Fantaseo con presenciar una conversación entre dos mujeres. Una de ellas ha muerto y la otra nunca nació. Son dos mujeres mayores: la una, septuagenaria, parece cansada; la otra, ya octogenaria, rezuma una notable vitalidad. Mi imaginación puede sentarlas en un escenario, solas ante una mesita auxiliar con sendos vasos de agua, enfocadas sobre una oscuridad que solo iluminan su pelo muy blanco y sus inquietas miradas diminutas. Ambas muestran una actitud atenta y esa hermosura que expanden en los cuerpos las formas que envejecen (“esa belleza propia de lo que está gastado y marchito” que tienen los vestidos muy usados, escribió una de ellas).
No he dicho que son dos escritoras. Se llaman Marguerite Yourcenar y Elisabeth Costello. Todas las personas que aman la literatura las conocen: Yourcenar fue la primera mujer admitida en la Academia Francesa de las Letras, en 1980; Costello es un personaje principal, acaso su alter ego, del Premio Nobel de Literatura John Maxwell Coetzee, quizás el mejor escritor vivo.
Sentadas en mi imaginación son lo que gran parte de la literatura universal ha descrito con el tópico de dos venerables ancianas. No me avergüenza el tópico: venerables ancianas (a fin de cuentas, la propia Elisabeth Costello llegará a definir una escena como “kafkiana”, palabra tópica donde las haya y que además ella odia, pero que conviene en usar porque, dice, no hay otra).
En mi escena, Marguerite Yourcenar y Elisabeth Costello hablan sobre ranas. ¿Sobre ranas?, os habéis preguntado. Lo sé porque he sentido un parpadeo vuestro también batracio, un levísimo estremecimiento de deditos anfibios. No os ofendáis: la palabra batracia es bella como los ojos de las ranas. Pero más adelante sabremos por qué Yourcenar y Costello están hablando de ranas. De momento, baste decir que ambas escritoras son extremadamente lúcidas y ambas se sienten profundamente impotentes.
Marguerite Yourcenar, que desapareció de la dimensión física de la existencia en 1987, escribió novelas admirables, como Alexis o el tratado del inútil combate, Opus Nigrum y Memorias de Adriano; cuentos exquisitos, poemas y hondos ensayos, algunos sublimes como aquel en el que pensó a Mishima, a quien también tradujo, junto a Virginia Woolf o a James Joyce.
Menos conocida o recordada es su intensa faceta de militante ecologista y animalista, que expresó a través de conferencias, ensayos, meditaciones y artículos, la mayoría publicados en el diario Le Figaro. Con una prosa de inusitada contundencia, Yourcenar, ya en los 70 y 80 del siglo XX, combate el desastre social, económico y ecológico de la globalización, un destino en el que encuentra fatalmente unidos a humanos y animales (animales humanos y animales no humanos). “La destrucción de la naturaleza justifica la del hombre”, advierte Yourcenar. Y arremete contra la brutalidad de la Iglesia y de la ciencia con los animales y contra la tragedia de su industrialización. En ‘Animales de hermosa piel’, un ensayo de 1976 que forma parte del volumen El tiempo, gran escultor, Marguerite Yourcenar critica sin ambages a las mujeres que visten pieles y a los hombres que cazan, que son peleteros y que exhiben a esas mujeres (quienes, por otra parte, dice, “aceptan, con una total inconsciencia, el suplicio de los animales martirizados para ensayar en ellos productos cosméticos)”. “En ese campo”, se atreve, “los sexos se encuentran en perfecta igualdad”. “A todos los que damos nuestro esfuerzo y nuestro dinero (aunque nunca lo bastante de lo uno ni de lo otro) para tratar de salvar la diversidad y la belleza del mundo, esas matanzas nos repugnan”. Nombra a la belleza. La identifica con la diversidad. Y nombra a la bondad: “Se trata de desear a los demás tanto bien como uno se lo desea a sí mismo. Desde que hay simpatía (esa palabra tan bella que significa sentir con...) comienza, a la vez, el amor y la bondad”.
