaban que este aumento de las desigualdades no debería preocuparnos particularmente, puesto que las diferencias de renta reflejaban en parte el diferente grado de esfuerzo que los individuos ponían en el proceso productivo. Es natural que aquellos individuos que se esforzaran en estudiar y en trabajar más sean gratificados con un mayor nivel de bienestar que aquellos más vagos e indolentes. Lo que nos debería preocupar no es por tanto la desigualdad de “resultados”, sino la de “oportunidades”.
Sin embargo, sucede que lo que mejor predice el grado de la desigualdad de oportunidades en una sociedad es la desigualdad de resultados. La gráfica 1 presenta lo que algunos han llamado la “curva del Gran Gatsby” (en alusión a la novela de Scott Fitzgerald en torno al “sueño americano”), que muestra una clara relación entre la igualdad de resultados (medida con el coeficiente Gini, que toma valores más altos para aquellos países donde la renta está distribuida de forma menos igualitaria), y una medida de cuánto los ingresos de los progenitores determinan los ingresos del individuo (un valor más bajo en el eje vertical indica que los ingresos de los individuos están menos determinados por los ingresos de sus padres y por tanto una mayor igualdad de oportunidades).
Gráfico 1. La curva del “Gran Gatsby”. Fuente
El gráfico sugiere que las desigualdades tienden a perpetuarse en el tiempo. Si queremos que los que hoy son niños tengan las mismas oportunidades, seguramente deberíamos preocuparnos por las desigualdades entre sus padres hoy. No sólo en una cuestión de justicia distributiva. Cada vez disponemos de evidencia más sólida sobre las nefastas consecuencias que tiene para la economía, el funcionamiento del sistema político, y hasta la salud de los ciudadanos.
Tradicionalmente, la forma en las cuales las sociedades democráticas contemporáneas han entendido la política de reducción de las desigualdades es relativamente sencilla: primero el mercado reparte (de manera desigual) ingresos entre individuos en función de sus aportaciones de capital y trabajo al proceso productivo; y después el Estado mediante un sistema de extracción de impuestos y de reparto de bienes y transferencias redistribuye parte de estos ingresos reduciendo las diferencias de ingresos y de condiciones de vida entre individuos.
Alguien podría pensar que el aumento de las desigualdades que hemos presenciado en los países de nuestro entorno se debe a que el Estado ha dejado de cumplir esta segunda función. Sin embargo, no parece ser esa al menos la única causa. Como muestra el gráfico 2, en las últimas cuatro décadas el gasto social como proporción del ingreso total no ha caído en los países avanzados, y dado que los ingresos han aumentado sustancialmente durante este periodo en todos los países, podemos concluir que el gasto social por habitante de hecho ha aumentado considerablemente.
Gráfico 2. Gasto social como % PIB, 1980-2012. Fuente: Base de datos de gasto social de la OCDE.
El problema parece ser más bien que las desigualdades producidas por el mercado han aumentado sustancialmente, de tal manera que incluso los aumentos observados del gasto social han sido incapaces de contener el aumento de la desigualdad. (Es cierto que muchas de las intervenciones del Estado en muchos países son poco redistributivas, pero en general el efecto agregado de la intervención pública siempre es más igualitario que el producido por el mercado, con lo que aumentos de gasto deberíamos pensar que contribuyen a reducir la desigualdad).
Además, la capacidad del Estado de redistribuir está hoy cada vez más en entredicho. Para unos, esto es un problema “de oferta”: los estados se enfrentan hoy a potentes restricciones que les impiden proponer las ambiciosas políticas de gasto necesarias para corregir las cada vez mayores tendencias desigualitarias. Por un lado, la globalización hace más movibles las bases imponibles necesarias para financiar ambiciosos programas de gasto público redistributivo. En el contexto actual, además, las restricciones presupuestarias a las que se enfrentan la mayoría de los gobiernos hacen estos programas de gasto sean aún más difícilmente financiables. Además, redistribuir no es gratis. Transferir recursos entre individuos implica disponer de un sistema de recaudación de impuestos y de gestión de gastos que es costoso de crear y de mantener, y, lo que es más importante, a menudo crea distorsiones en la actividad económica que acaban provocando reducciones del “pastel” a repartir. Cuanto más tengamos que redistribuir para corregir el cada vez más desigual reparto de ingresos generados por el mercado, mayores serán los costes colectivos de las redistribución.
Para otros, no se trata sólo de un problema de “oferta”, sino también de “demanda”: aunque la idea de que el Estado debe tratar de reducir las diferencias de ingresos entre ricos y pobres goza de un amplio respaldo social (y particularmente en España), es innegable que las opiniones públicas nacionales son cada vez más reacias a que el Estado aumente su capacidad recaudatoria.
Por un lado, percibimos como más necesario detener el progresivo aumento de las desigualdades de nuestras sociedades; por otro, las herramientas con la que tradicionalmente las corregíamos parecen cada vez más oxidadas. ¿Por qué no por tanto buscar una nueva estrategia, centrada no amortiguar las desigualdades generadas por el mercado, sino en hacer que el propio mercado produzca resultados más igualitarios? Esto es en esencia la “predistribución”, expresión acuñada por el politólogo de la Universidad de Yale Jakob Hacker, y hecha famosa en Europa por el líder laborista inglés Ed Miliband, que ha hecho de ella una de los pilares de su programa político. De sus potencialidades y también de sus limitaciones hablaré en el próximo post.