¿Qué es el federalismo cooperativo?
En sus exquisitas Mitologías, Roland Barthes se lamentaba del «divorcio abrumador entre el conocimiento y la mitología». El crítico francés veía reflejada esta separación entre «la ciencia» y «las representaciones colectivas» en la imagen «del negro», simplificadora y discriminatoria en los medios de masas, pero compleja, respetuosa y fidedigna en el campo de la antropología y la etnología.
La distancia entre el saber y el mito no parece que se haya recortado. Hoy día continúa siendo frecuente encontrar en prensa reflexiones basadas en categorías ampliamente problematizadas, cuando no abiertamente superadas, por las ciencias sociales y políticas. Algo de esto ocurre con el debate actual en torno a la oportunidad del federalismo, sobre todo cuando resulta valorado por políticos y medios conservadores.
Hace semanas, por ejemplo, Juan Ignacio Zoido, alcalde de Sevilla y presidente de los populares andaluces, instaba a Juan Antonio Griñán, presidente socialista de la Junta de Andalucía, a que «abandonase el discurso del federalismo cooperativo», porque, a su juicio, este modelo de Estado aboca al «federalismo asimétrico» –a que «unos sean más que otros»–, lo cual, en última instancia, conduciría al separatismo –a «romper España»–.
He aquí una prueba tangible de ese divorcio señalado por Barthes entre la ciencia social y los lugares comunes, que en este caso separa la ciencia del derecho constitucional y los temores primarios esparcidos habitualmente por la derecha española. Basta con una rápida consulta bibliográfica, de autores como Enoch Alberti, Antonio Arroyo, George Anderson o Antonio Brancasi, para percatarse de que asociar el federalismo cooperativo con el asimétrico y, al final, con el separatismo, supone un notable error de percepción.
Para salir de él es necesario adecuar el debate político a las exigencias conceptuales de la ciencia jurídica, abandonando con ello el terreno de los eslóganes emotivos e irracionales. Intentemos hacerlo en unas pocas líneas.
Como su propia denominación sugiere, el federalismo cooperativo implica una distribución territorial del poder basada en la colaboración permanente entre la Federación y los Países federados. Su primera consecuencia es que prácticamente todas las competencias sean concurrentes. Con ello, se opone al llamado «federalismo dual», en el que las órbitas de la Federación y de los Estados federados permanecen independientes, cada una circunscrita a su privativo ámbito competencial.
El federalismo cooperativo propicia el fortalecimiento del poder central, encargado de diseñar el marco legal de la ejecución de competencias. Ahora bien, este empoderamiento no responde a premisas centralistas, pues presupone una intensa participación de los Estados federados en el proceso legislativo a través de una segunda cámara de representación territorial.
Si la Federación acapara buena parte de facultades legislativas, los Estados miembros asumen la ejecución de las competencias, algo que se traduce en un adelgazamiento considerable de la Administración central en sus respectivos territorios. Y cuando está presente en esta fase ejecutiva suele ser a través de órganos sectoriales, donde participan representantes de ambos centros de poder, el del gobierno central y el de los gobiernos federados.
Como expone Enoch Alberti en Federalismo y cooperación en la República Federal Alemana, las prácticas cooperativas arrancan con el New Deal. Su despliegue fue indispensable precisamente para garantizar a los ciudadanos estadounidenses unas condiciones homogéneas de vida, combatiendo las disparidades provocadas por el federalismo dual, que paralizaba toda acción del Gobierno central en beneficio de la autonomía de los Estados. Su aplicación posterior en Alemania tuvo idéntico objetivo: proporcionar y garantizar «la uniformidad de las condiciones de vida» a los ciudadanos de un Estado plural.
Se comprende entonces que con esta arquitectura institucional no se contribuye a generar asimetrías ni se promueve el separatismo. Su propósito de garantizar cierta homogeneidad socioeconómica impide lo primero, mientras que su apuesta por la colaboración institucional permanente en el diseño y ejecución de las políticas públicas previene lo segundo.
Otra cuestión diferente, de orden valorativo más que técnico y conceptual, es la de la conveniencia para España de este modelo de Estado. El debate en torno a su adopción resultaría de todos modos intempestivo si este domingo los resultados de las elecciones catalanas conceden una abrumadora mayoría a los partidos independentistas. Contra lo que insinúan los conservadores, federalismo y secesión se contraponen, pues el primero constituye, entre otras cosas, un medio para evitar la segunda. Si los comicios –que son, en la práctica, un referéndum sobre la autodeterminación de Cataluña– deciden con claridad que es tiempo de independencias, entonces habrá que enterrar la propuesta federalista antes incluso de haberla resucitado.
No parece, sin embargo, que ése vaya a ser el caso. Con una correlación de fuerzas en Cataluña insuficiente para respaldar la secesión, sí habría de plantearse con seriedad el cambio de modelo territorial en un sentido federalista. A este respecto debe tenerse en cuenta que una reforma de esta naturaleza entrañaría una ruptura con el modelo actual y, por tanto, una revisión considerable de la Constitución vigente. Por mucho que insistan los juristas ortodoxos, el régimen autonómico no equivale «más o menos» a un Estado federal. Le falta desde lo más básico –el reconocimiento de la estatalidad originaria de las regiones– hasta detalles como la cláusula residual que atribuye competencias, en defecto de previsión constitucional o estatutaria, a las comunidades autónomas.
Asumida la necesidad de reforma constitucional, el modelo del federalismo cooperativo podría suministrar, sin duda, un buen punto de partida. Su consecución permitiría, por fin, convertir el Senado en cámara de representación territorial. Contribuiría así a canalizar la participación de las naciones en el gobierno federal a través de instituciones permanentes, en lugar de recurrir a coaliciones y pactos coyunturales de contenido habitualmente particularista. Y, además, podrían evitarse duplicidades, dejando en manos de las regiones la ejecución plena de las competencias compartidas, que serían casi todas, aun con cierta fiscalización ejercida por parte de órganos de la Federación.
Que la cooperación federal sea un buen punto de partida no significa que haya de satisfacer todas las expectativas progresistas. Desde este punto de vista, de poco serviría un Estado federal si la vigencia y garantía de los derechos sociales y los servicios públicos quedasen a expensas de la discrecionalidad de poderes centrales o federados. Como tampoco evitaría el federalismo cooperativo un posible resurgimiento de pulsiones centralistas, que pretendiesen acorralar la autonomía de los Estados a través de marcos legislativos puntillosos y asfixiantes.
Por eso, en caso de revisar el modelo territorial y competencial, acaso en el horizonte de la izquierda debieran figurar, del lado económico, el blindaje constitucional de los derechos sociales, y del lado cultural, la aspiración a un auténtico Estado plurinacional.