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El caballo de Nietzsche es el espacio en eldiario.es para los derechos animales, permanentemente vulnerados por razón de su especie. Somos la voz de quienes no la tienen y nos comprometemos con su defensa. Porque los animales no humanos no son objetos sino individuos que sienten, como el caballo al que Nietzsche se abrazó llorando.

Editamos Ruth Toledano, Concha López y Lucía Arana (RRSS).

El futuro de seis delfines

Delfines cautivos y sometidos a duros adiestramientos para el entretenimiento humano. Foto: FAADA

Marta Tafalla

Hace más de veinte años, cuando era estudiante, me apunté a un curso en el Zoo de Barcelona titulado 'Adiestramiento de mamíferos marinos' porque quería saber cómo lograban los entrenadores que los delfines hicieran acrobacias, cómo se comunicaban con ellos y, sobre todo, cómo lograban que les obedecieran. Los profesores del curso eran dos de los entrenadores. Nos hablaban de los delfines como de individuos con personalidades distintas, y nos contaban los miedos y las preferencias de cada uno de ellos. Nos explicaban que había cosas que les gustaba hacer y otras que no. A veces se estresaban o sentían celos unos de otros. Mantenían relaciones sociales muy complejas entre ellos y también con los entrenadores, a los que trataban reconociendo sus diferentes personalidades.

Así pues, los entrenadores eran conscientes de la inteligencia y las emociones de los delfines y, sin embargo, les obligaban a actuar. Los delfines tenían que aprender a obedecer. A obedecer a otra especie. A actuar para proporcionar placer a otra especie. A frenar sus propios deseos y servir a los deseos humanos.

¿Cómo lograban los humanos que los delfines les obedecieran? Es fácil: los animales estaban prisioneros en una bañera y no tenían modo de escapar. Dependían para todo del personal del zoo. Dependían del personal para comer. ¿Qué otra cosa podían hacer sino obedecer? Los entrenadores que nos daban el curso estaban llenos de dudas respecto de si lo que hacían era moralmente correcto. Eran conscientes de que los animales sufrían. Tiempo después, ambos abandonaron el zoo por motivos éticos y se dedicaron a promover la observación de cetáceos en libertad.

Después de ese curso comencé a leer sobre mamíferos marinos. Los delfines son animales que en libertad se desplazan continuamente y pueden nadar decenas de kilómetros cada día. Qué frustrante debe de ser para ellos quedar atrapados en un espacio tan diminuto. Qué frustrante, además, un espacio en el que no hay otras formas de vida, en el que no hay nada que explorar, nada que hacer. Qué horrible el ruido constante en el zoo, el griterío de los niños y la música, y las bombas de agua de la piscina, para animales que son básicamente auditivos, que se escuchan entre sí a kilómetros de distancia y se orientan en el espacio gracias al sentido de la ecolocalización. Y qué terrible, para un animal salvaje, no poder tomar ninguna decisión sobre su propia vida. Depender para absolutamente todo de otros seres, además seres de otra especie, que pueden no entender sus necesidades o preferir no respetarlas.

No es solo que pierdan la libertad de movimientos, de ir de aquí para allá, es que pierden cualquier forma de autonomía. No pueden decidir nada. No pueden dirigir el rumbo de sus vidas, porque han sido reducidos a meros instrumentos al servicio de los caprichos humanos. Les imponemos una forma de vida artificial, la que nos conviene a nosotros, y olvidamos que ellos ya tenían su forma de vida, que les hemos arrebatado. Nosotros les damos nombres, pero olvidamos que los delfines se dan a sí mismos sus propios nombres. Incluso si los criamos en cautividad, si nacen en nuestras ridículas bañeras, si crecen sin haber visto nunca el mar al que pertenecen, siguien siendo animales salvajes, que desean y merecen vivir sus propias vidas.

Hoy en día sabemos perfectamente que nunca deberíamos haber encerrado delfines, ni en el Zoo de Barcelona ni en ningún otro zoo ni acuario. Tener delfines (y otros animales) en cautividad para exhibirlos por negocio es una profunda injusticia, que solo se explica por el egoísmo y la ignorancia que caracterizan tantos comportamientos humanos. Los delfines (ni ninguna otra especie animal) no existen para servirnos a nosotros, para satisfacer nuestro capricho de verlos donde y cuando queramos, para ser nuestros juguetes y payasos.

