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El Papa rojo y el comunista chino convertido
Dicen que todos los caminos llevan a Roma... Resulta muy raro que un régimen político no se plantee en absoluto la cuestión religiosa. En unos casos, porque busca la bendición de un supuesto derecho divino que utilizará para sacralizar sus arbitrariedades y perseguir inquisitorialmente a sus disidentes. En otros, porque se erige como adversario impenitente frente a la creencia institucionalizada, a través de un pulso mantenido con las autoridades religiosas y con sus seguidores. Solo allí donde prevalecen o bien la sabia tolerancia ilustrada, o bien el pragmatismo más realista, es posible una convivencia entre los dos poderes al menos aparentemente aceptable. Hoy dan muestras de ello dos personajes que podrían parecer antagónicos: Xi Jinping, el presidente chino, y el Papa Francisco.
Tras batir todos los récords en materia de popularidad, aventajando casi al gigante Wojtyla, Bergoglio aspira ahora a emular sus proezas en lo que se denominó la Ostpolitik. El desafío no es ya el Telón de Acero, sino la Gran Muralla. Así lo ha explicado Chiaretto Yan en una reciente obra que ha contado con la promoción de Radio Vaticana. Desde que Francisco determinara reanudar relaciones con el Imperio Rojo, se han ido sembrando semillas que hoy parecen a punto de germinar: el horizonte de un histórico acuerdo entre Roma y Pekín está cada día más cerca. Uno de los primeros indicios en esta dirección fue el rechazo del Pontífice a un encuentro con el Dalai Lama en diciembre de 2014, y uno de los últimos, el pasado 19 de marzo, ha sido dejar vacante la sede de la nunciatura en Taiwán como deferencia hacia China.
El Partido Comunista Chino (PCC) nunca se ha caracterizado por su fervor devocional, y el Vaticano parecía hasta hace poco antagónico a la hoz y el martillo, pero quizá los tiempos han cambiado… “Gato negro, gato blanco… ¿qué más da? Lo importante es que cace ratones” –decía Deng Xiaoping. Tal ha sido el éxito de este lema que, si hace falta, el gato va a terminar rezando. Ya se sabe, “a Dios rogando…” y con el mazo típico de las figuras decorativas chinas. Lo malo es que, cuando golpea, ese mazo duele bastante.
Así me lo manifestó el Cardenal Joseph Zen en una entrevista, el pasado mes de abril, donde hablaba de iglesias derribadas, clérigos detenidos y hasta un obispo desaparecido. Con una energía que suavizaba los profundos surcos de su rostro octogenario, este demócrata, amigo y amparador de disidentes, me dijo que no se fía un pelo del “diálogo” con el PCC. “China nunca ha firmado un acuerdo con un grupo religioso que en último término no haya significado su control”, me ratificó poco después Albert Ho, un histórico luchador por las libertades en la República Popular.
Aunque no existen estadísticas fiables, la mayoría de los informes calculan que el Gigante Oriental alberga entre 9 y 12 millones de católicos, la mitad de los cuales pertenecen a la Asociación Católica Patriótica controlada por el régimen y no reconocida por Roma; el resto se mantiene en la clandestinidad. La Constitución defiende formalmente la libertad religiosa, pero el Gobierno chino repudia cualquier injerencia del Vaticano como contraria a su soberanía y exige “la adaptación de las religiones al socialismo”. Esta condición significa, concretamente, “la obligación de amar a la patria, abrazar el sistema socialista, apoyar el liderazgo del PCC, someterse a la legislación nacional, sus normas y políticas, subordinarse a los intereses del Estado y servirlos por encima de todo” –en palabras del expresidente Jiang Zemin.
Ahora bien, ello implica que el Cardenal Zen debería estar arrestado hace ya mucho tiempo. Este anciano, venerado por los opositores al régimen, ha pateado las calles de Hong Kong en más de una marcha por la democracia, y durante las ocupaciones de los paraguas durmió en el suelo como expresión de su compromiso con la democracia, frente al silencio de una parte de la jerarquía católica. Desde que en octubre de 2015 una comisión vaticana visitara Pekín, Zen no concilia el sueño; las negociaciones le parecen “intoxicadas”: “¿Cómo se puede hablar de ‘diálogo’ cuando ahora mismo ni siquiera sabemos si uno de nuestros obispos está vivo o muerto? Además, ¿sería aceptable que el Papa delegara parte de sus competencias en un Gobierno ateo?”.
Bergoglio está roturando muchos nuevos caminos para la Iglesia del siglo XXI, pero éste parece trazado en el borde del precipicio. Durante su primera entrevista sobre China concedida a Asia Times el pasado 28 de enero, el Pontífice amonestaba a “no temer” la emergencia del Gran Dragón y ponderaba las riquezas de su civilización, sin atreverse a mencionar siquiera sus excesos en materia de derechos humanos.
Por si no fuera poco con el desconcierto que han producido estas declaraciones, el mundo católico acaba de ser sobresaltado por la repentina “conversión” del obispo de Shanghái a la Iglesia Patriótica. En 2012, tras erigirse como estandarte de los fieles martirizados por su desafío al régimen, Monseñor Ma Daqin fue sometido a arresto domiciliario en completo aislamiento. Así reproducía en sus carnes su favorita cita de Mandela: “Las cadenas de mi pueblo son mis propias cadenas”. El pasado 12 de junio, tras casi cuatro años de reclusión, el Obispo se ha “arrepentido” de su rebeldía, ante el escándalo de sus fieles y el inquietante silencio de Roma. Nadie sabe todavía con certeza qué hay detrás de esta confesión: ¿manipulación?, ¿imposición?, ¿desesperación ante la tortura?... Un obispo del sur de China ha apuntado: “Espero que el Vaticano no se encuentre detrás de esto…”“.
Zen acaba de reiterar en Facebook que apostar por un falso entendimiento con un régimen totalitario sería un gravísimo error. Y añade: “El día –seguramente próximo- en que se firme un acuerdo entre el Vaticano y Pekín, animaré a los católicos a preguntar a su conciencia qué deben hacer. Para salir de una situación así quizá el único camino sea regresar a las catacumbas”.
La imagen de un Papa que se viste de rojo y de un comunista que abre la puerta a Roma es, sin duda, desconcertante. Bosqueja un escenario de incertidumbre donde nadie debería precipitarse y comenzar ingenuamente a aplaudir.