La conciencia en los animales

Cada vez son más los nombres que se pronuncian en favor de la cognición animal.

Nidia García Hernández

Santa Cruz de Tenerife —

“¿Por qué los egos humanos parecen tan amenazados por la idea de que otros animales piensen y sientan?”, se pregunta Carl Safina, conservacionista marino y profesor de la Universidad de Long Island. Durante siglos ha existido un alejamiento claro del hombre con respecto a los animales, una idea de supremacía y diferenciación motivada por nuestra necesidad de sentirnos especiales. Abonada en terreno religioso, este sistema centrado en resaltar lo que nos separa y en encumbrarnos como especie, ha supuesto un lastre a la hora de conseguir algo que sí nos caracteriza: la curiosidad y el impulso de conocer mejor el mundo en que vivimos.

Afortunadamente, son cada vez más los nombres que se atreven a desafiar la ortodoxia científica y apuestan por el estudio de la cognición animal. Se empieza a aceptar el hecho de que muchas de las capacidades que nos otorgamos no nos pertenecen en exclusiva. Un área controvertida, pues conceder pensamientos y emociones a los animales nos inclina a verlos como individuos, poniendo en cuestión la explotación y el trato al que se los somete. Moralmente hay mucho en juego.

Cada año, millones de animales son sacrificados para la alimentación o la investigación, mercantilizados y sometidos a condiciones censurables. Dotarlos de conciencia y sentimientos genera un debate que puede dar pie a un cambio de enfoque. Como ya ocurriera tiempo atrás con la lucha por los derechos civiles de las razas oprimidas o, sin ir más lejos, de las propias mujeres; aspectos que hoy se nos antojan inverosímiles pero que eran una realidad aceptada en su momento.

“Sólo los seres humanos tienen una mente humana”, reconoce Safina. “Pero creer que solamente los humanos tienen mente, es como creer que debido a que sólo los seres humanos tienen esqueletos humanos, sólo los seres humanos tienen esqueletos.”

¿Son conscientes los animales?

La pregunta sobre la conciencia animal tiene su raíz en las discusiones sobre la naturaleza humana de la antigua Grecia. Aristóteles creía que sólo los humanos eran seres racionales. Descartes, por su parte, hablaba de reflejos en los animales, considerando que éstos actuaban por medio de automatismos, siendo incapaces de padecer sufrimiento o de sentir emoción.

Darwin se atrevió a dar un paso más allá al desarrollar su idea sobre la continuidad evolutiva. Se planteó ponderar la evolución de la conciencia, ya que sus observaciones le habían llevado a la conclusión de que las diferencias entre especies son más de grado que de clase. Dicho de otro modo, que si nosotros tenemos algo, no es improbable que los animales lo tengan también.

Aunque los inicios de la observación y la experimentación del mundo natural son antiguos, el estudio del comportamiento animal se mantuvo siempre en una proporción anecdótica. Estudiar qué sentimientos o pensamientos pueden motivar la conducta animal ha sido un tema controvertido e incluso, tabú, hasta el punto de poner en entredicho la reputación de aquellos que se adentraban en la materia. Es sonado el caso del biólogo Donald Griffin, respetado por sus descubrimientos del uso de la ecolocalización o sonar en los murciélagos. En 1976 publicó Cuestión de la conciencia de los Animales, donde defendía que el complejo comportamiento observado en las distintas especies no podía responder a meros automatismos. Estas pioneras afirmaciones lo llevaron a perder, en primera instancia, la estima académica.

Dada la dificultad de observación veraz, durante mucho tiempo se consideró una actividad poco científica, tachada rápidamente de antropomorfista. Es decir, de atribuir características humanas a los animales por medio de proyecciones subjetivas. Más una percepción que comprensión real. De ahí que el biólogo Gordon Burghardt abogue por el llamado “antropomorfismo crítico”, que aprovecha la sensibilidad e intuición del observador para generar una hipótesis pero sin dejar de lado la metodología científica.

Esta oposición a tratar con la conciencia puede entenderse, en parte, como un legado de la psicología conductista que rechaza aquello que no puede ser definido en términos observables o experimentales. Actualmente, los investigadores admiten la complejidad de estudiar el estado mental de un animal, especialmente por la ausencia de lenguaje que impide una comunicación directa, pero declaran que los obstáculos no tendrían que impedir que éste sea objeto de estudio.

En este sentido, ha sido crucial el avance tecnológico en campos como la neuroimagen, lo que permite obtener unos datos más certeros. Así, se han apreciado similitudes neurológicas entre los seres humanos y otros animales, lo que sugiere puntos en común en la experiencia consciente. Todos los mamíferos comparten la misma anatomía del cerebro, así como existen similitudes con otros, como las aves.

El neurocientífico canadiense Philip Low, investigador de la Universidad de Stanford y el MIT (Massachusetts Institute of Technology), afirma que: “Las áreas cerebrales que nos distinguen de otros animales no son las que producen la conciencia”. Ya que una de las constantes de diferenciación se sustentaba en la especialidad de nuestro neocórtex. En cambio, ahora sabemos que éste no es el responsable de manifestar la conciencia y sí lo son otras áreas del cerebro que compartimos con algunas especies.

