'Batiste', el flautista de Hamelin revolucionario de los niños refugiados de la Guerra Civil
“Todos los niños de más de nueve años que se vengan conmigo”. Juan Bautista Albesa Segura, 'Batiste', se presenta en los campos de refugiados aragoneses de Reus (Tarragona) anunciando que va a cuidar de todos los niños y niñas desplazados, muchos de ellos huérfanos de la guerra civil. Doscientos pequeños de entre 4 y 15 años siguieron a aquel flautista de Hamelin revolucionario hasta la colonia creada para ellos en la Beguda, en Barcelona.
Entre 1938 y 1939, aquellos niños vivieron en un “oasis” en el que no faltaba comida, maestro o médico. Y el responsable de todo aquello es un hombre de mil caras, un pistolero, un “anarquista indomable”, le define entre sus muchas facetas Lluis Rajadel, quien ha reconstruido su historia en el libro La ternura del pistolero. Batiste, el anarquista indómito, editado por Comuniter. Un personaje “osado, violento y solidario” que este periodista consiguió entrevistar en sus inicios en la profesión en la localidad natal de ambos, Valderrobres (Teruel), sin saber la biografía y el mito que arrastraba.
“Sabía de él por la tradición oral, por lo que contaban en el pueblo”, aunque según quien hablaba de él era héroe o villano, explica este periodista del que fuera amigo de su abuelo. Tras la muerte de Franco, Albesa volvió al pueblo desde la Francia que le acogió, donde montó una explotación hortícola, y allí le entrevistó Rajadel. La grabación de aquella conversación resultó defectuosa y acabó en un cajón junto al relato que tiempo después le hizo llegar uno de aquellos “xiquets de la Beguda”, Juan José Adell.
En el centenario del nacimiento de Albesa, Rajadel recuperó esos materiales y comenzó una búsqueda entre hemerotecas, libros, expertos y los testimonios de quienes le conocieron para reconstruir la vida de este hombre, tan apasionante como desconcertante: ejerció de guardaespaldas del banquero Juan March y tiempo después intentó secuestrar al primo del mismo financiero. También lideró un grupo guerrillero especializado en sabotajes tras la líneas franquistas en la Guerra Civil y dirigió la represión en la retaguardia republicana en buena parte de Aragón, pero al terminar la II Guerra Mundial fue condenado por colaborar con los nazis durante la ocupación de Francia.
Cuando las tropas franquistas tomaron la turolense comarca del Matarraña, muchas familias huyeron a Reus a un campo de refugiados a donde Batiste fue a recoger a los niños para llevarlos a esa colonia. “Compatibiliza la acción guerrera, muchas veces volvía herido, con la gestión de la colonia”, recuerda Rajadel de aquella etapa de su vida. Es la que Batista recuerda con más emoción, según relata el autor del libro cuando le entrevistó ya en su vejez: “Inimaginable”, decía aquel pistolero emocionándose hasta el borde del llanto, con una mezcla de orgullo, nostalgia y satisfacción.
De héroe y figura para el anarquismo de aquellos tiempos convulsos, cuando participó en las batallas más importantes de Aragón de la Guerra Civil, a acabar siendo un proscrito para la CNT tras el juicio en Francia. Batiste se hizo amigo de un coronel de las SS en el país galo y en un juicio en 1948 le condenaron por colaborar con la fuerza ocupante y participar como informador en dos atentados. “Pero en el mismo juicio hay procesados condenados a muertes y a él le condenan a cinco años, una pena leve que no cuadra”, explica Rajadel. “No sé en qué medida colaboró o en qué medida se aprovechó de los nazis”, reflexiona.
Quizás fuera un agente doble, porque también ayudaba a evadirse a represaliados, o tal vez fue objeto de venganzas y envidias dentro de la propia CNT, como aventuran quienes compartieron sus últimos años con él en Francia.
Tras un lustro de investigaciones, rastreo de viejos periódicos y de hablar con unos y otros que le conocieron, a Rajadel todavía le quedan muchas preguntas de un personaje que murió en 1999 como un hortelano de Perpignan, pero que dejó de dormir con la pistola bajo la almohada convertido ya en un venerable anciano, recuerda alguien que le conoció al final de su vida, “siempre se sentaba en las habitaciones de cara a la puerta de entrada, por seguridad”.