La civilización en que vivimos nos hace creer desde la infancia que los humanos somos los únicos sujetos que existen en el planeta, y que el resto de formas de vida no son más que recursos a nuestra disposición, que podemos usar a nuestro criterio y de los que podemos abusar sin dar explicaciones. Nos enseñan que los delfines, como el resto de animales, son objetos que podemos capturar, encerrar, vender, comprar, explotar, hacerles criar y separarlos de sus hijos, obligarles a actuar para nosotros, y matarlos cuando estorban.

Pero si hacemos el esfuerzo de liberarnos de las muchas capas del discurso antropocéntrico que nos envuelve, comprenderemos que los delfines no son instrumentos para nuestros fines, ni son nuestras propiedades. Tampoco son inferiores a nosotros, pues ambas especies, como todas las demás, compartimos unos mismos orígenes: solo somos ramas diferentes del árbol de la vida, resultados distintos del mismo proceso de evolución.

Además, las especies más desarrolladas, como los delfines, son propiamente sujetos en sentido pleno, porque viven sus vidas desde su subjetividad, porque sienten dolor y placer, tienen deseos y temores, recuerdos y expectativas. Los delfines viven en familias en las que tejen intensas relaciones de afecto y ayuda mutua, desarrollan profundas relaciones de amistad y se entristecen cuando mueren sus seres queridos. Se llaman unos a otros por su nombre, las madres cantan a sus hijos y diferentes grupos desarrollan culturas distintas, que se diferencian por sus formas de comunicarse, por el uso de instrumentos o por las maneras de alimentarse.

Son tan inteligentes que es razonable considerarlos “personas no humanas”, como a los grandes simios o a los elefantes. Y por todo ello, los delfines se merecen el reconocimiento de unos derechos básicos que los protejan del daño que nosotros mismos les causamos. Al menos, deberíamos garantizarles el derecho a la vida, a no ser torturados y a la libertad.

Nunca deberíamos haber encerrado delfines. Pero ahora nos encontramos con un problema: en el Zoo de Barcelona hay cuatro delfines mulares. Fruto de nuestros errores, ahí están, prisioneros en una bañera en la que es imposible que satisfagan sus necesidades, tanto físicas como mentales, ni que desarrollen con plenitud sus conductas y sus capacidades naturales. Dos más fueron trasladados el año pasado al Oceanográfico de Valencia, otra bañera un poquito más grande, porque estaban tan estresados que su situación era insostenible. El estrés hizo que uno de ellos se volviera depresivo y no pudiera permanecer con los demás, por lo que ya los habían mantenido separados durante mucho tiempo.

Las instalaciones del Zoo de Barcelona son tan diminutas e inadecuadas que la Asociación Europea por los Mamíferos Acuáticos ha dado un ultimátum: o se rediseñan, o en 2019 el zoo dejará de pertenecer a esta asociación, por no cumplir con los estándares establecidos por la misma. Para hacerse una idea del problema, recomiendo ver esta entrevista.

El Ayuntamiento de Barcelona ha sido valiente y ha decidido que cerrará el delfinario, que no cometerá el error de ampliar un poco más la jaula. Nos ha mostrado un futuro digno del siglo XXI: buscar un destino mejor para estos animales. Es una decisión lúcida, que hay que admirar y agradecer. Y demuestra que a veces los humanos somos capaces de progresar. Confiamos que en un futuro próximo Barcelona se declarará libre de delfines en cautividad. Y ojalá que esa declaración se amplíe, más allá de los delfines, a todos los mamíferos marinos.

Ahora hay por delante una tarea difícil: buscar el mejor destino posible para esos seis delfines. Si queremos reparar la injusticia cometida con ellos, hay que comenzar por pensar en ellos. No se trata de elegir lo que sea mejor para los seres humanos o las instituciones implicadas, lo que satisfaga egos, orgullos, caprichos e intereses. Los delfines no son instrumentos para que algún científico presuma de ser el gran experto en cetáceos, para que algunos partidos políticos se aticen entre ellos, para que algunos medios de comunicación creen polémicas vanas. Hay que pensar lo mejor para los delfines.

Y además, tener presente que otros zoos observan lo que sucede en Barcelona. Una buena solución para los delfines de este zoo podría ser a la larga una buena solución para otros delfines igualmente cautivos.

