El drama social de las tasas judiciales
Existe una tendencia en el pensamiento económico que afirma que el Estado del bienestar no puede ni debe mantenerse. Esa tendencia ha tenido influencia en algunas ideologías políticas, así como en las líneas de actuación de no pocos Gobiernos. De ese modo, en los últimos años hemos visto cómo poco a poco se ha intentado desmantelar el sistema público de sanidad, el sistema educativo, el de transportes, el de la vivienda protegida, el de la investigación científica, etc., y en parte el de seguridad y el de obra pública. Esta aplicación incalificable del do it yourself no ha venido acompañada, sin embargo, de una lógica bajada de impuestos.
Todo este panorama supone una regresión muy importante a tiempos muy pretéritos. Tiempos en los que no existía ninguno de los servicios citados anteriormente. Su consecución paulatina había venido propiciada por el convencimiento de que hay aspectos de nuestra vida cotidiana que podemos atender mejor si todos los sufragamos, redistribuyendo la riqueza, antes que si cada cual intenta pagarse lo suyo. Basta darse una vuelta por países que no han llegado a esa conclusión para percatarse, muy fácilmente, de las terribles situaciones de pobreza –en todos los citados servicios– que allí se viven.
Uno de esos servicios es la Justicia. Salvo que uno pueda sufragar un costoso arbitraje o pueda pagarse algún tipo, siempre peligroso, de “seguridad privada”, necesita una estructura eficiente de tribunales. Esa estructura es esencial, además, para dar una imagen real de seguridad jurídica en un país, lo que es fundamental para atraer inversiones extranjeras. El Estado, en consecuencia, debe soportar esos costes. El ideal es la gratuidad de la Justicia, como fue el caso en Francia hasta que se impuso en 2011 una tasa genérica de 35 euros, o en España desde la Ley 25/1986 de 24 de diciembre, que suprimió las tasas judiciales, hasta las Leyes 53/2002 y 10/2012 que las reinstauraron.
Otras países siguieron otra vía. En Alemania existía desde hacía mucho tiempo la Gerichtskostengesetz, aunque con tasas de cuantía notablemente inferior a las actuales españolas. En Italia se cuenta con el Testo unico in materia di spese di giustizia, cuyas tasas son superiores a las alemanas, pero tampoco llegan a los desproporcionados umbrales de la ley 10/2012.
Asimismo en España, hasta 1986, cada ciudadano debía pagar no solamente a su abogado y a su procurador, sino también las tasas que devengaban las diversas actuaciones de un proceso. El detalle de la regulación se hallaba en el Decreto 1035/1959 de 18 de junio (BOE 22-VI), así como en la Ley de 26 de diciembre de 1958 (BOE 29-XII).
La finalidad de las tasas era diáfana leyendo esas normas. Remunerar los –muy mal pagados– oficios judiciales. Fijando las tasas con claridad en una norma jurídica se intentaba luchar –en vano– contra una tremenda corrupción que había generado en la práctica “tasas” paralegales, así como un muy extendido sistema de “propinas”, inspirado en los antiguos aranceles que habían cobrado a lo largo de los siglos los trabajadores de la justicia. Sea como fuere, la oficialización definitiva de las tasas tampoco generó una suerte de estajanovismo judicial. Lo que sí que provocaba era una notable desigualdad entre los ciudadanos: los que podían pagar por la Justicia y los que, simplemente, no podían ni planteárselo.
Todo ello cambió con la Ley de 1986. Los profesionales de la justicia empezaron a ser pagados dignamente, con un sueldo que no dependiera de “tasas” y otras prebendas. Los ciudadanos empezaron a acudir cada vez más a los tribunales en cuanto no tuvieron que desembolsar tasas judiciales, defendiendo sus derechos, como corresponde. Y sin duda la autotutela disminuyó, como también fueron menguando los abusos de personas físicas o jurídicas poderosas que sabían que su oponente nunca iba acudir a la Justicia. Ello hizo aumentar las índices estadísticos de pendencia ante los tribunales, al tiempo que nuestra sociedad se iba haciendo cada más justa, aunque muchas veces no nos diéramos cuenta de ello.
Pues bien, algo que debiera haber sido calificado como indudablemente positivo –que los ciudadanos acudan a la Justicia– fue percibido sistemáticamente como un fenómeno preocupante por los Gobiernos. Y en lugar de dotar de muchos más recursos humanos y económicos a la Justicia conforme aumentaba la litigiosidad, se intentó volver al pasado. Y así recuperó el Gobierno español las tasas, y además en una cuantía exagerada. También estrechó los cauces para recurrir contra las sentencias y empezó a promocionar desordenadamente algo que quizás pensaron –erróneamente– los gobernantes que no debe costar dinero: la mediación, haciendo de la misma un medio de resolución de conflictos normalmente ineficaz.
Aunque todavía no disponemos de datos oficiales, los compañeros abogados sí perciben un descenso pronunciado en su carga de trabajo. Pareciera que se desea expulsar a los ciudadanos de los tribunales, alejándolos del más perfeccionado medio de resolución pacífica de conflictos de que disponemos: el proceso. Si ello se consigue, el ciudadano le dará la espalda a la Justicia y tratará de resolver sus conflictos, bien con la autoayuda, bien renunciando a sus derechos. Cualquiera de las dos cosas conduce a una inaceptable involución. Y repercutirá muy notablemente en nuestra calidad de vida, aunque ahora tampoco nos demos cuenta de ello: mayor inseguridad en todos los ámbitos y, como se ha dicho, aumento de la autotutela. Las mejores semillas para una existencia infeliz.