El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon.
Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.
Averly es invisible. Apenas sí un portón y un muro alargado. Para la gente de a pie Averly no existe. Sin embargo —sé que la tesis puede sonar excesiva—, en la disputa por Averly se juega el modelo de ciudad en que queremos vivir y, por lo tanto, nuestras vidas.
Fue una mañana. Hace ya tiempo. Quizá algo más de un lustro. No sabría precisar. No conocía a la dueña de la casa en la que estaba y nunca he vuelto a saber de ellas, ni de la casa ni de su dueña. Hacía poco que había amanecido. Me asomé a la terraza y contemplé sorprendido desde arriba el conjunto de edificios, árboles y jardines que luego supe era Averly.
Lo que se desplegaba ante mí no era un simple conjunto arquitectónico. Era más bien una ciudad dentro de otra ciudad, una ciudad hasta entonces invisible, sorprendente como lo pueda ser para un niño un pasadizo secreto o un cajón con doble fondo. Averly, villa-fábrica. Una ciudad deshabitada, dormida cuando el resto de la metrópolis despertaba y donde la vegetación crece descontrolada, como en una película postapocalíptica.
La antigua fundición es algo más que un conjunto de edificios que, por su valor patrimonial, merece ser conservado. Sin duda, es el reservorio de una arquitectura industrial cuya destrucción supondría una pérdida irreparable desde el punto de vista artístico y cultural. Sin duda es uno de los lugares en los que la memoria de una sociedad ya periclitada se sostiene. ¿Qué sería de la memoria obrera si ni siquiera las ruinas del que fue su mundo se preservaran?
Con todo, Averly es algo más que todo eso, es algo más que el espacio en el que se disputa la memoria, en el que luchan entre sí memoria y olvido: es algo más que el campo de batalla en el que chochan los conservacionistas con los dueños de las máquinas de demolición. De ahí lo enconado de la lucha.
En Averly se enfrentan dos modelos de ciudad que, cada cual, responde a un modelo de desarrollo económico. El primer modelo es el que está representado por el grupo empresarial Brial, y que ha sido dominante a lo largo de las últimas décadas, al menos hasta 2008. Se trata de un modelo adaptado a los intereses del capital financiero, cuya versión española todas conocemos: se llama especulación inmobiliaria. El capital funciona aquí como una máquina de destrucción creativa. Destruye lo que hay para levantar algo nuevo. Ese es el Proyecto-Brial. Destruir el patrimonio industrial para construir sobre los escombros un par de cientos de viviendas de lujo.
La cuestión es que, ahora lo sabemos, ese modelo ya no funciona. Resulta ridículo tener que recordar que estalló aquella estafa a gran escala que habitualmente llamamos burbuja inmobiliaria. Ni hay seguridad alguna de que Brial encuentre financiación para, después de destruir Averly, pueda construir los pisos que plantea, ni parece que sea poco más que un delirio pensar que, en caso de que se construyesen, éstos se pudiesen vender. La verdad, mirando la situación económica, no creo que Brial pretenda otra cosa que destruir lo que hay para especular con el suelo. Lo más probable es que, si se derriba Averly, Zaragoza lo único que consiga sea tener un gran descampado durante, quizá, décadas.
Ahora bien, la defensa de Averly no puede ni debe pasar por la simple propuesta conservacionista justificada en el valor que en sí mismo tiene como conjunto arquitectónico. Salvar Averly es también salvarlo de su museificación, de su conversión en museo. Los museos son como los cementerios de elefantes. Recintos muertos para turistas zombis. Agujeros de gasto infinito, como un sumidero de dinero público.
Si Averly debe ser conservado íntegramente es porque, a día de hoy, resulta ser un elemento clave para cualquier proyecto de innovación social, política y urbanística en Zaragoza, así como de recomposición del tejido económico y productivo metropolitano. Inserto entre el disparatado edificio del Caixa-Forum, el aún más absurdo del Museo Pablo Serrano, el aislado de Etopía y el Centro Social Comunitario Luis Buñuel —uno de los escasos espacios vivos de Zaragoza— su localización permite vertebrar una ciudad inclinada hacia la economía un modelo económico nuevo. O, al menos, hacia el modelo de la economía del conocimiento. Al fin, el nuevo proletariado es hoy el trabajador cognitivo.
Más allá de la desastrosa economía del ladrillo, Averly puede convertirse en una nueva villa-fábrica, pero adaptada a las exigencias del siglo en curso: en un espacio de producción social cognitiva que transforme el modelo económico de Zaragoza. Lograr que sobreviva es lograr hacer de la antigua fundición un polo de creación de riqueza.
Al mismo tiempo que defendemos su supervivencia y su renacer como villa-fábrica generadora de riqueza habrá que asegurarse de que esta riqueza no sea privatizada sino distribuida, que no sea pública sino común, que retorne sobre quien necesariamente será quien la produzca, sobre el tejido vivo de la ciudad de Zaragoza.