Elisabeth Costello, por su parte, es una vieja escritora australiana que aparece en la obra homónima de Coetzee (publicada en 2003 y que incluye el libro de 1999 Las vidas de los animales), así como en la novela Slow Man, de 2005. Elisabeth Costello alcanzó el éxito con una novela titulada La casa de Eccles Street, protagonizada por Marion Bloom, mujer del Leopold Bloom del Ulysses de Joyce. Ahora la vieja Costello recorre el mundo dando conferencias literarias y, sobre todo, en defensa de los derechos animales. Compara lo que se hace a los animales “en los centros de producción (ya no me atrevo a llamarlos granjas) en los mataderos, en los barcos pesqueros o en los laboratorios” con los campos de concentración del Tercer Reich. Y extiende lo que llama ese “pecado”, “esa enfermedad del alma” de los criminales nazis, a todos aquellos que obviaron su crimen: los vecinos, los conocidos, quienes vivían en las inmediaciones de los campos de concentración y exterminio. “Solamente resultaron inocentes los que estaban en los campos”, concluye.
La situación de los animales fue definida como un “eterno Treblinka” por el escritor Isaac Bashevis Singer, quien tres décadas antes de recibir el Premio Nobel de Literatura, en 1978, había sobrevivido al exterminio nazi, que aniquiló a gran parte de su familia: “Los hombres son nazis para los animales. Su vida es un eterno Treblinka”. Esta comparación es recogida de manera muy similar por nuestras dos escritoras: por Costello como ya hemos visto y por Marguerite Yourcenar, que escribe: “Me digo con frecuencia que habría menos niños mártires si hubiese menos animales torturados; que si no hubiéramos aceptado, durante generaciones, ver a los animales asfixiarse en los vagones jaula, o quebrarse las patas, como les ocurre a tantas vacas, o caballos enviados al matadero en condiciones absolutamente inhumanas, nadie, ni siquiera los soldados encargados de escoltarlos, hubiera soportado los vagones precintados de los años 1940 a 1945”.
Nuestras escritoras se parecen. Ambas son luchadoras infatigables por la especie humana, que se degrada en la crueldad y en la destrucción, y ambas han sido tachadas de sensibleras y moralistas. Marguerite Yourcenar lo explica bien: “Pienso que el problema social es más importante que el problema político, y que el problema moral es más importante que el problema social. Se vuelve siempre a la lucha entre el bien y el mal”. Y señala un camino que va “de la conciencia moral al conocimiento intelectual, del perfeccionamiento de sí al amor de los demás y a la compasión por ellos”. “Desearía vivir”, anhela Yourcenar, “en un mundo sin ruidos artificiales e inútiles, sin velocidad, y en el cual la noción misma de velocidad sería despreciada o aborrecida; los medios rápidos de transporte estarían reservados para las profesiones indispensables o para algunos casos graves. Un mundo sin efusión de sangre humana o animal, en el cual todo crimen se consideraría odioso, conllevando sanciones prácticas y purificaciones morales. Un mundo en el que todo objeto viviente, árbol, animal, sería sagrado y jamás destruido, salvo por absoluta necesidad y con un sentimiento de aflicción”. Talar un árbol es para ella “matar lo que no puede huir”.
En su última conferencia, un mes antes de morir, ofrecida en la Universidad Laval de Quebec y titulada ‘Si aún queremos salvar la Tierra’, denuncia la destrucción de los bosques, la contaminación del agua, el consumismo ciego, la demografía disparatada (preocupación obsesiva que comparte con Fernando Vallejo): “Una sociedad de desperdicio”, alerta, “que conduce no solamente a un deterioro de la condición psicológica y social del hombre, sino incluso a un deterioro de la Tierra” y que responde a una herencia judeocristiana que se apartó del Eclesiastés (“¿Quién sabe si el hálito del hombre sube arriba y el de la bestia desciende abajo, a la tierra?”) y del humanismo renacentista del Leonardo que liberaba pájaros presos en las jaulas de los mercados de Florencia. El activismo ecologista de Yourcenar bebe también de ese humanismo: “Cada hombre”, dice, “para vivir humanamente, debe tener el aire necesario, una superficie viable, una educación, algún sentido de su utilidad. Necesita por lo menos una migaja de dignidad y algunas simples felicidades. Crear terrenos baldíos donde pululan millones de niños abandonados es deshonrar a la especie”.
