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La viñeta es elocuente. Dos personajes sentados frente a frente extienden sus manos en actitud de pedir limosna. Cada uno muestra un cartel. En uno leemos: “hace seis meses que no trabajo”; en el otro: “hace seis años que trabajo”. La denuncia gráfica corresponde a Chummy Chúmez, que fue algo así como El Roto durante la “Transición”. Cuatro décadas después, su mensaje nos llega tan cercano y comprensible como entonces.
Disponer de empleo ya no garantiza disfrutar de una vida digna. No es un problema nuevo, como nos recuerda Chummy Chúmez, pero la crisis y las recetas de austeridad adoptadas han favorecido su crecimiento en los últimos años. Sólo en tres años, de 2007 a 2010, el porcentaje de “trabajadores pobres” (working poor en inglés) ha pasado del 10,8 % al 12,3 %. El indicador de la “pobreza laboral” se refiere a ingresos que se sitúan por debajo del 60 % de la mediana del salario mensual bruto. Lo entenderemos mejor si nos referimos a quienes pese a disponer de un sueldo son incapaces de vivir de manera independiente o de mantener dignamente una familia. Los datos ponen lo pelos de punta.
Según la Agencia Tributaria, en 2014 el número de trabajadores que ganaron menos de 300 euros al mes se ha incrementado al pasar en el año 2008 de 3.089.856 a 3.694.852. Más de medio millón. Si al comienzo de la crisis un 16 % de asalariados (19.310.627) cobraba menos de 300 euros, siete años después y con 2 millones y medio de trabajadores menos (16.899.024) el porcentaje asciende al 22 %. El empobrecimiento de las familias trabajadoras es imparable, especialmente para la clase baja de servicios y la obrera no cualificada. Estas cifras constituyen el síntoma más evidente de la precariedad de nuestro empleo.
Según la OCDE, en 2015 España tenía el dudoso honor de ser el país de entre todos los de la UE en el que más contratos se realizaban con una duración menor de tres meses (58 % del total). Mientras, los contratos de duración superior a 12 meses representan apenas el 7 %. La estructura productiva en nuestro país aboca a salarios miserables. El sector servicios empleó en el primer trimestre de 2016 al mismo número de trabajadores (13,7 millones) que en 2008. Sin embargo, tras la destrucción de empleo, el porcentaje de este sector respecto al total de la población ocupada es del 76,2 %, frente al 66,5 % de 2008. Ámbitos como hostelería y comercio, los de mayor peso en cuanto a empleo generado, ocupan a un 24,5 % del total de trabajadores, el porcentaje más alto desde que comenzó la crisis. Y este dato es importante ya que el salario medio tanto en hostelería como en comercio supone respectivamente un 39 % y un 16 % menos que la remuneración media total (22.697 euros brutos al año en 2013) ¿Recuerdan aquellos compromisos políticos de “cambiar de modelo productivo” o la “reindustrialización de nuestra economía”? “Refundar el capitalismo” era otra cosa.
Las decisiones políticas adoptadas en nuestro país y en el conjunto de la UE constituyen las claves para entender la acelerada degradación de las condiciones laborales cuyo reverso es el aumento de la concentración de riqueza en manos de una élite. Pero hay que insistir en que no es un fenómeno nuevo. La Unesco en su informe sobre desigualdad de 2016 así lo reconoce y señala el vertiginoso aumento en los últimos treinta años de las remuneraciones del 1 % de personas con ingresos más elevados. Esta situación es fruto de la trampa neoliberal. Un fenómeno generalizado del que no escapan países como Alemania, donde el 16,7 % de su población se encuentra en riesgo de pobreza, es decir, trabajadores o pensionistas con ingresos menores de 942 euros al mes.
Pudiera pensarse que unas condiciones salariales que eviten el riesgo de pobreza dependen de que las vacas de la economía vengan flacas o gordas. Y algo de verdad hay en ello, pero es llamativo constatar cómo en nuestro país la “bonanza” del periodo 1995-2007 no se tradujo en una reducción de la pobreza como sucediera en periodos anteriores. Los altos beneficios empresariales se cocieron al calor de salarios bajos y alta temporalidad. Y es que en cuestiones laborales cantidad no es sinónimo de calidad, salvo para presentar estadísticas de trazo grueso que obvian el demonio de los detalles. El mantra de “más vale un mal empleo que estar parado” se ha convertido en todo un programa político que debilita a las clases asalariadas y las instala en la desesperanza y la sumisión.
Además del coste humano, el fenómeno de la pobreza laboral y los recortes en derechos como sanidad y educación, tienen consecuencias negativas sobre el conjunto de la economía, lo cual, como un efecto boomerang, repercutirá de nuevo en las clases trabajadoras. El déficit del fondo de reserva de la Seguridad Social es un ejemplo, como las pensiones; pero el coste productivo consecuencia de estas políticas traerá una generación de trabajadores y trabajadoras menos preparados para afrontar las transformaciones tecnológicas que se avecinan. Los paganos serán los empleos con menor cualificación.
Por eso, cuando los partidos que representan los intereses de las élites económicas hablan de “sentido de Estado” no pretenden sino legitimar sus fechorías “reformistas”. Nosotros como clase debemos hablar de unidad y de lucha. Más que nunca esa debe ser nuestra respuesta.
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