Perder la vivienda es, quizás, una de las experiencias más traumáticas que se puede vivir. No implica solo perder el techo que te cobija. Supone perder el lugar que acogió una parte de tus experiencias vitales, quizá todas; el lugar en el que habitan tus recuerdos, tus vivencias, la memoria de toda una vida. Supone ser expulsado de la guarida que te protegía de las inclemencias, que te hacía sentir a salvo de las injusticias.
Perder la vivienda es un drama que han padecido miles de familias en los últimos años. Los datos son confusos, se pierden en la maraña de organismos que los cuantifica, cada cual con sus propios parámetros. Según el Consejo General del Poder Judicial, durante 2013 se contabilizaron en España 67.189 desahucios, sumando todo tipo de inmuebles (viviendas, locales comerciales, garajes...) y en régimen de alquiler o hipotecados. Pese a la cantidad de cifras publicadas, saber exactamente cuántas familias han sido lanzadas de su vivienda habitual es prácticamente imposiblelanzadas . Esa es una de las quejas de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), que reclama insistentemente medidas para proteger a esas familias.
Afortunadamente para todos, la sociedad, espoleada por muchos ciudadanos rebelados y por asociaciones como la PAH, decidió no seguir callada, y gritar. Gritar para denunciar cada caso. Gritar para pedir medidas que protegieran a las familias del abuso de los bancos. Queda mucho camino por recorrer, pero al menos no hay ciudadano en España que no sepa que los desahucios son un drama al que hay que dar una solución.
Sin embargo, en muchas de esas situaciones hay un factor añadido de dolor del que poco se habla. Los casos en los que la familia, además de ser desahuciada, se tiene que romper para seguir viviendo. Los casos en los que los humanos tienen que desprenderse de los animales que forman parte de su familia porque no pueden llevarlos con ellos allí donde van a buscar una segunda oportunidad o porque no tienen hueco allí donde son acogidos.
Los animales son en estos casos las víctimas en la sombra, silenciosas, de las que nadie habla, por las que nadie grita. Y los humanos que se separan de ellos ven con frecuencia que ese dolor es incomprendido, minimizado, despreciado por unas instituciones que no comprenden que, además de haber perdido su casa, han perdido a parte de su familia.
Las asociaciones protectoras saben que son muchos, cientos, miles, los animales que han sido desahuciados en los últimos años junto a su familia humana, sobre todo perros y gatos, pero no hay datos, no hay estadísticas. Ellos no cuentan.
Algunas protectoras, como AIBA, han emprendido una lucha para intentar que los ayuntamientos (en este caso el de Valdemoro, en Madrid) permitan el acceso de animales a los pisos tutelados en los que son alojadas familias desahuciadas. Pero, de momento, la realidad es que los animales siguen sin contar a ojos de las administraciones.
Con las protectoras desbordadas y en una situación que para muchas familias es desesperada y sin apenas vías de subsistencia, el resultado de todo ello es que la mayoría de las veces esos animales son abandonados, sin más, y a partir de ahí nadie sabe quiénes son, de dónde proceden, cuál era su hogar, si alguna vez lo tuvieron. No nos pueden contar su historia, aunque podamos intuirla en sus ojos.
Los que tienen la suerte de ser acogidos llegan despistados, tristes, con la mirada perdida, como intentando vislumbrar una explicación en algún rincón... En muchos casos se dejan morir de tristeza, esperando. En otros, por fortuna, y gracias al cuidado de quienes les dan voz, disfrutan de una segunda oportunidad, incluso de una nueva familia a la que intentan adaptarse.
Es el caso de Paula, una mestiza de siete años que llegó a la Asociación Las Nieves para la Protección Animal junto a otros dos compañeros, de nueve y cinco años. Los tres habían sido adoptados por una pareja que para intentar rehacer su vida tuvo que volver a casa de sus padres, donde los perros no cabían. Paula encontró un nuevo hogar. Sus dos compañeros seguían en el albergue tres años después.
Otros seis perros llegaron con una familia desesperada que buscaba incesantemente dónde dejarlos ante la inminencia del desahucio. Las protectoras estaban saturadas y nadie quería hacerse cargo de unos animales tan mayores. Se les había pasado por la cabeza incluso llevarlos al veterinario para matarlos y que al menos murieran acompañados, abrazados, sin sufrimiento... Cualquier cosa con tal de no dejarlos en la calle ni en una perrera. La imagen de los niños y los perros separándose para siempre al llegar al albergue nunca se borrará de la memoria de quienes vivieron aquel momento. Finalmente, el más viejito se quedó con su familia humana y otro, a pesar de su edad, recuperó la alegría en un nuevo hogar poco después de ser acogido.
De otros tres perros nada volvimos a saber después de aquella llamada de teléfono. La voz era de una mujer. Ella y su marido habían perdido el trabajo y su nivel de vida, y la cruda realidad se llevó por delante la convivencia. Su mundo se había ido derrumbando hasta quedarse sola con sus tres perros, de los que no quería separarse. No los aceptaban en ningún piso de alquiler y el dinero para pagarles una residencia se agotaba. Había llegado a pasar noches al raso con tal de permanecer junto a ellos. No encontraba una solución que le permitiera rehacer su vida sin separarse de la única familia que le quedaba, no quería dejarlos en ningún sitio, tampoco en el albergue. Nadie entendía que ellos eran su familia, su única familia, y que lucharía hasta el final antes de separarse de ellos.
No sabemos qué fue de aquella mujer ni de esos tres perros. No sabemos cuántas son las familias que al drama del desahucio suman el dolor de haber tenido que separarse de una parte de sus seres queridos. No sabemos cuántos animales lo han perdido todo sin estar en ninguna estadística de ningún organismo oficial. No tienen voz para explicarnos su historia, para gritar pidiendo ayuda. Son invisibles, silenciosos, pero ahí están, víctimas también.