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“I don't want to choose!”

Daniel Guerra Sesma

  • El autor comenta la conversación de Francesc Trillas con Stéphane Dion y afirma que una interpretación flexible del artículo 92.1 de la Constitución española permitiría preguntar a una parte del territorio si quiere separarse o no, siempre que exista una voluntad clara en ese sentido y se hace legalmente y de forma acordada con el Estado.

El pasado mes de marzo España tuve la suerte de escuchar directamente a Stéphane Dion en diversos actos, invitado por la asociación Federalistes d´Esquerres. Dion explicó en ellos su tesis sobre el federalismo como organización territorial del Estado y como integración de identidades colectivas. Una de esas actividades fue una interesante conversación con Francesc Trillas, profesor de Economía de la UAB y miembro de dicha asociación. De la misma querría destacar algunos aspectos que me parecen oportunos en el debate sobre la cuestión territorial en España.

1.- En primer lugar, la vinculación que establece Trillas entre el federalismo en España y en Europa. En efecto, no podemos aislar el debate territorial español del proceso de construcción europea, que vive ahora una fase indefinida hacia una confederación implícita, no reconocida en los tratados constitutivos y dirigida por Alemania. La Unión Europea se encuentra en una profunda crisis económica y en un lento avance institucional, lo que frena su progreso político y nos obliga a plantearnos a nivel nacional algunas cuestiones que ya deberían estar superadas e integradas en un proceso de ámbito continental. Más que discutir si España debe ser o no un Estado federal, tendríamos que estar discutiendo si lo debe ser Europa.

En la entrevista, Stéphane Dion echa de menos, comparándolo con los EE.UU., un proceso constituyente y un gobierno europeos. La constitución federal de los EE.UU. partía en 1787 de la unión de trece colonias británicas con una misma cultura. En el caso de Europa, se trataría de unir Estados nacionales con unas diferencias culturales e históricas muy arraigadas, lo que limita las posibilidades de una auténtica constitución federal.

2.- En segundo lugar, Dion dedica una parte de su análisis a los riesgos de un referéndum de autodeterminación. Uno de ellos sería el de obligar a elegir a ciudadanos con identidad dual (“I don´t want to choose!”, llega a exclamar), a tener que elegir entre el padre y la madre. Desde un punto de vista lógico este argumento muestra una cierta debilidad, porque entonces podríamos preguntarnos si en nuestro caso no corremos el riesgo inverso con los ciudadanos de identidad única distinta a la española, a los que se les obliga a permanecer en un Estado que no quieren.

Es cierto, como dice Dion por propia experiencia, que a veces los nacionalistas son insaciables. También lo decía Ortega. La estrategia quebequesa era repetir el referéndum hasta que se ganara, aunque ahora arrían velas por sus bajas expectativas electorales. Pero el propio Dion contempló la opción del referéndum con sus preguntas a la Corte Suprema en 1997 y 1998, dando lugar a una doctrina que lo permite condicionalmente. De acuerdo con la misma, parece razonable preguntar a una parte del territorio si quiere separarse o no, siempre que exista una voluntad clara en ese sentido y se hace legalmente y de forma acordada con el Estado.

En España, el único argumento consistente contra el referéndum catalán hasta la fecha ha sido el del impedimento legal, que no es poco. Pero políticamente es difícil negar a una parte del pueblo español a que se exprese sobre su continuidad dentro del mismo cuando de forma inequívoca lo está reclamando. Y, además, sería clarificador para todos. Así lo entendió Canadá, en las condiciones planteadas por la Corte, y así lo han entendido también los partidos ingleses. En nuestro caso, una reforma o una interpretación flexible del artículo 92.1 de la Constitución lo podrían permitir. No así la cesión, más problemática, de las competencias de autorización, convocatoria y organización del referéndum por aplicación del 150.2 CE, como pidieron algunos partidos catalanes en las Cortes.

3.- Sin definir expresamente su federalismo como plurinacional, Dion lo explica no sólo como fórmula de organización territorial del poder sino también de integración de identidades colectivas diversas, que gozarían de “máxima autonomía”. Habría que delimitar esta pluralidad cultural y cuál sería su reconocimiento político. Por ejemplo, si supondría la quiebra de la soberanía nacional actual y el reconocimiento de las nacionalidades culturales como naciones políticas dentro de un Estado confederal. Si fuera así, habría que concluir que el federalismo plurinacional es inviable en España, porque la nacionalidad dominante, de matriz castellana, no aceptará su conversión en un Estado plurinacional. La orientación de la opinión pública española que se manifiesta en las encuestas, cada vez más centralista, es inversa a la catalana, cada vez más nacionalista, lo que augura un divorcio ciudadano que acompaña al de los actores políticos respectivos y una difícil resolución definitiva del problema.

En el caso de Canadá, Will Kymlicka apela al liberalismo de la nacionalidad dominante para su conversión en Estado plurinacional, lo que no deja de ser un ejercicio voluntarista. En España quizá sería posible un federalismo orgánico como evolución del Estado autonómico actual, pero veo improbable un federalismo de soberanías compartidas. Los españoles, en general, aceptamos bien la diversidad procedente del exterior y enfatizamos la local y la regional, pero no encajamos de buen grado una posible diversidad nacional. En este sentido, es interesante el punto de vista de Trillas cuando dice que los ciudadanos catalanes reconocen mejor la pluralidad cultural al convivir entre dos lenguas mayoritarias, mientras que la nacionalidad dominante en el resto del país, de matriz castellana, sólo convive con una. Otra cosa es que los nacionalismos periféricos admitan sinceramente en sus territorios la misma diversidad cultural y lingüística que luego le exigen a España.

4.- Dion defiende que Canadá, Reino Unido o España son Estados democráticos con suficiente viabilidad como para convencer a quebequeses, escoceses y catalanes a que permanezcan en ellos. En un contexto de dominio de tres Estados imperiales (EE.UU., China y Rusia) y de fuerte integración regional (UE, ALBA, Mercosur, NAFTA), destaca la conveniencia de vivir juntos y no separados por pequeñas fronteras. En esta línea, Dion recuerda que la defensa de la unidad estatal no es sólo un principio del unitarismo, sino también del federalismo moderno. Ninguna de las constituciones federales actuales reconoce el derecho de secesión o de autodeterminación, pero en cambio sí establecen que los asuntos comunes, especialmente los territoriales, afectan a todos los ciudadanos, no sólo a una parte de ellos. Las normas constitucionales que consagran el principio unitario también pueden ser democráticas y surgir de la voluntad popular, por lo que no pueden contraponerse a los deseos de independencia de parte de sus ciudadanos como si fueran una mera imposición legal caída del cielo o de origen divino. Esa disyuntiva entre “ley versus democracia” que algunos proclaman es falaz, porque tan democrática puede ser la voluntad de permanecer unidos como la de separarse.

Sin embargo, estos argumentos políticos son muy razonables contra la independencia, pero entiendo que insuficientes contra la celebración de un referéndum en Cataluña.

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