Se parecen tanto Marguerite Yourcenar y Elisabeth Costello: ambas se remiten a Plutarco, que rechazaba comer cadáveres; ambas buscan una forma serena de dirigirse a sus congéneres, que les haga abrir los ojos y el corazón: una forma, aspira Costello, que no sea polémica sino filosófica, que aporte luz en vez de dividirnos. Yourcenar dice “no somos jueces”, y propone abrir los ojos con una calma que sea contagiosa. Pero clama contra la indiferencia y la insensibilidad frente a la violencia y la brutalidad cotidianas como Costello contra el negacionismo. Ambas acusan a santo Tomás por proclamar que solo el hombre está hecho a semejanza de Dios (para Yourcenar, “esa odiosa concepción de Dios que inventa el sacrificio”; Costello piensa que tal vez “nos inventamos a los dioses para poder echarles la culpa”), y ambas señalan a la razón cartesiana como el tenebroso momento en que la humanidad rompió su vínculo con lo otro que también era: la naturaleza y el animal. Con su “Pienso, luego existo”, Descartes dejó fuera de la consideración de existencia a todas las criaturas no humanas, partiendo de una visión antropocéntrica del hecho mismo de pensar. ¿Es que no piensa la abeja que construye en el aire complejísimos planos de información para sus congéneres? ¿Es que no piensa el perro abandonado que recorre cientos de kilómetros para volver al que cree su hogar? Para Yourcenar, “la misma fuerza que piensa en el hombre, repta en la lombriz, vuela en el ave o vegeta en la planta”. Descartes abrió una herida entre los humanos y el resto de la naturaleza. Más allá del pensamiento, despojando a los otros animales de la capacidad de sentir Descartes inauguró la era de un progreso que abrió las más crueles tinieblas en nuestra relación con los otros animales y con el resto de la naturaleza. Los animales se conciben desde entonces como máquinas, materia prima, productos de consumo. La industrialización los convierte en meros instrumentos. Desde esa concepción, Auschwitz empezó con Descartes, y así lo vio también Adorno: “Auschwitz comienza cada vez que alguien ve un matadero y piensa: son solo animales”. En La insoportable levedad del ser, Milan Kundera consideró que, con su abrazo al caballo de Turín, Nietzsche pidió perdón por Descartes a todos los animales y a la humanidad. Nietzsche, quien, según Derrida, vio al “hombre como un animal que adolece de sí mismo, una animal todavía indeterminado, un animal a falta de sí mismo, un animal prometedor”.
La moral de Marguerite Yourcenar fue marcada para siempre en la infancia: con la sorda caída del cuerpo abatido por un disparo de una gata que estaba, solo siendo, en la rama de un árbol, y con el ruido de otro disparo, el que mató a su perro Trier una mañana. Nunca dejó de tener pesadillas con esos sonidos. La moral de Elisabeth Costello, por su parte, se formó en las sequías de la Victoria rural, seguidas de lluvias torrenciales que llenaban los ríos de animales ahogados. Yo ya no fantaseo solo con una conversación entre ellas, sino con que, de hecho, pudieran ser la misma. No por idénticas sino por parecidas: ¿podría Coetzee haberse inspirado en la persona escritora Marguerite Yourcenar para crear el personaje de la escritora Elisabeth Costello? Parece improbable, pues en los ensayos literarios que conozco de Coetzee sobre diversas escritoras no figura, para mi sorpresa, Marguerite Yourcenar. En mi imaginación, no obstante, (¿y acaso la mera imaginación no es una forma inmaterial de escritura?) ha surgido esa revelación: Marguerite Yourcenar y Elisabeth Costello podrían ser la misma, o haber sido muy estrechas colaboradoras o amigas, o haberse al menos conocido. Sin duda, la historia de la literatura las sentará juntas para que mantengan una charla infinita. A fin de cuentas, la grandeza de la literatura consiste en permitir la conversación entre una mujer muerta y una mujer que no existe. Y en asistir a ella.
