Bob Dylan, el bardo sereno
Ande o no ande, burro grande. Este refrán bien puede aplicarse a cierta política cultural. Bob Dylan ya no llena grandes recintos pero las 2 últimas veces que ha pisado Zaragoza lo ha hecho en la Feria de Muestras, un auténtico exceso, y ahora en el pabellón Príncipe Felipe, que puede acoger a 9.000 personas. Se vendieron 2.500 entradas.
Es posible que esta circunstancia haya enfriado la primera mitad del concierto. El antiguo cantautor ofrece un espectáculo muy similar en los últimos meses. Todavía a oscuras, comienza a sonar la música, unos acordes que no dejan reconocer la canción. Se encienden las luces y Dylan comienza a cantar: “A worried man with a worried mind”.
No lo parece. Está firme en el escenario, con su habitual sombrero y manos en los bolsillos. Casi parece un cómico estadounidense, uno de esos judíos de stand-up que como quien no quiere la cosa amenizan una noche tras otra. “I used to care, but things have changed”. Exacto. Al terminar la canción, se retira del micrófono mientras ofrece un minibaile, como un abuelo en una boda, que sabe que sus movimientos arrancan sonrisas. La gente aplaude.
Durante las casi 2 horas de concierto, alterna canciones de sus últimos discos -en especial, Tempest- con viejos temas reinventados. She belongs to me, escrita hace 50 años, se transforma en una canción épica, gracias a la batería. Asoma la armónica, recuerdo de lo que un día fue esa canción. Lo mismo sucede con Tangled up in blue y Simple twist of fate. Tres viejas canciones, tres temas de amor que nunca pierden su magia.
La banda suena de maravilla pero hay demasiada testosterona. En décadas anteriores, había mujeres en instrumentos y segundas voces. Ahora, con el sonido country que imprime a todas sus canciones, le haría bien un toque femenino.
Durante la primera mitad del concierto, el público está frío hasta que reconoce un tema. Entonces aplaude, tal vez por la alegría de reconocerlo. Cuanto más reciente es la canción, menos desdibujada está.
Las luces se apagan al final de cada canción y el maestro se mueve del piano al micrófono de pie y viceversa. Según la canción, toma una u otra actitud. Hierático en las viejas canciones, sugerente en las versiones de Frank Sinatra, contundente en los temas de Tempest. Así lo hace en Pay in blood. Mano en el bolsillo, la fuerza sale de su garganta y de sutiles movimientos de cuerpo. Parece la banda sonora iracunda de True Detective.
Dylan está sereno. A veces parece que hable en lugar de cantar. Que dé una conferencia cien veces repetida, en cien ciudades diferentes. No tiene prisa por terminar. No parece estar a disgusto, tampoco que disfrute, salvo en momentos puntuales, que levanta los brazos y la voz. Es un profesional de la canción. Hace su trabajo y se va a casa. Pero lo hace muy bien. Y lo sabe.
Tras un descanso excesivo, Dylan vuelve al escenario. El público está más caliente en esta segunda parte. Estamos acostumbrados a escuchar que no canta bien, que tiene mala voz. Él mismo fomenta estos comentarios al gruñir en muchos temas. Pero hace una excepción con las canciones de su último disco, donde recupera temas de Frank Sinatra. Aquí se pone casi tierno, vocaliza, modula la voz. Y el público agradece el gesto con un fuerte aplauso. ¿Podría hacer lo mismo con sus propias canciones? Tal vez, pero entonces no sería Dylan.
Como es habitual en esta gira, deja Blowing in the wind para los bises. Una concesión al pasado más remoto, al primer Dylan. Después, termina con un rasposo Love sick, la canción que abría Time out of mind, el álbum con el que resucitó en aquel ya lejano 1997. Ahí empezó un nuevo Dylan. Alguien que había sentido la muerte de cerca y decidió hacer lo único que le gustaba: cantar en un escenario sin preocuparse de lo que pensara nadie.