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¿Es de mala educación hablar de la desigualdad?

Imagen extraída del documental 'Inequality for all' de Robert Reich

Francesc Trillas

Cuando el Movimiento Occupy popularizó el lema “Somos el 99%”, muchos de nosotros pensamos que la idea de que las desigualdades de ingresos y de riqueza estaban aumentando de manera injusta y peligrosa era algo que nadie decente se atrevería ya a discutir. Estábamos equivocados, porque el economista norteamericano Gregory Mankiw, entre otros, ha argumentado recientemente que a su juicio no existe nada de injusto ni de peligroso en el aumento de las desigualdades. El lema mencionado popularizó el trabajo de economistas como Thomas Piketty y Emmanuel Saez, que habían utilizado datos de los registros de impuestos sugiriendo que el crecimiento económico en las últimas décadas había beneficiado desproporcionadamente a los segmentos más ricos (el 1%) de la sociedad. Esta evidencia, junto con la de que la movilidad económica a través de las generaciones es menor de lo que se había supuesto históricamente, y junto con el hecho de que la crisis económica estaba golpeando especialmente duro a los sectores más vulnerables de la sociedad en la periferia de Europa, parecía lo bastante incontrovertible como para que los pensadores y comentaristas conservadores prefirieran mirar a otra parte y tratar de distraer a la opinión pública con alguna otra dimensión política (como el nacionalismo o la religión, o la búsqueda de chivos expiatorios). Los libros de Thomas Piketty (“Le capital au XXIe siècle”), Branko Milanovic (“The Haves and the have-nots”) y Angus Deaton (“The Great Escape”) sobre la desigualdad, describieron los peligros de la desigualdad para la democracia, y confirmaron el diagnóstico de los artículos de revistas académicas: los “occupiers” tenían razón en movilizarse entorno a este tema. El debate parecía cerrado.

Las posibles razones para el aumento de la desigualdad en la mayoría de países de la OCDE incluyen la globalización, la tecnología, la desregulación, la ideología, la captura de la política y factores institucionales, como la reducción de la cobertura de los sindicatos. Mientras que la desigualdad de ingresos de mercado aumentó en las últimas décadas en muchos países, la redistribución a través de impuestos/transferencias se hizo menos eficaz, probablemente debido a la movilidad internacional del capital.

El crecimiento de la desigualdad no era universal. Las desigualdades en América Latina disminuyeron ligeramente en los últimos 30 años, según Lustig y co-autores, pero se mantienen en un nivel muy alto. Los ricos todavía tienen ahí una enorme influencia en la economía y en el proceso político. En Chile, por ejemplo, país habitualmente elogiado por su calidad institucional, uno de los hombres más ricos ha sido el presidente durante cuatro años, y las familias más ricas controlan casi todos los medios de comunicación tradicionales, que tienen un fuerte sesgo conservador y fuertemente ideológico, inspirado por la escuela de Chicago. La generalización de la democracia en la región ha erosionado la desigualdad, pero sólo ligeramente. Muchos hubieran esperado un impacto mucho más fuerte de la democracia en la desigualdad.

Los detalles exactos de los datos sobre las desigualdades son siempre polémicos, entre otras razones, precisamente porque los más ricos intentan ocultar a menudo sus fortunas. Cuando Oxfam difundió un informe diciendo que las 85 personas más ricas tenían la misma cantidad de dinero que los 3'5 mil millones más pobres, la ONG recibió enormes ataques cuestionando su metodología, por ejemplo de Tim Harford en el Financial Times. Es por eso que es muy importante que los mejores expertos participen en la recolección de datos y el ejercicio de reporte. Uno de los más impresionantes esfuerzos lo ha realizado el economista francés Thomas Piketty, y los datos reportados a continuación provienen de su reciente libro sobre la evolución de la capital (que está apoyado por esta página web con todo tipo de datos contrastables). De acuerdo con estos datos, hay una tendencia clara a que las personas más ricas del mundo vean sus ingresos crecer mucho más que los ingresos de la mayoría de las otras personas.

En el mismo período, los pobres no extremos en los países en desarrollo también aumentaron sus ingresos, pero las cifras de Piketty muestran claramente que el crecimiento de los ingresos de los más ricos, que viene de muy altas remuneraciones y de los rendimientos de capital, está en una liga aparte.

Pero, a pesar de la creciente preocupación por la desigualdad, Gregory Mankiw ha traído a las páginas de las revistas académicas (en el Journal of Economic Perspectives) lo que muchos hombres de negocios estaban diciendo en columnas de periódicos, tertulias derechistas de radio o televisión, cenas privadas, o en las salas de juntas: que las desigualdades son un aspecto inevitable o incluso beneficioso para el progreso económico, y por lo tanto los ricos deben luchar por ellas. Aunque Robert Solow ha respondido a Mankiw que el 1% ya se defiende bastante bien como para que necesite apoyos intelectuales, los economistas conservadores probablemente empezaron a creer que estaban perdiendo una batalla intelectual fundamental, que las estrategias de distracción no eran suficientes y que ya era hora de que dieran un paso adelante.