Para decidir son necesarias dos disciplinas: ciencia y ética. Comencemos por la ciencia: necesitamos los mejores conocimientos científicos sobre los delfines mulares, sobre su anatomía y fisiología, sus necesidades alimentarias, su salud física y mental, sus capacidades cognitivas, emocionales y comunicativas, su comportamiento social, su memoria, todo lo que diferencia una vida buena de una vida mala para esta especie. Por fortuna, los expertos hace tiempo que nos están enseñando a comprender un poco a estos animales complejos y sofisticados. Vale la pena leer algunos de los trabajos de la especialista en cetáceos Lori Marino, quien junto con Diana Reiss publicó en 2001 la primera evidencia científica de que los delfines mulares se reconocen en un espejo. Por ejemplo, echad un vistazo a esta charla.

La ciencia es absolutamente fundamental para tomar la mejor decisión, pero hay que recordar que la ciencia no proporciona verdades absolutas, y que en el tema de los animales tiene una sospechosa tendencia a tropezar. De todos es sabido que la ciencia no comenzó a estudiar de manera sistemática el comportamiento animal hasta la segunda mitad del siglo XX, partiendo de los primeros hallazgos de algunos pioneros como Konrad Lorenz, Niko Tinbergen, Karl R. von Frisch, Jane Goodall, Dian Fossey o Biruté Galdikas (por cierto, a ellos tres les dieron el Premio Nobel en 1973, a ellas no). Es decir, hace muy pocos años que la ciencia ha comenzado a estudiar el comportamiento de los animales. Señal de que no había mucho interés ni mucha prisa en conocer a las otras especies animales con las que compartimos el planeta.

En las últimas décadas hemos ido acumulando conocimiento sobre las capacidades cognitivas, emocionales y comunicativas de diversas especies animales, sobre su habilidad para usar instrumentos y cómo desarrollan culturas. Pero la etología es una ciencia muy joven; de hecho, todavía se discute cuál sería el nombre más apropiado para denominarla. Y no está claro que sus inicios hayan sido tan fértiles como cabría desear.

Recientemente, dos científicos con sólidas trayectorias han publicado sendos libros que realizan una dura autocrítica. El primero es un libro de 2016 del primatólogo Frans de Waal titulado Are We Smart Enough to Know How Smart Animals Are?, traducido en Tusquets como ¿Tenemos suficiente inteligencia para entender la inteligencia de los animales? En él denuncia, repasando decenas de ejemplos, que durante estas pocas décadas de estudio sobre comportamiento animal, la ciencia ha tendido sistemáticamente a infravalorar la inteligencia de los animales, y que muchos experimentos se diseñaban (consciente o inconscientemente) para demostrar que los animales no tenían ciertas capacidades cognitivas, que años después estudios mejor diseñados han probado de sobra.

El otro es un libro publicado en 2015 por el ecólogo Carl Safina y titulado Beyond Words: What Animals Think and Feel, del que está prevista una próxima traducción al castellano en Galaxia Gutenberg con el título Mentes maravillosas: lo que piensan y sienten los animales. El autor defiende que el prejuicio de nuestra superioridad ha influido en el diseño de muchos experimentos de laboratorio, y propone de forma más valiente que de Waal el camino más lúcido: comenzar a substituir los experimentos de laboratorio con animales en cautividad por la observación de los animales en su hábitat. Es decir, la ciencia nos ayuda de manera fundamental, pero también necesita grandes dosis de autocrítica y un cambio urgente en sus procedimientos.

Ambos autores sostienen que centenares de experimentos fallidos sobre comportamiento animal han acabado demostrando la incapacidad de muchos seres humanos para comprender a los animales. Carl Safina lo explica bien: a veces, las ideas preconcebidas que tenemos en mente, las sofisticadas teorías que nos hemos inventado encerrados en nuestros despachos, y de las que nos sentimos tan orgullosos, no nos dejan percibir a los animales que tenemos delante, ni siquiera entender comportamientos que son del todo evidentes. Así que necesitamos ciencia, mucha más ciencia de la que tenemos, pero también una ciencia mucho más autocrítica. Merece la pena ver la conferencia de Carl Safina.

Lo segundo que necesitamos es ética. En algunos círculos científicos y de los zoos se niega la necesidad de ética, una disciplina que no suelen conocer y que no les interesa. Los científicos que defienden los zoos afirman que no la necesitan, porque la ciencia les proporciona los conocimientos suficientes para mantener a los animales en cautividad, y ahí se acaba todo. Con el fin de evitarse las preguntas incómodas que la ética plantea sobre la justicia y la injusticia, la libertad y la cautividad, se han inventado un sucedáneo: el concepto de 'bienestar'.

