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Participación política y clase social

Miguel Caínzos

La idea de que existe un grave distanciamiento entre políticos y ciudadanos se ha convertido en un lugar común. Los partidos establecidos y los políticos profesionales, se dice, han traicionado su función representativa. De buen grado o arrastrados por la lógica perversa de un sistema político disfuncional, han incurrido en el doble pecado de anteponer sus intereses a los de la gente del común y doblegarse ante las presiones de poderes (en particular, pero no solo, económicos) carentes de legitimidad democrática. Entre otras cosas, esto llevaría a situar en el centro de la agenda política asuntos que sólo interesan a la propia clase política o a grupos sociales y económicos privilegiados, ignorando las demandas y preocupaciones de la mayoría de los ciudadanos.

Este diagnóstico no es nuevo ni se aplica exclusivamente al caso español, sino que aparece recurrentemente en críticas a la democracia representativa construidas desde puntos de partida muy dispares. Algunas versiones insisten sobre todo en el carácter desigualitario del sistema, es decir, se preocupan no tanto por la brecha que, en general, pueda haber entre políticos y ciudadanos sino por la existencia de grandes desigualdades dentro de la ciudadanía en lo que respecta a la capacidad de influir en el proceso político.

A partir de aquí, el discurso puede seguir muy diversos derroteros, que van desde propuestas aviesamente tecnocráticas hasta el más franco populismo. Una visión más templada, que goza de bastante predicamento entre la izquierda, sostiene que el único modo de lograr que las demandas de la mayoría social (o, al menos, las de los grupos más desfavorecidos) adquieran visibilidad y se tengan en cuenta en la toma de decisiones es dar más protagonismo a los ciudadanos que se implican de manera activa en la esfera pública y participan aprovechando todo el repertorio de acción disponible. La idea es simple. La naturaleza sesgada y desigualitaria de la política representativa sólo puede ser corregida y compensada mediante la política participativa; y si los políticos ya no representan a los ciudadanos, es preciso escuchar lo que dicen los ciudadanos que hablan y actúan.

Ahora bien, llegados a este punto, parece razonable preguntarse quiénes son esos ciudadanos que hablan y actúan, qué grado de presencia tienen entre ellos las clases y categorías sociales con menos recursos, cómo de “representativos” de la ciudadanía son quienes participan activamente en política y, en definitiva, en qué medida escuchar su voz corrige los sesgos de la política institucionalizada o añade otros nuevos.

No parece difícil responder. Uno de los resultados más sólidos de la investigación sobre comportamiento político es la constatación de la persistencia a través del tiempo y del espacio de un claro patrón de desigualdad en la participación política. Hace más de tres décadas, en una síntesis de la investigación acumulada hasta entonces sobre el tema, Milbrath y Goel concluían que “las personas de clase alta tienen mayor probabilidad de participar en política que las personas de clase baja”; “es casi universalmente cierto que las personas más prósperas [esto es, con mayores ingresos] tienen mayor probabilidad de participar en política que las menos prósperas”; “la gente con niveles más elevados de educación tiende a participar en mayor medida que la que tiene menos educación”; y “las personas con estatus ocupacional más alto tienen mayor probabilidad de participar en política” (en particular, “los profesionales tienen la probabilidad más alta de implicarse”).

El grueso de la investigación realizada desde entonces permite afirmar que el estado de cosas descrito por Milbrath y Goel sigue vigente en lo esencial. También en España y en Europa, como he tratado de mostrar en varios trabajos en que se registran importantes desigualdades participativas según clase, sector de empleo, relación con la actividad, nivel educativo y nivel de ingresos del hogar.

Los tres gráficos que acompañan este texto permiten calibrar de una manera sencilla las desigualdades en uno de estos ejes, el de la clase. En ellos se contrastan los niveles de participación de la clase profesional-directiva y de la clase trabajadora. El gráfico 1 se refiere a participación a lo largo de los doce meses anteriores al momento de la entrevista, esto es, de manera aproximada, a lo largo del año 2007. En el gráfico 2 se presentan datos más recientes, pero relativos a la participación a lo largo de toda la vida del entrevistado. Finalmente, el gráfico 3 da cuenta de los niveles de pertenencia a diversos tipos de asociaciones.

El mensaje que se extrae del examen de los gráficos es claro: los profesionales y directivos participan en medida mucho mayor que los trabajadores manuales sea cual sea la forma de actividad política que consideremos. También tienen una probabilidad mucho más alta de pertenecer a asociaciones de carácter político. En suma, la sobrerrepresentación de la clase profesional-directiva e infrarrepresentación de la clase trabajadora en todas las formas de participación política es manifiesta.

El mismo resultado se observa si se consultan datos sobre implicación en episodios de movilización ciudadana concretos. Veamos un ejemplo. Alrededor de un 10% de los entrevistados en la encuesta post-electoral realizada por el CIS tras las elecciones generales de 2011 declaran haber participado en alguna actividad relacionada con el “movimiento del 15-M”. El porcentaje asciende hasta algo más del 17% entre los miembros de la clase profesional-directiva, pero es diez puntos menor (7%) entre los entrevistados de clase trabajadora.

Desigualdades de magnitud similar o mayor a las que encontramos entre clases se hallan según otros ejes de desigualdad, muy particularmente según niveles de estudios. Y la misma pauta aparece si se examinan datos sobre implicación a través de mecanismos formales de participación ciudadana, como los que están disponibles en la vida política municipal.

A mi juicio, se puede afirmar que, con independencia de las muchas virtudes de la participación activa de los ciudadanos, la idea de que escuchar y atender las demandas de los “ciudadanos activos” puede ayudar a corregir las insuficiencias y sesgos del proceso representativo es demasiado optimista. Más bien, los datos disponibles invitan a pensar que lo que tendremos será una acumulación de sesgos. A la privilegiada capacidad de influencia de las élites económicas se añadirá la singular presencia de las clases profesionales en la esfera pública. Pero las clases trabajadoras, los ciudadanos con niveles de estudio más bajos o las personas pertenecientes a hogares con menores ingresos seguirán estando menos presentes en la vida política y cabe suponer que también lo estarán sus demandas y aspiraciones.

¿Quiere esto decir que el impulso de la participación política de los ciudadanos es indeseable, que los políticos deben ignorar sistemáticamente “la voz de la calle” o que una ciudadanía activa es algo de lo que se pueda prescindir en una democracia representativa? En absoluto; en realidad, todo lo contrario. Lo que quiere decir es que, del mismo modo que los mecanismos de representación sólo pueden funcionar adecuadamente en un marco institucional adecuado, la participación de los ciudadanos en términos igualitarios requiere el cumplimiento de condiciones económicas, sociales y políticas que no es posible dar por supuesto sino que hay que crear. Y eso significa, muy especialmente, combatir las desigualdades que anteceden a la desigualdad política. También aquí, como en tantos otros terrenos, hay que construir las condiciones materiales de la libertad.

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