Los más serios argumentos de Mankiw son que las desigualdades son necesarias para los incentivos para fomentar el esfuerzo y la innovación, y que no es cierto que la desigualdad sea peligrosa para la democracia, porque los ricos están divididos en su apoyo a causas conservadoras o progresistas. Por tanto, deberíamos volver a un mundo “pre–Piketty”, de acuerdo con Mankiw, donde sea educado hablar de la necesidad de erradicar la pobreza, pero donde no se considere apropiado plantear la cuestión de la desigualdad. Debemos contentarnos, como Bill Gates, proclamando con optimismo que estamos a punto de erradicar la pobreza extrema (lo que también es dudoso).

Si bien es cierto que una sociedad radicalmente igualitarista en los resultados sería perjudicial para la creación de riqueza, es difícil argumentar que los incentivos monetarios (por ejemplo en la industria financiera) o la rentabilidad del capital de los más ricos que se han observado en las últimas décadas sean necesarios para la creación de valor. Incluso el típico argumento de que Steve Jobs y la gente como él merece ser extremadamente rica debe ser puesto en el contexto de que aprovechó muchas innovaciones (Internet, la pantalla táctil) que fueron desarrollados por el sector público, como ha señalado Mazzucato. En cualquier caso, no es cierto que existan las grandes fortunas por razones meritocráticas o de modo fundamental porque hay grandes estrellas que puedan vender fácilmente copias de lo que hacen a una base de consumidores más globalizada. Los principales ingresos provienen en su mayoría de ejecutivos de grandes empresas o fondos de inversión que como denota la crisis financiera aportan poco al bienestar social, o de herederos extremadamente ricos cuyos méritos se remontan a décadas atrás, o a generaciones anteriores, como argumentaron recientemente Krugman en su blog y Piketty en su libro.

El otro argumento principal utilizado por Mankiw es que no es cierto que la alta desigualdad sea un peligro para la democracia. El poder político de los ricos puede ser neutral si éstos apoyan tanto causas conservadoras como progresistas. Sin embargo, el hecho de que algunos apoyen a líderes o partidos no conservadores no implica que apoyen políticas progresistas o profundamente igualitarias. De hecho, hay muchos casos de ricos filántropos preocupados por la pobreza y la desnutrición infantil, pero no mucho acerca de la desigualdad como tal. Si apoyan a partidos o políticos progresistas puede ser para ganar popularidad, o para tenerles bajo control y para ejercer presión sobre ellos para que no caigan en las políticas que realmente erosionen la posición de los muy ricos.

Los intentos de capturar el proceso político pueden no ser automáticamente un éxito, pero a medida que las rentas del capital tienden a crecer más que las rentas del trabajo (según lo explicado por Piketty) la tendencia es a un riesgo creciente de una plutocracia: los enormemente ricos serán cada vez más capaces de comprar medios de comunicación, clubs deportivos, y tal vez incluso países enteros en el futuro, mientras que el control de sus fortunas puede escapar de las autoridades fiscales nacionales (Piketty calcula la evasión fiscal en un 10% del PIB mundial). La democracia no conduce a la reducción de la desigualdad tal vez porque la democracia no está funcionando lo suficientemente bien. Probablemente veremos en el futuro que personajes como Bill Gates, el cantante Bono o el entrenador de fútbol Josep Guardiola (amigo del presidente catalán de centro-derecha, del nuevo primer ministro italiano de centro izquierda, y de la familia real qatarí de naturaleza feudal) tendrán cada vez más peso en el proceso político, muchas veces promoviendo causas que les hacen populares, pero probablemente nunca cuestionando los mecanismos que les permitan amasar enormes fortunas. Hay razones pues para esperar el aumento de las presiones hacia la privatización de la política.

Es urgente e importante por lo tanto buscar fórmulas para fortalecer el control público del proceso político. La democracia está siendo una víctima de las crecientes desigualdades, y a la vez éstas sólo se pueden frenar mediante un mejor funcionamiento de la democracia. En el primer siglo de evolución del estado del bienestar, las instituciones basadas en el contrato social (impuestos, sindicatos, educación, salud pública, seguridad social) que construyeron una sociedad más cohesionada eran nacionales. Algunas podrán seguir siéndolo, pero con los mercados globalizados, deben desarrollarse nuevas instituciones que cumplan objetivos parecidos a escala internacional. Los Estados-nación no son suficientes para luchar contra el aumento de las desigualdades, ni para frenar la concentración de riqueza y de poder a escala planetaria. La política nacional es insuficiente y tiende al populismo, precisamente porque es en gran medida impotente: a la oferta de los plutócratas mediáticos se añade la demanda de una política nacional ineficaz que gesticula colaborando con las estrellas para parecer todavía relevante. Es hora de ponerse manos a la obra y establecer una auténtica agenda pública internacional.

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