Para entender en qué consiste el bienestar, dejadme hacer una comparación. Imaginemos un propietario de esclavos humanos, que los utiliza para hacer dinero. Ahora imaginemos que un grupo de defensores de los derechos humanos exige su liberación. Y el propietario de esclavos humanos responde: “Yo garantizo su bienestar, porque sé mucha biología humana. De hecho, tengo aquí al mejor experto en biología humana, liderando un equipo de investigación internacional. Es quien más sabe sobre humanos en todo el país, y además ha escrito un libro sobre la historia de la esclavitud humana. Los estudios científicos realizados por su equipo, y publicados en las mejores revistas científicas de la especialidad, con un alto índice de impacto, nos han permitido introducir elementos de enriquecimiento ambiental en los espacios donde tenemos recluidos a nuestros humanos. Hemos descubierto que si pintamos las paredes de verde, están más relajados que si las pintamos de rojo. Y hemos descubierto que si les damos un poco de paja para echarse en ella, están más cómodos que si han de dormir en el suelo de cemento. Además, de tanto en tanto, hacemos una fiesta y les damos un trozo de pastel. Garantizamos su bienestar”.

Por supuesto, el grupo de expertos en derechos humanos podría responder: “Es que no se trata de bienestar, se trata de ética. Estos seres no son de tu propiedad, no tienes ningún derecho a decidir sobre ellos, a mantenerlos cautivos. Estos seres tienen derecho a ser respetados como sujetos, a vivir su vida de manera autónoma, a ser señores de su propia vida”. Esa es la diferencia entre bienestar y ética. No se pueden substituir las preguntas fundamentales sobre la justicia por el tramposo concepto del bienestar. No se trata de que los delfines tengan bienestar, sino de que los reconozcamos como sujetos de sus propias vidas y les concedamos unos derechos básicos. No se trata de bienestar, sino de libertad.

Desgraciadamente, a los delfines del Zoo de Barcelona ya no les podemos devolver la libertad que les robamos. Es decir, no los podemos liberar en el océano, porque no sabrían sobrevivir en él. De los seis delfines que posee el zoo, solo una nació en libertad, y lleva demasiados años encerrada. Los otros nunca han visto el mar.

Que no los podamos liberar es precisamente consecuencia de lo terrible que es encerrar a un animal en un zoo. No solo se encierra su cuerpo en una prisión diminuta, sino que también se encierra su mente. Un zoo funciona como una máquina del olvido: a medida que el animal pasa más tiempo en él, va olvidando su esencia, su forma de vida natural, su propio ser. Es precisamente por eso que los zoos son tan dañinos, porque son trampas mortales que roban vidas enteras. Cuando un animal lleva ahí un tiempo, está perdido para siempre. Por eso la cautividad es tan profundamente injusta, porque crea injusticias que jamás podremos reparar del todo. Y no hay concepto de bienestar capaz de suavizar esa injusticia.

La cautividad jamás puede justificarse por intereses humanos, por negocio, por nuestro placer. Tiene sentido tan solo de manera excepcional y temporal si es para beneficiar a los animales: o bien de manera individual (como se hace en centros de rescate de fauna herida o enferma) o bien a nivel de especie (en programas de cría para reintroducción de especies salvajes en su hábitat). Pero ninguno de esos dos casos tiene nada que ver con un zoo: con sus instalaciones teatrales de cartón piedra, su estética de parque de atracciones, con el griterío ensordecedor de los niños y la música a todo trapo, con exhibir a los animales como en un circo para nuestro placer, con la gente golpeando los cristales tras los cuales se hallan los animales, con el puesto de helados y el restaurante, los columpios y toboganes, el trenecito que recorre las instalaciones, la tienda de souvenirs donde venden peluches de elefantes de color azul y demás.

Ni animales heridos que se estén recuperando, ni animales que vayan a ser reintroducidos en su hábitat pueden ser mantenidos en tales condiciones, a no ser que deseemos que se vuelvan locos. Para entender hasta qué punto un animal puede enloquecer en un zoo, recomiendo el documental Blackfish, que narra la historia de Tilikum, un macho de orca que fue secuestrado de su familia cuando era una cría y que estuvo prisionero en SeaWorld durante años, donde falleció recientemente. Conviene recordar que el Zoo de Barcelona también tuvo una orca, y que las orcas pertenecen a la familia de los delfines.

