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Angelina Gatell: “Los últimos testigos de la guerra no podemos callar sobre aquello”

Angelina Gatell

Miguel A. Ortega Lucas

“Molestaba”, pero no se calló nunca. Angelina Gatell (Barcelona, 1926), poetisa en carne viva, no se calló jamás: a costa de acabar siendo, como ella misma bromea, “la mujer más echada de España” durante el franquismo. Lo vio todo siendo aún niña, en la Cataluña de la guerra y las caravanas al exilio. En Valencia, de adolescente, colaboró en la clandestinidad con el Socorro Rojo Internacional; y fundó con su marido, Eduardo Sánchez, uno de los primeros teatros de cámara de España: El Paraíso. Creció como escritora, traductora, actriz y profesional del doblaje por sus propios medios: para toparse una y otra vez contra el medio único de entonces, que la vetó al no poder comprarla (y todavía, a veces, se lo recuerda). Se “cargaron” su vida, asegura. Pero la lucidez y el arrojo que sigue abanderando a sus 88 años lo desmienten en absoluto.

Superviviente es, quizás, el apelativo que más justicia puede hacer a esta mujer que se consideró siempre, y a pesar de tanto, “absolutamente libre” porque “la libertad está contigo y no te la tiene que conceder nadie, la llevas tú”. Molestaba, hace ya más de medio siglo, y sigue molestando hoy a algunos resistiéndose a olvidar en sus más recientes libros: en sus Memorias y desmemorias (Aisge, T&B Editores), por ejemplo. O en Cenizas en los labios (Bartleby), lacerante retablo poético en que levanta acta de los amores de su vida “en la ciudad que se llamó posguerra”.

¿Cómo recuerda todo aquello, hoy día?

Yo aún no había cumplido cinco años cuando se proclamó la República; y sin embargo recuerdo perfectamente ir a hombros de mi padre por las Ramblas de Barcelona aquel día, y con mi hermano mayor. Recuerdo incluso el aroma que venía del mar, el aire; con una enorme claridad. Me impresionó aquella multitud de gente, las banderas… Me tuvo que impresionar forzosamente. Siempre he tenido la convicción de que en aquel momento yo me sentí unida a algo, a alguien, y no te creas que es literatura. Yo supe que pertenecía a aquella gente.

Aquella infancia, ¿cómo fue?

Muy dura. Mi padre era charolista, curtidor (todos los hombres de mi familia fueron charolistas; las mujeres, tejedoras), e inmediatamente después de proclamarse la República se declaró el cierre empresarial en Barcelona y fue despedido. Yo comí siempre en comedores públicos, antes y durante la República. La guerra fue muy dura, pero la posguerra fue más dura todavía. Porque una guerra siempre lleva consigo algo grandioso al menos, algo de esperanza. Pero la posguerra no tenía nada de grandioso. Era la consciencia de que éramos vencidos, de que nunca levantaríamos cabeza. Por eso, cuando ahora se protesta sobre lo que se cedió [en la Transición], yo estoy de acuerdo. Porque yo fui de cárcel en cárcel y de cementerio en cementerio. Mi hijo Eduardo estuvo preso y una de las cosas que tengo muy clavadas es que no conseguimos que se hiciera un juicio para que se aclarase aquello de una maldita vez. Pero no quisieron, ni los unos ni los otros… Había mucho miedo, todavía en democracia. Un día le dije a alguien -que ha muerto hace poco-: “Es que mi hijo va a tener que arrastrar esto toda su vida”. Y ella me respondió: “Da gracias a que tienes hijo, porque otras lo tenemos muerto”.