Estoy segura de que a Marguerite Yourcenar y a Elisabeth Costello les habría gustado leer a Jonathan Safran Foer, el célebre novelista de Washington que cuando iba a ser padre se preguntó qué era, exactamente, lo que iba a dar de comer a su hijo. De su investigación, que le llevó a recorrer numerosas granjas y mataderos de los Estados Unidos, surgió su libro Comer animales. Él nunca volvió a comerlos. Marguerite Yourcenar odiaba la publicidad, para ella la mayor expresión de la impostura. Estaba en los cierto: no hay más que ver la publicidad habitual de una empresa como Campofrío, quintaesencia del holocausto animal, para confirmar la enorme falacia que representan esos anuncios en que rosados cochinillos corretean por un campo de infinita hierba brillante, o esas vacas de los anuncios de Pascual que pacen con calma budista bajo un cielo del mejor azul. Todo eso es mentira: Safran Foer dice que podría escribir una enciclopedia del sufrimiento que vio en los mataderos de EEUU y de la crueldad intencionada y extrema que le refirieron los trabajadores. No habla de los activistas que se infiltran con sus cámaras y sacan a la luz esa realidad; habla de los propios inspectores y supervisores de granjas, que han informado de los “actos deliberados de crueldad que suceden de manera regular”: palos para golpear a las crías de los 45 millones de pavos que se comerán en EEUU el Día de Acción de Gracias; pollos pisoteados para ver cómo estallan; cerdos golpeados con tuberías metálicas; vacas desmembradas cuando aún están vivas; descargas eléctricas en los ojos de los cerdos, sal en su hocico previamente cortado como una loncha de jamón, sal en su ano; cerdos perseguidos hasta que caen al tanque de escaldado. Y todo el mundo lo sabe, afirma un trabajador de un matadero. Según el propio Consejo Nacional del Pollo, el 26% de los mataderos incurren en maltratos tan serios como para ser clausurados: aves vivas en la basura o en el tanque de escaldamiento. En el 25% de los mataderos ovinos se cometen maltratos tan graves como colgar por las patas, de un gancho, a un animal aún consciente, o atizar a las vacas con varillas eléctricas. Safran Foer recuerda que el Observatorio de Derechos Humanos alerta de que los empleados en granjas industriales trabajan en condiciones que describen como “violaciones sistemáticas de los derechos humanos”. La industria de la carne trata tanto a los animales como al “capital humano” como si fueran máquinas. Y los trabajadores vuelcan sus frustraciones en los animales, ceden a las exigencias sin escrúpulos de los supervisores o, simplemente, escribe Safran Foer, “son claramente sádicos en el sentido más literal de la palabra”.
Aquí Elisabeth Costello se pone muy nerviosa, siente pudor de que Safran Foer haya escrito esto y yo lo haya reproducido aquí. Al oír estas crueldades, que califica como satánicas, quiere gritar “¿Por qué me hacéis esto”?, como quiso hacerlo cuando leyó la novela que relata al detalle la lenta tortura hasta la muerte que sufrieron los conspiradores contra Hitler, episodio que refiere en su Lección 6, ‘El problema del mal’. Apoya, desfallecida, la cabeza en las manos, y, harta del espectáculo, de sí misma y del mundo, se indigna ante lo que llama “obscenidad”: obsceno porque estas cosas no deberían suceder y nuevamente obsceno porque una vez que han tenido lugar nadie debería, dice, sacarlas a luz. Si se quiere conservar la cordura (la cordura que Nietzsche perdió definitivamente abrazado en el empedrado de Turín a un caballo exhausto por el látigo) habría que tapar, esconder las cosas que pasan en los mataderos, esa matanza que, dice, “no es distinta en escala ni en horror ni en importancia moral a lo que llamamos el Holocausto”. Va, como fue Yourcenar, más allá: “Nadie habría soñado siquiera con los campos de exterminio si antes no hubieran existido las plantas de procesamiento cárnico”.
“¡Puta fascista!”, le grita por teléfono una mujer anónima, escandalizada, como muchos otros, por esa comparación con el Holocausto, por otorgar al sufrimiento de los animales y de los judíos la misma importancia moral. No lo aceptan porque deciden no ver, no abrir los ojos, como quiso Marguerite Yourcenar, como quería su Adriano. Estas dos ancianas venerables que vemos conversando sobre belleza y bondad son despreciadas por sus propios hijos y hasta insultadas por la ceguera.
