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La crisis noquea a Dilma Rousseff
En la avenida Paulista, la gran arteria económica y financiera de Brasil, con centros comerciales abarrotados pese a la crisis y negocios siempre en marcha en los rascacielos ultramodernos, hay un nombre imposible de pronunciar sin provocar aspavientos y una catarata de reproches.
Este nombre es Dilma Rousseff, presidenta de Brasil, reelegida hace menos de un año.
Los dirigentes patronales, los financieros y todos los grandes medios de comunicación —con Folha de São Paulo y O Estado de São Paulo, los venerables periódicos de referencia, a la cabeza— rugen las 24 horas al día contra Rousseff, encarnación misma del diablo que supuestamente ha desbaratado el sueño al alcance de la mano de convertir Brasil en una de las grandes potencias económicas del mundo, una meta que tenía incluso fecha: 2016, el año de los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro.
El mundo del dinero coquetea incluso con la idea de impeachment —destitución y procesamiento de la presidenta— en informes y editoriales, pero la avenida Paulista ha sido tomada también por centenares de miles de personas exigiendo la dimisión de la mandataria, convertida en epicentro de un movimiento impulsado por las clases medias urbanas de todo el país. Y no hay día que no albergue alguna concentración de obreros en huelga, con sindicalistas que parecen imitar al primer Lula, montados en atriles improvisados, vociferando indignación arropados por obreros en huelga que exhiben carteles contra el ministro de Hacienda, Joaquim Levy, y también contra la presidenta: “Dilma miente”.
Los ricos, las clases medias y los trabajadores han abandonado simultáneamente a Rousseff, que lucha por su supervivencia política e incluso por la del Partido de los Trabajadores (PT), una de las formaciones tradicionalmente más poderosas de la izquierda latinoamericana, que Luiz Inacio Lula da Silva condujo hasta la histórica victoria electoral de 2003. En octubre de 2014, Rousseff fue reelegida con el 51,6% de los votos. Hoy las encuestas la sitúan invariablemente por debajo del 8%.
Doble sueño
Entre medio, el país despertó de un doble sueño estupendo: el supuesto milagro económico que iba a situarlo en la élite económica mundial y el supuesto milagro social que permitía que todos ganasen a la vez, ricos y pobres, con un modelo desarrollista basado en la explosión de la demanda —alimentada con el crédito fácil y vehiculada hacia la industria nacional—, una maquinaria alimentada con la exportación de materias primas y la gasolina de Petrobras, la petrolera estatal, clave para explicar tanto el auge como la caída del modelo Brasil.
El despertar del sueño ha sido muy abrupto: en 2010, ya en plena crisis mundial, el producto interior bruto brasileño crecía aún el 7,6% y ahora cae el 2%; el superávit comercial superaba los 20.000 millones de dólares y ahora el déficit es de 40.000; se crearon dos millones de puestos de trabajo y ahora se destruyen 150.000 al mes... En un año la divisa se ha depreciado más del 60%, lo que ha encaramado la inflación por encima del 7,5%. Y con este cuadro macroeconómico —y una deuda pública que se acerca peligrosamente al 70% del PIB—, Standard & Poor’s ha degradado Brasil a bono basura, lo que a su vez aumenta la dificultad de financiación justo cuando todas las fuentes se secan.
La crisis está por todas partes, acapara todas las portadas, copa los informativos. Y el Gobierno de Rousseff y el PT están solos, sin mayoría parlamentaria —depende del derechista PMBD, conectado a redes evangélicas—, abandonados por sus bases y contando entre sus escasos apoyos a Fernando Collor de Mello, el ex presidente neoliberal destituido por corrupción en 1992.
Los editoriales de la prensa de referencia y los economistas ortodoxos responsabilizan de la situación a la “incompetencia” de Dilma Rousseff, que en el año electoral de 2014 habría recalentado demasiado el motor con planes sociales con la mirada puesta en la reelección cuando ya sonaban todas las alarmas de agotamiento de un modelo que, como siempre que se fía al crédito, genera burbujas que acaban pinchando. Pero más allá de las dinámicas más o menos previsibles, a Rousseff le han estallado otros dos artefactos de altísimo voltaje que han acabado provocando la tormenta perfecta: las turbulencias de China y la crisis de Petrobras, envuelta en un escándalo de corrupción al tiempo que se hundía el precio del petróleo.
La vinculación entre el milagro brasileño y China es muy importante porque el gigante asiático se convirtió en el primer socio comercial del país latinoamericano en 2009, tras superar a EE UU en una dinámica de vértigo: en 2001, las exportaciones a China sumaban apenas 1.900 millones de dólares; en 2009 superaban ya los 20.000 y en 2013 llegaron al récord de 46.000. Pero luego el tigre se constipó, el precio de las materias primas se hundió y el que ha acabado enfermando es Brasil.
La crisis de Petrobras es igualmente importante: no se trata de una compañía al uso, sino de un puntal para el modelo y la financiación de sus programas sociales. Las acusaciones de corrupción —hay indicios muy serios de desvío de fondos en beneficio del PT— y la caída del precio internacional del petróleo amenazan a la compañía, que se ha visto forzada a apretar el freno, con una gran repercusión para el conjunto de la economía: la Fundación Getulio Vargas, estima el impacto en 27.000 millones de dólares sólo en 2015 —de ellos, 8.700 millones en inversión directa— y 190.000 puestos de trabajo perdidos sólo en el sector de la construcción. La consultora GO Asociados eleva el impacto global a un mínimo de 39.000 millones.
Indignados
El aroma de corrupción después de más de una década del PT en el poder va mucho más allá de Petrobras y ha empezado a cercar al ídolo Lula por la vía del hijo —“un Messi de los negocios”, según la definición paterna— y también del histórico número dos del mandatario, José Dirceu, antaño todopoderoso y hoy entre rejas. En este marasmo de corrupción y agotamiento del modelo irrumpieron con fuerza, en 2013, los indignados de Brasil, en buena medida inspirados por el 15-M español. Los jóvenes ocuparon las calles, pero hoy se han visto desbordados por gigantescas manifestaciones de la clase media a la que se ha ido adosando una variopinta ristra de opositores, en ocasiones abiertamente reaccionarios, que incluye hasta a nostálgicos de la dictadura. Visto lo visto, los indignados originales se quedan ahora en casa: “A los grandes poderes les ha ido muy bien con el PT, pero ahora les ha salido el odio de clase y quieren arrasar no sólo a Dilma, sino al partido”, opina Daniel Biral, fundador de Abogados Activistas, surgido de la energía de 2013, muy descontento con la deriva del PT pero que reconoce su papel en la transformación de Brasil.
Las cifras en este sentido son tajantes: entre 2003 y 2012, la pobreza cayó el 55% (y la extrema, el 65%), los salarios subieron el 35% y el salario mínimo se dobló.
Rousseff fue reelegida en 2014 con la bandera de la izquierda, pero tras los comicios nombró ministro de Hacienda a Joaquim Levy, banquero de Bradesco, el segundo banco privado del país, con la esperanza de que aplacara los mercados. Levy exige recortes y Rousseff se resiste, pero mientras tanto los mercados gritan, los poderosos chillan y las bases del PT están ocupadas cavando trincheras con las banderas ¡No a la austeridad! y ¡Fuera Levy!
Rousseff se ha quedado sola en el ring.
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