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Cuando no tienes ni idea de qué es la PAH

Stop Desahucios

Ana I. Bernal Triviño

Hoy sería el día de escribir sobre los #PapelesCastellana pero yo voy a hablar de la PAH. ¿Por qué? Porque aunque existiesen disculpas por parte de cadena y de presentadora, en una televisión pública como Canal Sur se retiró la semana pasada una pancarta de una activista de la PAH. “Aquí no queremos ni pancartas, ni plataformas, ni nada”, le dijeron a Supercamen de PAH Málaga. Irrita una cadena donde se ha callado a la PAH pero donde, en cambio, se ha dado voz a Luis Pineda (Ausbanc).

Supongo que cuando alguien expresa en televisión que no quiere plataformas como éstas, desconoce todo lo que ocurre en una persona antes de llegar a la PAH. Cuando el buzón se llena, recibes las tropecientas llamadas del banco y las cartas bajo la puerta. Cuando el interlocutor avisa de que pases por la sucursal. Cuando te acuestas y recreas en tu cabeza las posibles preguntas y respuestas. Los qué me dirá, y los qué le digo. Cuando te levantas esa mañana, te miras en el espejo viendo en qué te has (han) convertido, y te vistes sin ganas, esperando cualquier hecho fortuito que retrase el encuentro. Cuando no desayunas, sales y cierras la puerta de tu casa… TU CASA, sin saber qué va a pasar con ella.

Ese encuentro en el portal con el vecino al que sonríes como si fuese el día más feliz de tu vida, para que no intuya nada. Abres la puerta del banco y te acercas a preguntar a una mesa. Te miran como si ya fueses culpable y dictaran sentencia. Te sientas en un rinconcito mientras te pesan todas las miradas. Y mascas el silencio, mientras observas los carteles de cruceros, cacerolas y de iPads. Un iPad, piensas… lo regalan y su precio es justo la mensualidad de tu hipoteca. Y se te agarra un pellizco con el otro anuncio de su obra social, esa con la que el banco limpia toda su mala imagen y suciedad. Y esperas. Y esperas. Y esperas… a la vez que cruzas los dedos para que no entre ningún conocido en la sucursal y te vea. Y, en ese caso, localizas una revista que sirva como escudo o trinchera. Por un momento, te gustaría cambiarte por el cliente que acaba de llegar, al que casi le ponen la alfombra roja y todos le honran.

Hasta que vienen en tu busca… Y ahí te sientes como el preso que llevan a su celda. El nudo del estómago ya casi te asfixia. El corazón se acelera. Bajas la cabeza. Inclinas el cuello y casi lo hundes entre los hombros hasta que desaparezca. Y ahí, cuando tendrías ganas de decir todo tal y como te sale, sin anestesia, de vomitar todo lo malo sobre la mesa… vas y te callas como en el banquillo de los acusados, mientras su voz con sus leyes, sus números que no entiendes y toda su verborrea pasa a ser sólo como la melodía de una radio que no escuchas, porque todos los problemas te aprisionan como cemento en la cabeza.

Sales de allí deseando ser invisible. Incluso percibes los cuchicheos y murmullos mientras mantienes la compostura y aceleras, sabiendo que ni siquiera sirve para huir de lo que te espera. Sientes a rebosar la vergüenza… Y luego ocurre una pausa tremenda en tu vida. Dices… ¿y para dónde tiro? Y por primera vez, cuando abres la puerta de casa, piensas que algún día unos policías tengan más derecho sobre ella. La cierras y ahí planteas casi preparar una trinchera.

Con la palabra banco brotando por encima de otras ideas, intentas dormir y te despiertas. Empiezas a hacer números… y eso que tú eras puramente de letras. Caminas casi en una hipnosis por la casa y por las aceras. Y empiezas a calcular qué llevarte cuando peguen a la puerta. Haces escalas de necesidades vitales. ¿Con qué no podría dejar de vivir? ¿Qué hago con la perra? ¿Me podré llevar un libro? ¿Sólo uno? ¿Cualquiera? ¿Me dará tiempo a vestirme? ¿Hay mudanza? ¿Salimos y dejamos todo en casa? Y luego ves los desahucios en la tele y compruebas que no sales de tu hogar, sino que te arrancan. Ves a un mendigo y paraliza pensar tener un techo de cartón y un suelo de colchón. Ves la noticia de un suicidio por desahucio y toda la cabeza se te ocupa con el dolor. Esto no es un relato. Ni un drama inventado. Esto es la VIDA. La que ha pasado por delante de nuestras narices. Ojalá la PAH hubiese existido desde mucho antes. Yo lo hubiese agradecido.

Yo me acerqué por PAH Barcelona un día y me dieron una rosa de papel amarilla y un abrazo. La gente llega como los árboles que son tronco y los perros que son hueso. Como jarrones de porcelana rotos, cuyos trocitos se encargan de pegar de nuevo. Como pajarillos con alas rotas a los que curan con esmero. Organizan el rompecabezas que ocupa tu mente. Y alimentan esa conciencia cuyas costillas se marcaban. Y te anclan a la vida. Con un cariño que no pregunta ni quién eres ni qué has hecho. ¿Cómo puede ser que algo tan básico recupere? Porque somos básicos. Porque la familia o los amigos se fueron. Porque no nos queda nada. Y, aunque nos cueste reconocerlo, necesitamos uno del otro. Ser clones o monigotes solitarios en esta vida, que te enseña sus garras y sus dientes, sólo lleva a la deriva.

Y entonces regresas al banco como nunca antes. Con la cabeza alta y con una mochila de derechos a cuestas. Ya sabes que la soledad no es imbatible ni tampoco el sentir vergüenza. Sabes que no te dejan en el precipicio, y que te dan una mano para que cuando te den el golpe, te sostengas. Y después de mucha pelea… formas parte de sus pequeñas victorias, que no salen en portada de los periódicos, esas que podían sustituir aquí a las noticias de Venezuela. La PAH salva tu vivienda, que al final es salvarte a ti mismo. Devuelven tu dignidad y la autoestima. Y si es necesario para tu nuevo hogar, te buscan desde un tostador para tener pan caliente hasta una cuchara para no comer con los dedos. Para sentirte parte, y no fuera.

Hace unas semanas veía en el cine la película sobre Ada Colau, Alcaldessa, y la acabé con un runruneo extraño, con una desazón difícil de gestionar. Y a mi lado, me dijeron: “Qué pena…” Yo asentí, a pesar de asumir que todo cambia y que todo tiene un precio. Porque, aún con un poco de escozor, hay que dejar marchar y avanzar, aunque por dentro no se quiera. Pero a esa persona le respondí que la PAH sigue. Eso es lo importante. Y mientras exista es porque el sistema continúa igual de ruin y repugnante.

Yo no quiero un mundo con medios de comunicación que den minutos a los logros de un banco, y a la vez silencien pancartas o plataformas. Porque hay pancartas y plataformas de causas justas y dignas. Porque sin la PAH una parte de la sociedad estaría literalmente muerta, y otra, vagabunda por las calles o en la cuneta del olvido. El activismo no es un delito. La PAH es lo más decente que han creado los ciudadanos de este país. Algo que todos deberíamos llevar con orgullo, y no señalar bajo estigmas ni manchar su nombre.

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