Pero, ¿por qué Elisabeth Costello, que ha pasado toda su vida llamando la atención de manera explícita sobre la realidad de las granjas industriales y de los mataderos, considera ahora una obscenidad relatar los detalles de los padecimientos y humillaciones, propios del diablo, que se inflige a los rehenes de Hitler? Porque siente pudor. “Como hermana”, dice. Con una honestidad intelectual y personal (si puede decirse así de un personaje) conmovedoras, Costello se pregunta si puede salir intacto un escritor que se adentra tanto en el bosque de los horrores nazis, y teme la posibilidad de que esa experiencia le haga volverse peor. Si escribir lo que uno desea es bueno para sí mismo, si los escritores que se aventuran en los territorios más oscuros del alma regresan siempre ilesos. Se plantea la censura. De hecho, su siguiente conferencia, centrada en la crítica a esa novela sobre los nazis, se titulará ‘Testigo, silencio y censura’. Piensa en las dimensiones del mal. En el gorrión derribado de una rama por un tirachinas, que es la gata de Yourcenar que dormita en la rama de un árbol y es desplomada de un disparo. Piensa en la maldad del universo: los millones de animales a quienes se provoca dolor y muerte (“llega un punto en que la mente se colapsa ante tal cantidad”, se lamenta, porque, paradójicamente, como señala la filósofa francesa Florence Burgat, la dimensión de las cifras de maltrato y de muerte hace difícil la representación de esta realidad). Y se pregunta si es bueno para ella seguir haciéndolo, si no será mejor no gritar demasiado, para no incomodar a sus anfitriones y evitar titulares agresivos contra ella. Ella, que se ha dedicado a poner ante las narices de la gente lo que pasa en los mataderos, suplica que la dejen mirar hacia otro lado, apartarse de la banalidad del mal (aunque piensa que habría que empezar a retirar ya esa palabra, “banal”, que ya ha pasado su momento). “¿Es posible, se pregunta, que todo el mundo sea cómplice de un crimen de dimensiones increíbles?”. Se siente vieja y cansada, sin las ganas que tenía antes de discutir. Está desesperada y llena de dudas.
¿Qué deben hacer los escritores ante un mundo semejante? Una escritora muerta y una escritora que no existe. Elisabeth Costello defiende no tener creencias y se define como “secretaria de lo invisible” ante el tribunal que debe darle el salvoconducto “para cruzar la puerta, pasar al otro lado, a lo que venga después”. Toma prestada esa expresión, secretaria de lo invisible, del poeta Czeslaw Milosz. En Comer animales, Safran Foer también sería, en sentido estricto, un secretario de lo invisible: desvela, con datos, testimonios y narración, lo que el secretismo de las granjas industriales quiere ocultar. Y gracias en parte a que Safran Foer fue un secretario que escribió al dictado, hoy nadie ignora que la ganadería contribuye al calentamiento global más que ningún otro sector. El primer periódico de los Estados Unidos, The New York Times, ha publicado editoriales contra el sistema de las granjas industriales, reconociendo, literalmente, que “la cría de animales se está convirtiendo en maltrato de animales y el estiércol, en un residuo tóxico”. La crítica a las granjas industriales ha llegado a la conciencia pública, y no podemos, dice Safran Foer, alegar ignorancia, solo indiferencia. Tenemos la oportunidad y la responsabilidad. “Somos aquellos”, dice Foer, “a quienes se nos preguntará, con toda la justicia del mundo: ¿Qué hiciste cuando te enteraste de lo que implica comer animales?”.
