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Discursos que importan para la igualdad de género

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Máriam Martínez-Bascuñán

  • Según Máriam Martínez-Bascuñán la forma en la que definimos determinadas problemáticas relacionadas con la igualdad de género pueden dificultar o alejarnos de su solución. Para ayudar a entender este fenómeno la autora pone como ejemplos determinados discursos del gobierno acerca del aborto o la violencia de género

A veces la mejor forma de ocultar algo es someterlo a su exposición. Todo depende de cómo se enseñe. Algo puede ser decididamente visible a todos porque ocurre en el espacio público, sin ser en absoluto fácil de percibir. La explicación reside, dice Arendt, “en la eficiencia del discurso que no descubre lo que es, sino que lo esconde debajo de la alfombra mediante exhortaciones de tipo moral que con el pretexto de defender antiguas verdades, degrada toda verdad”. Así nos lo mostró el Ministro Ruiz-Gallardón, cuando descubrió ante la luz de lo público esa “violencia estructural que sufren las mujeres” como la causa que las obliga a abortar.

La extrema visibilidad de esa violencia estructural puesta en boca del Ministro ha permitido que nada cambie significativamente, e incluso que se produzca un retroceso en relación con la misma. Gallardón ha deformado el término apropiándose de él para fines que nada tienen que ver con erradicar tal violencia estructural. Si de verdad el Ministro se cree que existe una violencia estructural ¿qué sentido tiene volver a una ley de supuestos que despenaliza el aborto en lugar de hablar de salud sexual y reproductiva para interrumpir voluntariamente el embarazo? Si de verdad este gobierno piensa que existe una violencia estructural contra las mujeres, ¿por qué nuestra ministra de Sanidad, Ana Mato, insiste en nombrar y hablar de la violencia de género como violencia doméstica?

A estas alturas, la mayoría de la gente es consciente de que el ámbito público es el espacio más propicio al puro palabreo. Pero aquellos que ejercen el puro palabreo saben que con sus palabras pueden llegar a determinar aspectos profundos de la existencia cotidiana, y que con ello además, anticipan el sentido o sinsentido de las vidas reales de la gente real. Situar el debate sobre el aborto en el discurso “a favor de la vida” implica desviarlo en contra del discurso sobre la libertad reproductiva “a favor de la propia elección”. Pensando, además, que quienes están “a favor de la propia elección” están “en contra de la vida”.

El debate sobre el aborto necesita salir de esa ontología individualista porque la cuestión no reside en si una determinada cosa es un ser vivo o no, o si tiene el estatus de persona. La cuestión es si las circunstancias sociales de su persistencia o calidad de vida serán posibles y deseables. No puede existir vida alguna sin las condiciones que mantienen esa vida digna de ser vivida. Y esas condiciones son, sobre todo, sociales y estructurales. Las que permiten o imposibilitan la violencia estructural que tanto preocupa a nuestro Ministro. Del mismo modo, llamar violencia doméstica a la violencia de género, como gusta a la ministra Ana Mato, implica incidir en el lugar donde se produce dicha violencia, desviando la atención sobre su causa estructural. No es el lugar lo que nos importa, sino el por qué. Por eso la violencia debe ser de género, porque por ser de género, nos impide pensar que esta violencia es un azar.

A menudo se piensa en estos actos como sucesos cometidos por individuos en particular, sin reparar en el contexto social que los rodea, o que los hace posibles y aceptables. Sin embargo, lo que determina que esta violencia sea estructural no es el conjunto de actos particulares en sí o el lugar en el que son cometidos. Lo que hace de esta clase de violencia un fenómeno preocupante es su carácter sistemático, su existencia en tanto que práctica social. Que sea un síntoma social implica que algunas circunstancias “piden” la violencia más que otras. Cualquier mujer, por ejemplo, tiene más razones que un hombre para temer, si hace auto-stop, que algo malo le puede suceder. Por eso es sistemática, porque está dirigida a las mujeres por el simple hecho de serlo. Esto no tiene que ver con una persecución directa contra las mujeres, sino con el conocimiento diario de las mismas de que están más expuestas a sufrir ciertos perjuicios como la violación, el abuso, o la propia violencia. Este solo hecho de vivir bajo tal amenaza implica una merma en la libertad de las mismas. En su propia dignidad y en el consumo inútil de sus energías.

Gran parte de esa experiencia reside en contextos mundanos de interacción que paradójicamente se han invisibilizado a través del compromiso discursivo con la igualdad. La igualdad de género ha logrado entrar en el feliz reino de lo políticamente correcto, pero a veces, la visibilidad extrema de un problema se afianza y se perpetúa si las asunciones de fondo no se cuestionan. Esto obliga a identificar una manifestación social diferente de esas formas de abuso que se corresponden con circunstancias contemporáneas en las que ser machista está muy mal visto socialmente. Hablamos de circunstancias que pueden tener continuidades y discontinuidades con estructuras del pasado, pero que siguen existiendo en gente adulta, y más grave aún, en gente adolescente. Hablamos de sentimientos y reacciones imperantes. Adopción de roles tradicionales masculinos que implican autoridad o temor a perder esa identidad de poder, de dominio, y que derivan, en los casos más graves, en la violencia. Violencia física y violencia contra las palabras.

Hace mucho tiempo que el género dejó de centrarse en atributos personales que diferencian a hombres y mujeres para focalizarse en esas estructuras de abuso sistemáticas que nos hablan de relaciones de poder. De personas que se adscriben a un rol tradicional asumiendo esas posiciones de poder. Para cambiar esas estructuras debemos salir de este lodazal. Rechazar esas nociones de superioridad o inferioridad, de autoridad o de poder, y dejar de pervertir las discusiones con el objeto de tomarse en serio la transformación verdadera de esas estructuras. Esto implica un trabajo profundo que apunta a frentes como la educación, las instituciones y las prácticas sociales que la alientan.

La experiencia de algunos movimientos sociales y activistas sobre cómo provocar esta toma de conciencia podría ofrecer algunas claves para el cambio. El respeto hacia unas leyes integrales de género que ya existen también. Tomarse en serio la violencia estructural tiene que ver con esto, porque ya lo decía Simone de Beauvoir, “allá donde las costumbres prohíben la violencia, la energía muscular no puede fundamentar un dominio”. Son necesarias otras referencias morales y sociales para definir lo que es la fragilidad. Porque la fragilidad solo es tal a la luz de los objetivos que el hombre se propone. Probablemente la transformación de esos objetivos haría innecesario el uso pleno de la fuerza corporal. Entonces las diferencias desaparecerían y quizás la fragilidad dejaría de ser una característica típica femenina.

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