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La furia de los reyes destronados

Rueda de hombres contra la violencia de género en Toledo. / Foto: Ahige

Concha Caballero / Concha Caballero

  • La tarea de prevenir los casos de violencia de género puede resultar inútil si se centra en tratar de proteger a las víctimas pero sin desarmar a los futuros asesinos. Esta es la idea que defiende Concha Caballero

No logro sacudirme la impresión de que nos equivocamos al tratar estos crímenes. Hay peligrosa banda de delincuentes que asesina anualmente a unas setenta personas. Existe un departamento especial contra estos crímenes e incluso una ley específica contra ese tipo de violencia. Incluso anualmente se celebra un día en el que miles de personas salen a la calle reclamando el fin de estos delitos.

Lo curioso es que cuando se cometen los asesinatos, la atención recae exclusivamente en las víctimas. Se escrutan su vida y sus relaciones. Se detalla la forma de morir y el tipo de relación que mantenían con el agresor. Suele destacarse la falta de prevención de la víctima respecto a su propia muerte: no denunció a tiempo, no mantuvo la distancia prudencial con el agresor.

Incluso, en algunos casos, se relata cómo el asesinato había sido la última acción de una cadena de maltrato que la víctima había soportado. Un tratamiento que no se emplea contra otros delitos. Jamás, en otros casos, se reprocha a la víctima el no haber sido lo suficientemente precavida contra la agresión, sin embargo, en estos, a la opinión pública le resultan pertinentes estos detalles. La enseñanza soterrada es que la víctima, si bien no es responsable, ha colaborado en cierto modo con su triste final.

Se trata de un crimen contra las mujeres, pero no “de las mujeres” sino de sus congéneres masculinos. No nos engañemos, ni la simple prevención individual, ni la denuncia del maltratador –absolutamente necesaria, por otra parte– nos salvará del crimen.

Lo extraño es el escaso esfuerzo que gastamos en conocer a esta banda de delincuentes, de sus cómplices en la comisión del crimen, de la ideología que los sustenta, de las redes sociales que los amparan. Incluso ahora que las víctimas han empezado a ser escandalosamente jóvenes, en vez de detectar y reeducar a los maltratadotes, nos limitamos a aconsejar precaución a las futuras víctimas: no seas confiada, no desveles tus claves de las redes sociales, no admitas merodeadores en tu vida real o virtual.

Incluso invitamos a las adolescentes a que, antes de caer rendidas de amor, depuren su concepto, sepan distinguir el control disfrazado de amor romántico del amor desinteresado que las quiere libres. Sin darnos cuenta, insistimos en la idea de que se trata de “un problema de mujeres”, cuando es el problema de algunos hombres.

No es extraño, por tanto, que los que cometen los crímenes no se consideren delincuentes sino víctimas de una enfermedad, de una fatalidad, de una cadena de acontecimientos que no controlaban. Incluso cuando ingresan en prisión, no asumen su condición de criminales. Se sienten radicalmente distintos a sus compañeros de celda que han matado en la pelea callejera o en un robo con violencia. Lo suyo ha sido el destino, la mala suerte de unas relaciones envenenadas, el impulso único e incontrolable del que no se sienten responsables.

Para luchar eficazmente contra el crimen, lo lógico es investigar los viveros en los que crece, estudiar su modus operandi y determinar posibles complicidades.

En las fiestas de medio país se baila al ritmo de canciones que llaman putas a las mujeres. En las redes sociales se escriben agresivos comentarios contra las mujeres (por cierto, no son las redes las responsables sino la ideología de quienes en ellas escriben). En las páginas webs se llaman feminazis a las mujeres que defienden sus derechos.

En los púlpitos de las iglesias se justifica la violación de las mujeres que abortan. Prestigiosos escritores lloran por la pérdida de la feminidad en las mujeres actuales. Hay cadenas y líneas editoriales completas que mantienen que la violencia de género es una ficción de la izquierda y que las verdaderas víctimas son los hombres calumniados y encarcelados injustamente.

En cualquier otro crimen, todos estos comportamientos se catalogarían como exaltación de la violencia, cooperación o inducción, pero en este país viven en una apariencia de realidad correcta, como si las calles de la vida fuesen artículos de la constitución debidamente ordenados y correctos.

El joven que manda un whatsapp amenazador a su pareja es un alumno aventajado de estas enseñanzas que, no por soterradas, son menos efectivas. El chico que controla a su amor no hace sino practicar las enseñanzas que le inculcan los miles de hombres que se rebelan contra la igualdad de las mujeres. El quinceañero que quiere restablecer la línea perdida del poder masculino ha aprendido de alguien ese rencor, esa añoranza.

Este no es un crimen solitario. El asesino no está solo en la escena del crimen. Lo acompañan los dioses furibundos del rencor y la cólera; lo alientan las voces resentidas con la igualdad, la ira de los reyes destronados. Cuando el asesino empuña el arma, recupera el viejo orden y vuelve a ser el dueño absoluto de la escena. No matan con el puñal, con la pistola o el martillo sino con el arsenal de las viejas ideas y con la furia de la supremacía arrebatada.

Por eso, resulta inútil y pueril tratar de proteger a las víctimas sin desarmar a los futuros asesinos. Es preciso volar los puentes de cualquier complicidad social y desarticular el mecanismo que fabrica estos clones perversos. La lucha contra este delito debe escribirse ahora en masculino.

Lo importante no es que las chicas aprendan a distinguir el amor de la posesión sino que los chicos aprendan una nueva sentimentalidad libre de complejos y de dominios. Es el nido del mal el que hay que reformar, no cargar de prevenciones y de miedos a las que empiezan a volar libres.

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