Ya sabemos lo que implica. El mismo Safran Foer, secretario de las granjas y mataderos invisibles, nos lo ha contado. Ahora solo caben sus preguntas: “¿Cuántas veces tienen que repetirse estas salvajadas para que una persona decente sea incapaz de pasarlas por alto? Si supierais que uno de cada mil animales sufrió la salvajadas que se acaban de describir, ¿seguiríais comiendo carne? ¿Y si fuera uno de cada cien? ¿O uno de cada diez?”. Marguerite Yourcenar nos conmina a implicarnos: “Hagas lo que hagas, siempre implicado. Nunca tener buena conciencia”. Y nos agita: “Seamos subversivos. Hay que rebelarse contra la ignorancia, la indiferencia, la crueldad. Y en la humilde medida de lo posible, cambiemos (es decir, mejoremos si es que se puede) la vida”. Coincide con Derrida en esa necesidad de cambio de una violencia industrial, científica y técnica que se ha hecho insostenible. Un cambio en el doble sentido de necesidad ontológica y de deber ético. Los hábitos que Yourcenar cambió hace décadas, partiendo en varios trozos las servilletas de papel, defendiendo esas montañas cuya silueta, se lamentaba, ya no se recortaba con nitidez a causa de la contaminación. “Nunca será demasiado tarde para intentar obrar bien, mientras haya sobre la Tierra un árbol, un animal o un hombre”, respondió en otra entrevista Yourcenar.
Habíamos dejado confusa a la escritora Elisabeth Costello. Estaba maleada por el mal, quizá necesitaba descansar. Parecía llorar. Pero ahora la vemos casi eufórica. “Creo en el irreprimible espíritu humano, creo en que toda la humanidad es una sola cosa”. Parece la budista Yourcenar. “Creo en el carnero de Odiseo y creo que no es una simple idea, que el carnero está vivo aunque lo vayan a obligar a morir, creo en lo que le pasa”. Hasta la oímos musitar: “Qué bello es este mundo, aunque solamente sea un simulacro”. Y sigue: “Creo en las marismas del río de Dulgannon de mi infancia. De noche se oía el bramido de decenas de miles de ranas regocijándose en la generosidad del cielo. ¿De dónde llegaban de repente aquellos millares de ranas? La respuesta es que siempre están ahí. Para las ranas no es ninguna alegoría, es la cosa en sí, es lo único que hay. ¡Creo en esas ranas diminutas! El Dulgannon y sus marismas son reales, las ranas son reales. Existen independientemente de que yo les hable o no a ustedes de ellas, independientemente de que yo crea en ellas. Es debido a la indiferencia de esas ranas diminutas hacia lo que yo crea, es debido a su indiferencia hacia mí que creo en ellas. Porque las ranas existen. El río existe. Las ranas existen. Yo existo. Creo en lo que no se molesta en creer en mí”.
Marguerite sonríe a Elisabeth. Piensa que los verdaderos escritores son necesarios porque expresan lo que otros sienten sin poder darle forma. Piensa que es por eso que todas las tiranías los amordazan. Piensa que un escritor es útil si desembaraza a los lectores de timideces y prejuicios. Piensa que si el crudo pasaje de su libro Recordatorios sobre los elefantes masacrados ha desanimado a un solo rico ocioso en su plan de ir a África para matar a un elefante, o impide que una sola mujer compre una baratija de marfil, haber escrito Recordatorios está justificado.
Casi exultante también, Yourcenar interrumpe a Costello: “Nada habré amado tanto”, le contesta, “como aquellos encuentros a través de los muros de las especies: el ave que nos habla o que se posa en nuestra mano, la ardilla poco temerosa, el perro amigable. Tal vez más bello aun cuando simplemente viven ante nosotros sin conocernos y les importamos tanto como la rama de un árbol. La libélula con cuerpo de coral, de un rosado visible solo cuando se posa sobre mi mano. Durante el vuelo, la gasa de sus alas lo recubre”.
Veo a ambas venerables damas brillar en la oscuridad de la sala de mi imaginación, sus mejillas, sus miradas, sus sonrisas. Yourcenar continúa: “Hoy vi a la sabia rana sobre la roca, al borde de la toma de agua en el jardín. Inmóvil, como mineral, bebiendo la luz y el aire, muy antigua y venerable criatura dotada con una sabiduría anfibia. Y tan lejos de mí que no existe medio alguno para hacerle percibir mi amistad por ella”. Costello da un brinco casi batracio en su sillón y exclama: “GOD-DOG”.
Y todo se ilumina.
(Este texto fue leído por su autora en el Círculo de Bellas Artes de Madrid en el marco del Festival Eñe 2015)