La excepción española
Para muchos de los observadores internacionales, España es un caso raro. Comparada con Portugal, incluso con Grecia o Italia, la situación española es sorprendente. Por un lado, la calle hierve de manifestaciones, el paro se dispara, el descontento social es evidente. Pero por otro lado, este descontento no parece cristalizar políticamente. El bipartidismo imperfecto hispánico sigue su curso, si bien es cierto que las encuestas muestran una tendencia decreciente de los dos grandes partidos. Pero esto no es nada comparado con la debacle de la política tradicional en Grecia, incluso con el cambio operado en las recientes elecciones en Italia. ¿Cómo es posible que no surjan en España partidos en los aledaños del sistema como Syriza (o como los nazis de Aurora Dorada) o movimientos “ciudadanos” como el de Beppe Grillo? ¿Por qué el gran descontento social no se transfiere en la arena política?
Sobre ello se han dado diversas respuestas. Se ha aducido que el sistema electoral español castiga fuertemente a las terceras opciones, blindando la posición de los dos grandes partidos estatales, lo cual produce un sistema cuasi bipartidista más propio del modelo mayoritario, en el que la elección se reduce a escoger entre gobierno u oposición, obligando a los electores a elegir el mal menor. También se ha hablado de la amplitud ideológica de los partidos españoles, que impediría que surjan organizaciones en sus márgenes, lo cual explicaría tanto las limitaciones de Izquierda Unida como la no aparición de partidos de corte ultraderechista. En ambos casos los votantes potenciales de estos partidos encontrarían, mal que bien, acomodo en PSOE y PP, respectivamente.
Ciertamente, todos estos elementos juegan un papel, desincentivando el crecimiento de opciones fuera del sistema (o en sus márgenes), pero no son suficientes para explicar la aparente abulia política de la indignación en España.
Ha habido quien ha hecho referencia al carácter individualista, desconfiado, casi libertario de la sociedad española, que tiende a la antipolítica más que a la crítica a los políticos de turno. Algo de eso hay. En España es extraordinariamente complicado generar movimientos colectivos que duren más allá del fogonazo inicial. Como muestra, el movimiento del 15M, capaz de aglutinar multitudes pero totalmente incapaz de estructurarlas en una organización estable con una mínima agenda común. A diferencia del movimiento 5 Stelle de Grillo en Italia, al 15M no se le pasó por la cabeza presentarse a las elecciones, ni tan siquiera organizarse como grupo de presión. Algún antropólogo hablará del “gen anarquista” hispánico, o de la pervivencia del discurso antipolítico franquista. Y algo habrá, de lo uno y de lo otro.
Pero también hay algo más básico, algo que nos diferencia totalmente de Italia o incluso Grecia (no digamos de Finlandia): en España no hubo nunca partidos de masas. En toda la Europa occidental el periodo que va de 1945 a 1975 dejó un sustrato de experiencias organizativas a nivel social del que España carece. Aquí la política nació directamente al estadio de partidos “de caudillo”, gracias a que la televisión llegó antes que la democracia.
La política (como todo en la vida) se aprende, se adquiere mediante un periodo de ensayo que puede durar décadas, a lo largo del cual se van solidificando los conocimientos adquiridos, generando las inercias necesarias y los sobreentendidos que configuran unas habilidades que al final aparecen como automatismos sociales. En España la fase de aprendizaje de los rudimentos de la política no se dio. La sociedad española no se impregnó de los usos necesarios durante la “edad de oro” de las organizaciones de masa (si exceptuamos los primeros treinta años del siglo veinte). Al contrario de las sociedades europeas, que aprendían a organizarse en partidos y sindicatos, de izquierda y de derecha, y adquirían las habilidades propias de la política democrática, aquí la sociedad era educada en la desconfianza y el recelo hacia cualquier organización col