Hay multitud de casos de intervenciones llevadas a cabo para ayudar a los animales que viven en la naturaleza. Por ejemplo, en países como India, Estados Unidos o Canadá es habitual distribuir comida a animales salvajes que se encuentran hambrientos debido a la escasez de recursos causada por un clima extremo. En otros casos, las intervenciones son masivas, como la campaña de vacunación de zorros contra la rabia en Europa, que ha conseguido erradicar dicha enfermedad del continente, siendo un programa después replicado en distintos lugares del mundo.
El éxito de estas intervenciones sugiere que muchas otras son definitivamente viables. El problema consiste en que la ayuda normalmente se restringe a los animales que pertenecen a una especie amenazada, o sólo se lleva a cabo si hay riesgo de que su aflicción se extienda a los humanos. Aquéllos que no satisfacen estas condiciones no reciben el mismo tratamiento y consideración, a pesar de experimentar los mismos niveles de sufrimiento. Sin embargo, la intensidad del sufrimiento de un individuo no depende del tamaño poblacional de su especie ni de los riesgos que suponga para otros seres sintientes. Así que no parece que existan razones que no sean arbitrarias para excluir a la mayoría de los animales de ser ayudados de esta forma y hacerlo cada vez que esté en nuestro poder prevenir o aliviar los daños que padecen.
Sin embargo, se defiende habitualmente que lo mejor que podemos hacer por los animales que viven en la naturaleza es simplemente dejarlos en paz. Es decir, que no tenemos ninguna razón para prevenir o aliviar los daños que los animales padecen a diario en el medio natural. Esto ha sido referido en la literatura como la “intuición laissez-faire”. Esta intuición se basa, habitualmente, en dos asunciones fundamentales. En primer lugar, se apoya en una cierta visión idílica de la naturaleza, según la cual los animales salvajes llevan, en general, vidas buenas, solamente amenazadas por interferencias humanas ocasionales. En segundo lugar, se basa en la idea de que sólo tenemos razones para ayudar a los demás en necesidad cuando su situación esté causada por la acción humana. Sin embargo, hay fuertes razones para pensar que esta intuición no está justificada y que, por tanto, debemos abandonarla.
En primer lugar, datos de la ciencias naturales, en particular de la dinámica de poblaciones, nos muestran cómo la visión idílica de la naturaleza es falsa. Al contrario de lo que suele pensarse, la naturaleza es una fuente permanente de sufrimiento y muerte para la mayoría de los animales salvajes. Esto es así dado que la estrategia reproductiva que sigue la mayoría de los animales para maximizar la transmisión de genes a la generación siguiente (la llamada selección - r) consiste en producir un gran número de descendencia y dedicar una inversión mínima en cuidado parental. Puesto que los recursos en la naturaleza, como el espacio y el alimento, son finitos, estas poblaciones de animales poseen niveles de supervivencia muy bajos, de modo que la mayoría de ellos muere poco después de nacer. Las ranas, por ejemplo, pueden poner miles de huevos, aunque de las crías que salen de ellos, de media, sobrevive sólo una por cada progenitor. Las restantes mueren. Peces e incluso pequeños mamíferos, como los ratones, son otros ejemplos.
Sus cortas vidas no suelen contener experiencias positivas de ningún tipo y su muerte suele ser dolorosa, además de estar acompañada por otras experiencias negativas de miedo e intensa angustia A su vez, los pocos animales que escapan a una muerte prematura padecen de forma sistemática múltiples daños producidos por agresiones de otros animales y por otras causas naturales, como hambrunas, enfermedades, condiciones climáticas extremas, parásitos, etc. Así, dado que la mayoría de los animales salvajes tienen vidas cortas y llenas de sufrimiento, y que los restantes animales que viven en la naturaleza padecen daños sistemáticos a causa de múltiples eventos naturales, la visión idílica de la naturaleza debe ser rechazada. Consecuentemente, la llamada «intuición laissez-faire», según la cual no debemos ayudar a los animales en la naturaleza, en situación de necesidad, está injustificada.
En segundo lugar, la idea de que sólo tenemos razones para aliviar el sufrimiento de los demás cuando éste está causado por los seres humanos es incompatible con nuestras prácticas habituales de ayuda a otros seres humanos y a animales domésticos en igualdad de circunstancias. Para hacerla compatible deberíamos también rehusar ayudar a seres humanos en necesidad cuando su situación obedece a causas distintas a la acción de otros humanos, tales como el hambre, las enfermedades u otros eventos naturales como terremotos o tsunamis. Lo mismo ocurre en el caso de los animales domésticos afectados, por ejemplo, por catástrofes naturales. Difícilmente creeríamos justificado no ayudarles, sino más bien lo contrario: siempre que esté a nuestro alcance, debemos actuar de modo que ayude a estos individuos.