La cuestión es que ya no podemos liberar a estos seis delfines en el mar, porque el zoo los ha dañado. Pero sí debemos ofrecerles las mejores condiciones de vida posibles, que es lo mínimo que podemos hacer para reparar la terrible injusticia que hemos cometido con ellos. No se merecen ir a otro zoo, una prisión un poco más grande.

FAADA ha ofrecido una propuesta innovadora y valiente: un santuario en el mar, una zona de mar cerrada y aislada para ellos, que permita ofrecerles lo que las instalaciones humanas jamás podrán recrear, un pedazo de naturaleza, un entorno de mar vivo, donde puedan vivir de una forma un poco más cercana a la que sería la forma de vida natural de los delfines. Allí podrían estar en el mar e interactuar con otras especies; tendrían un espacio mucho más extenso y profundo para nadar y jugar, y tendrían más silencio, que les permitiría relajarse y comunicarse mejor entre ellos. Pero al mismo tiempo estarían en un entorno controlado y protegido. El proyecto fue idea de la ONG griega Archipelagos y puede verse aquí. FAADA lleva un año dándoles apoyo técnico y facilitando el contacto con el Ayuntamiento de Barcelona.

Este proyecto vendría a ser el equivalente en el mar de los santuarios que ya existen para animales salvajes terrestres, como por ejemplo la Fundación Mona en Girona. Sin embargo, aunque la idea ética de fondo es la misma, un santuario en el mar tiene una mayor complejidad, y no existen experiencias previas de las que aprender. El proyecto es, pues, sumamente innovador. Recomiendo consultar las webs Adeu Delfinari y SOS Delfines.

Cuando FAADA propuso el proyecto, a alguna gente le pareció demasiado difícil y arriesgado. Las ideas innovadoras siempre generan miedo y extrañeza. Sin embargo, FAADA y Archipelagos no son las únicas instituciones trabajando en la idea de un santuario en el mar, sino que proyectos similares están surgiendo en otros lugares. El Acuario Nacional de Estados Unidos, ubicado en Baltimore, ha decidido crear un santuario en el océano para los ocho delfines que mantiene en sus instalaciones. Su plan es culminar el traslado para 2020, y ya está buscando la ubicación concreta.

Al mismo tiempo, un equipo liderado por Lori Marino está trabajando en un santuario para belugas y orcas. El proyecto puede verse en esta web y en esta conferencia.

Así pues, quizás en un futuro cercano veamos tres santuarios en el mar ofreciendo una vida mejor a algunos cetáceos. Es esperanzador que varios proyectos vayan a desarrollarse al mismo tiempo, por las posibilidades de aprendizaje compartido y de sinergias. Por ejemplo, los tres proyectos tienen en cuenta el deseo del público de ver delfines, y para conciliar ese deseo con la intención de no causar molestias a los animales, los tres apuestan por el uso de tecnologías audiovisuales con las que mostrar las vidas de los animales en el santuario a través de internet, y por ofrecer experiencias virtuales. Con suerte, además, estos proyectos inspirarán otros similares.

La idea de un santuario es también defendida por la Fundación Franz Weber y Libera!, quienes han diseñado un programa de transformación de los zoos bautizado como ZOOXXI y expuesto en su web. Lo que propone ZOOXXI de cara al futuro inmediato es dejar de una vez por todas de capturar delfines. Si alguien no sabe cómo funciona la captura, le recomiendo el documental The Cove, que puede verse aquí.

ZOOXXI también propone detener la cría en cautividad. Mientras tanto, con los que ya están cautivos, tenemos la obligación moral de darles el mejor trato posible. Y es fundamental comunicar todo esto a la sociedad, explicar que los delfines no son nuestra propiedad, no existen para nosotros, no nos pertenecen. Explicar que si a la gente le gustan los delfines, debería saber que en los zoos solo hay animales deprimidos y estresados, que están dejando de ser ellos mismos.

Al mismo tiempo, no muy lejos del Zoo de Barcelona, es posible ver cetáceos en libertad, viviendo sus vidas en un entorno natural: basta con salir a navegar por la costa catalana, tener paciencia y un poquito de suerte. Pero aquí también hay una cuestión importante: si salimos a ver animales a su medio natural, ya sea delfines o cualquier otra especie, hay que hacerlo de manera respetuosa y sin causar molestias a los animales ni contaminar su entorno.