Hoy se juzga quizás muy a la ligera todo lo de entonces; ¿cómo podía ser la vida de alguien señalado durante la dictadura? señalado

Muy difícil. Porque ellos no olvidaron nunca a quién tenían enfrente… Yo fui Premio Valencia de poesía en 1954, por un libro llamado Poema del soldado. Sucedió que en tres años consecutivos premiaron libros de mujeres, de los primeros en España (en el 53 fue María Beneyto). Y cuando abrieron la plica… “¡Otra mujer! ¡Tres seguidas!”… Quisieron quitármelo. Pero alguien que había en el jurado, pariente de la familia Gaos, se puso brava: “Se publica”… Luego me hicieron una entrevista en Radio Mediterráneo, y dije que mi libro, de religioso –como ellos lo entendían– nada, porque yo no era creyente: era un libro imprecatorio, de exigencia de cuentas a Dios… También me ofrecieron hacer una serie de reportajes para el periódico Las Provincias, sobre el tema de la mujer en África… Sólo llegué a publicar cuatro, porque hablé de los movimientos en Ceuta y Melilla. Ya caí muy mal en Valencia. Y me negaron el pan y la sal.

Y se trasladaron a Madrid.

Lo pasé mal al principio, pero tenía muchos amigos. Y cuando empecé a tener un nombrecito como actriz y como guionista [en RNE y TVE]… firmé cierto documento [la carta de los intelectuales al ministro Fraga, en 1963, a raíz de los crímenes sufridos por mineros asturianos y sus familias]. Un alto cargo ministerial me llamó a su despacho, donde tuvimos una conversación muy interesante en la que me sugirió que, si yo publicaba una carta diciendo haber sido engañada para firmar ese manifiesto, mi relación con TVE podría ser mucho más próspera a partir de entonces. Decliné la oferta -por decirlo suave-. Un año después, ya en el 64, TVE me aceptó el guión de una biografía novelada de Marie Curie en cinco capítulos; pero en el último momento suspendieron la emisión… La emitieron un año después de esto, pero firmada por otra persona. Lo cual me llevó entonces, cuando exigí una reparación -que conseguí-, al jefe de Programación de TVE: un hombre de espléndidos ojos verdes llamado Adolfo Suárez, que también me aconsejó que “me dejara de firmitas”. Le dije: “Perdone pero tengo treinta y ocho años, y actuaré según mi conciencia”. No volví a trabajar para TVE.

Sí que molestaba, sí…

Y aún hoy… Porque no se dan cuenta algunos de que ciertas historias no se han terminado. De que, mientras los huesos de los muertos estén en las cunetas, no se ha terminado la guerra. Hoy oí en la televisión que creían haber encontrado los restos de una muchacha desaparecida, pero no; y decía el periodista: “Una pesadilla que dura cinco años”. La nuestra dura setenta y cinco. Y es la misma pesadilla. Yo vi el éxodo de los republicanos [en la comarca del Vallés, en Barcelona]. Yo vi caer a la gente muerta por los caminos… Un día, un hombre, con los pies envueltos en trapos ensangrentados, se detuvo en la puerta de la casa en que nos refugiamos. Me dijo: “Niña, dame algo de comer, que no puedo más”. Le dimos algunas cosas, de lo poco que teníamos. Lo estoy viendo perfectamente, cómo dejó el fusil apoyado en un árbol. De repente se oyeron unos disparos. Le dijo a mi padre: “¿Oyes? Son ellos. Nos vienen siguiendo los talones, ya están aquí”. Le preguntó mi padre: ¿Qué vas a hacer? Y el hombre respondió (esto lo tengo yo clavado en el corazón desde entonces): “Me queda una bala, y será para mí”. Al irse me acarició el pelo. No sé qué fue de él.

No sé si te imaginas lo que es eso para una niña de doce años y medio que yo tenía.

…Pues no lo sé, no…

No, no puedes. Porque no se lo imagina nadie. Aquello está todo lleno de huesos de gente que caía muerta. Los ponían al lado de la carretera, con una manta encima. Y los que venían detrás, dejaban que se alejaran un poco los familiares y cogían la manta, porque tenían que abrigarse… Por eso te digo que nosotros somos los últimos testigos de aquello, y no podemos dejar de hablar.

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