Ahora bien, la diferencia de consideración y tratamiento entre animales humanos y no humanos, y entre animales domésticos y animales salvajes, estaría justificada sólo en el caso de que hubiera una diferencia moralmente relevante entre los intereses de unos y de otros. Para el caso humano muchos dirían que los seres humanos tienen determinadas capacidades cognitivas que los restantes animales no poseen (por ejemplo, la auto-consciencia) y que justificarían que en casos parecidos ayudemos a unos, pero no a otros.
Sin embargo, como es ampliamente sabido, cualquier capacidad a la que pueda apelarse nos conducirá a la llamada «superposición de las especies». Es decir, habrá seres humanos que no la poseerán (como, por ejemplo, respecto de la autoconsciencia, algunos seres humanos con diversidad funcional intelectual) y animales no humanos que sí la poseerán (como, por ejemplo, los grandes simios). Otros dirían que la diferencia no está en las capacidades sino en ciertas relaciones de afecto que estos individuos mantienen con otros individuos que son agentes morales (seres humanos). Pero, una vez más, habrá individuos que no cumplirán con estas condiciones a quien no estaríamos dispuestos a dejar de ayudar, en caso de que lo necesitaran.
Ello se explica porque, independientemente de las relaciones o capacidades cognitivas de estos individuos, son similarmente susceptibles de ser dañados o beneficiados por lo que les ocurre. Todos ellos son seres sintientes. La sintiencia es la capacidad que permite a un individuo ser afectado por lo que le ocurre de forma negativa (sufrir) y positiva (disfrutar) y, como tal, ser dañado o beneficiado. Así, en lo que es moralmente relevante, es decir, en sus intereses en no sufrir y en disfrutar, no hay ninguna diferencia entre animales humanos y no humanos, o entre los animales no humanos que viven en la naturaleza y los domésticos. Todos pueden ser igualmente dañados por lo que les ocurre y verse beneficiados por nuestra ayuda.
Si esto es así, o bien nos abstenemos de ayudar a seres humanos y animales domésticos que sufran por causas naturales (como enfermedades), o bien ayudamos siempre que podamos a todos los individuos en necesidad, independientemente de su especie o de cualquier otra característica moralmente irrelevante. Dado que sería inaceptable dejar de ayudar a seres humanos o animales domésticos en situaciones de sufrimiento por causas naturales, el rechazo al especismo nos obliga a extender nuestra ayuda hasta incluir a todos los animales en necesidad, humanos y no humanos, domésticos o salvajes.
Implicaciones para la ética de la gestión ambiental
Sin embargo, la gestión ambiental que se lleva a cabo actualmente es claramente contraria a esta idea. En algunos casos se acepta la intuición «laissez-faire», es decir, que debemos dejar en paz a los animales que viven en la naturaleza, sin intervenir, aunque éstos necesiten ayuda. Esta intuición está, como vimos, injustificada. Sin embargo, en otros casos se interviene en la naturaleza, pero restringiendo la ayuda únicamente a animales que pertenecen a determinadas especies. En general, no sólo se niega ayuda a la mayoría de animales que sufren en el medio natural, sino que a menudo se agrava su situación, infligiéndoles daño para conseguir determinados fines ecologistas o explícitamente antropocéntricos (como el exterminio de herbívoros para proteger especies vegetales o la erradicación de híbridos). Ahora bien, dada la predominancia del sufrimiento en el medio salvaje y nuestra obligación moral de ayudar a quienes se encuentran en necesidad, sin atender a su especie, la gestión ambiental debe orientarse de forma prioritaria a la satisfacción de los intereses de los animales salvajes.
Por lo que hemos visto, dado que existe una enorme cantidad de sufrimiento en la naturaleza y que los intereses de los animales salvajes tienen el mismo peso moral que los intereses de otros seres sintientes (humanos y no humanos), debemos intervenir para aliviar los daños que estos animales padecen por causas naturales. Esto tiene consecuencias importantes para la ética de la gestión ambiental. Una ética de la gestión ambiental basada en la plena consideración de los animales exigiría una política de intervención con dos ejes fundamentales. Por una parte, el rechazo a infligir sufrimiento a los animales que viven en la naturaleza como medio para conseguir otros supuestos valores (como lo hacen ciertas políticas actuales de orientación ecologista). Por otra, perseguir intervenciones positivas que ayuden a los animales en la naturaleza que se encuentren en necesidad, independientemente de la especie a la que pertenezcan.