El ser humano es la especie con el mayor cociente de encefalización (el cociente entre la masa del cerebro que presenta una especie y la que sería esperable para una especie de ese tamaño). Y en segundo lugar están los delfines, muy por delante de primates, elefantes, lobos, loros o córvidos, las otras especies que sabemos que son más inteligentes. Pero los delfines ya existían millones de años antes que nosotros, y durante mucho tiempo han sido la especie más inteligente del planeta. Nosotros, en cambio, hemos tardado demasiado en darnos cuenta de lo inteligentes que son. Aunque algunas culturas tradicionales contaban historias acerca de la inteligencia de los delfines, la ciencia apenas hace algunos años que ha comenzado a estudiar sus capacidades cognitivas.

En el libro antes citado, Carl Safina nos recuerda que hace 25 millones de años, el cerebro más inteligente de este planeta era el de los delfines. Y añade que, en algunos aspectos, estaría bien que siguiera siendo así, porque mientras los delfines fueron el animal más brillante, no hubo conflictos políticos, ni religiosos, ni éticos, ni ecológicos. Y yo añadiría: no tuvieron guerras mundiales, ni desarrollaron industrias del armamento, ni comerciaron con esclavos, ni contaminaron el planeta, ni extinguieron otras especies de animales o plantas, ni arrasaron ecosistemas. Llevan mucho más tiempo que nosotros siendo inteligentes y son mucho más beneficiosos que nuestra especie.

Quiero creer que los seis delfines del Zoo de Barcelona serán afortunados y su situación mejorará. Y sin embargo, esa esperanza no debe hacernos olvidar al resto de animales que esperan su suerte en el mismo zoo. Más de 2.000 individuos pertenecientes a más de 300 especies malviven en el Zoo de Barcelona, en condiciones que les impiden desarrollar con plenitud sus capacidades, que les impiden seguir la forma de vida de su especie; en definitiva, ser ellos mismos.

Y el Zoo de Barcelona todavía está adquiriendo más animales: la Plataforma ZOOXXI ha denunciado que va a incorporar próximamente tres leones marinos procedentes de otros zoos, perpetuando así los problemas en vez de resolverlos. En el Zoo de Barcelona todavía hay una vergonzosa atracción de ponis, en la que los animales son obligados a dar vueltas y más vueltas y más vueltas a un recinto, cargando sobre sus lomos el peso de los niños, tratados como si no fueran más que juguetes. Tan solo esa atracción de ponis ya demuestra que los discursos del zoo acerca de su función educativa no son más que palabrería hueca en busca de una justificación imposible, porque la explotación de animales por dinero no tiene ninguna legitimación ética.

A los seres humanos, demasiado a menudo, nos ciegan el egoísmo y la ignorancia. Creemos que somos el centro del mundo, que todo gira a nuestro alrededor. Que los demás seres vivos existen para servirnos. Esa voluntad de dominio se excita cuando logra someter a los animales. Aumenta nuestra sensación de superioridad. Qué listos somos los humanos que logramos que los delfines hagan acrobacias. Con cada jaula crece nuestro orgullo. Hay gente que se construye su ego arrastrando jaulas llenas de animales cautivos. Hay gente que se siente superior porque ha logrado encerrar animales maravillosos en jaulas diminutas, porque los ha sometido, empequeñecido, reducido, recortando su vida y su mente, robándoles su fuerza y su belleza. Hay gente que desea con tantas fuerzas que los animales sean inferiores, que los encierra y maltrata hasta robarles la última brizna de salud mental, para entonces afirmar que son bestias irracionales y que no sabrían hacer nada sin sus cuidadores humanos. Hay gente que quiere ser la cumbre de la creación, y se erige en monarca de un manicomio lleno de animales enloquecidos de tristeza y sufrimiento. Nuestro deseo de dominio destruye las vidas de los animales e incrementa la estupidez de los humanos. Cuando un ser humano roba la vida y la libertad de otros animales no está demostrando su superioridad, sino agrandando su egoísmo y su ignorancia.

Tenemos que aprender a bajarnos de nuestro ego. No somos más importantes ni mejores que los delfines, los leones marinos, las focas, los elefantes, los grandes simios, los caballos, los ponis, los lobos, los ciervos, las vacas, los cuervos, los loros... y podría hacer una lista muy larga. No somos mejores que ninguno de los animales que malviven encerrados en el Zoo de Barcelona o en cualquier otro zoo. De hecho, los zoos no son más que los templos que erigimos para celebrar el egoísmo humano, construidos sobre el dolor de los animales. Lo mejor que podemos hacer por los delfines, por los demás animales y por nosotros mismos, es bajarnos todos juntos de nuestros egos. Y más vale que nos demos prisa.

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