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El régimen del 78 barre unido bajo la alfombra
Hay una particularidad del sistema político español que, sobre todo en sus dos últimos libros (Por qué fracasó la democracia en España y La política en el ocaso de la clase media) señala Emmanuel Rodríguez: las élites de nuestro país no han sabido crear organismos de reproducción, al estilo de las Écoles Normales francesas, o en el Reino Unido de la London School of Economics y Oxbridge, eficaces dispositivos para la preservación del régimen, como, por cierto, analiza Owen Jones en The Establishment.
El pacto por arriba y la domesticación social que fue la transición no logró liquidar, antes al contrario, un sistema en manos de unas pocas familias, cuyos apellidos se repiten cansinamente en las últimas décadas.
Depredar los recursos públicos ha resultado de este modo una práctica bien sencilla, toda vez que los gestores de los grandes ayuntamientos no eran sino meras extensiones de las empresas que, en especial durante los años de la especulación urbanística, consiguieron elevar los índices económicos a nuestras mayores cotas. Ni siquiera en los ejercicios inmediatamente anteriores a la crisis de 2008 esos índices se tradujeron en un aumento de salarios ni en mayor inversión en servicios como la educación o la sanidad, siempre muy por debajo de la media de nuestro entorno.
Luego, esos mismos depredadores se encontraron con que tenían menos que repartirse, y en buena medida, como expone Rodríguez, se dedicaron a traicionarse unos a otros mediante un sinfín de filtraciones que hoy atestan nuestras fiscalías.
Desde hace unos años, sobre todo desde que Podemos y las candidaturas municipalistas se centraran en el asalto institucional que el 15M había reconocido como techo de cristal, el mantra de la regeneración ha subyacido a toda acción política. A nadie se le escapa que esa regeneración nunca llegará de la mano de los dos grandes partidos, PP y PSOE, ni desde luego de su comodín naranja, como tampoco del viejo PCE, con las siglas de IU o las que invente para recoger un imaginario social al que es del todo ajeno. En Málaga lo acabamos de ver de una manera vergonzosa.
Poco pueden hacer, desde una posición minoritaria y de oposición, las candidaturas del cambio que no ocupen gobiernos, como no sea incidir en dos cuestiones casi nimias de esa regeneración: la participación y la transparencia.
Málaga Ahora, tercera fuerza en el Ayuntamiento de Málaga, presentó en el mes de enero una moción para que el pleno aprobara fiscalizar las cuentas de todos los grupos municipales, al menos desde 2016. En una ciudad media como Málaga las asignaciones de los grupos ascienden a unos 100.000 euros anuales en el caso del menor (IU-Málaga para la Gente). Hagan cuentas si quieren averiguar cuánto del dinero de todas y todos ha ido a parar a esos grupos en casi 40 años de ayuntamientos democráticos, y después sorpréndanse con un dato: el Ayuntamiento de Málaga, como tantos otros, jamás ha fiscalizado las cuentas de ninguno de sus grupos.
Esto no sólo es contrario a la Ley de Transparencia, que por otro lado no establece mecanismos concretos para esa fiscalización, sino que además históricamente ha servido para desviar esas asignaciones al propio partido. La legislación actual establece el carácter finalista de esas asignaciones, por lo que su destino es únicamente mejorar el trabajo de los grupos en la corporación local, y no las actividades de sus correspondientes partidos.
Quizás no hace falta que lo diga: IU, Ciudadanos, PSOE y PP se negaron a que sus cuentas anteriores a 2017 fueran fiscalizadas. Y es que si la alfombra del Régimen del 78 es tan gruesa, se debe a que la han tejido entre todos ellos. Sin excepción.
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