Declaración de Cambridge

Declaración de CambridgeEn julio de 2012, durante una serie de conferencias de la Universidad de Cambridge, tuvo lugar un evento histórico: el manifiesto elaborado por una serie de científicos donde declaraban la existencia de conciencia en los animales no humanos. El documento, firmado en presencia de Stephen Hawking, cuenta con eminentes neurólogos como David Edelman, del Instituto de Neurociencias de California, Philip Low, de la Universidad de Stanford y Christof Koch, del Instituto de Tecnología de California.

La investigación sobre la conciencia es un campo que está evolucionando rápidamente y en el que han sido desarrolladas numerosas técnicas y estrategias para el estudio de animales humanos y no humanos. Por consiguiente, hay más datos disponibles que dan paso a una reevaluación de antiguas pre-concepciones en la materia.

La investigación, hasta la fecha, ha demostrado la capacidad de los organismos del reino animal de percibir su propia existencia y la del mundo a su alrededor. En los últimos años la neurociencia ha estudiado las áreas del cerebro, descubriendo que aquellas que nos distinguen del resto de los animales no son las que producen la conciencia. De esto se deduce que los animales estudiados son poseedores de ella, porque las estructuras cerebrales responsables de los procesos que generan la conciencia en los humanos y otros animales son equivalentes.

El estudio de los expertos concluye que animales como los pájaros, los pulpos y, en general, todos los mamíferos tienen los sustratos neuroanatómicos, neuroquímicos y neurofisiológicos que generan la conciencia junto con la capacidad de exhibir comportamientos intencionales. Es decir, que poseen la habilidad y la utilizan.

Para Low, el papel de los científicos no es decir lo que la sociedad debe hacer pero sí hacer públicos los descubrimientos, dar a conocer los datos. Es partidario de que éstos sirvan de base para que la sociedad discuta sobre sus implicaciones, decidiendo si es necesario formular nuevas leyes que protejan a los animales o ampliar los estudios al respecto.

En Europa, el interés y la preocupación hacia los animales condujo al Tratado de Lisboa, aprobado por los Estados miembros de la Unión Europea, que entró en vigor el 1 de diciembre de 2009. En él se introduce la obligación de poner en marcha políticas públicas integrales en defensa de los animales, concretamente en la agricultura, pesca, transporte, mercado interior, políticas de investigación y desarrollo tecnológico. Considerando, novedosamente, que los animales son seres sensibles, a los que debe proporcionarse requisitos de bienestar.

La prueba del espejo

Descubrir si los animales tienen conciencia de sí mismos puede parecer una tarea imposible pero los científicos han elaborado un método con el que medir esta capacidad en diferentes especies. Se la conoce como prueba del espejo, ya que se basa en atisbar el reconocimiento de los animales frente a su propio reflejo. Para ello, los investigadores suelen marcar, inadvertidamente, el cuerpo del animal con un tipo de pintura sin olor en una zona de difícil acceso, de modo que sólo sea posible verlo a través de la imagen en el espejo. Al darse cuenta de esto, el animal busca la pintura en su propio cuerpo, demostrando así que es consciente porque no relaciona la mancha con un sujeto ajeno, sabe que es suya.

Desarrollada por Gordon Gallup Jr. en 1970, se inspiró en la experiencia de Charles Darwin, quien llevó a cabo un intento similar con un orangután del zoológico de Londres. Desde entonces, la prueba del espejo se ha ido repitiendo en animales de todo tipo, obteniendo el aprobado de chimpancés, orangutanes, delfines, orcas, elefantes, cerdos e incluso urracas.

Ésta es una capacidad notable, de hecho, los bebés no pueden reproducirla hasta alcanzar entre los 18 y los 24 meses de edad. Supone una comprensión del concepto del “yo”, diferenciado claramente del de “los otros”. De esta manera, los investigadores tratan de mejorar su comprensión de los principios que rigen la evolución cognitiva, así como de los mecanismos neuronales subyacentes.

La humana no es la única medida

“En nuestra prisa por destacar que los animales no son personas, nos hemos olvidado de que las personas también son animales”, afirma Frans de Waal, primatólogo y profesor de psicología de la Universidad de Emory. La ciencia había subestimado las habilidades de los animales, con los cuales compartimos una raíz común. Simplemente hemos evolucionado hacia vías distintas. El hecho de que los humanos hayamos alcanzado la capacidad de reflexionar, empatizar o planificar, denota que existen en la naturaleza los ingredientes necesarios para que esto suceda, lo cual no tendría por qué estar vetado a otras especies.

Igualmente, se ha venido utilizando una única vara de medir hecha a escala y proporción humana, cuando es innegable que los animales nos superan con muchas de sus capacidades. La cognición toma diferentes formas, consiguiendo que las aves capturen presas en movimiento gracias a los ecos de sus propios chillidos o que las ardillas sean capaces de recordar la ubicación de cientos de bellotas enterradas. Lo mismo ocurre con los chimpancés. En la Universidad de Kyoto han demostrado que éstos tienen una extraordinaria memoria numérica, mejor que la de humanos adultos. ¿Nos sentimos inferiores por ello? ¿Son acaso equiparables?

“A cualquiera que sepa de animales se le ocurren otras muchas comparaciones cognitivas en las que no salimos bien parados”, aprecia de Waal. “No se trata de una escala, sino de una enorme pluralidad de sistemas cognitivos con muchos picos de especialización”.

Low, por su parte, aprecia la ironía existente en nuestro afán de encontrar vida inteligente fuera del planeta mientras menospreciamos la inteligencia de los animales de la Tierra. Afortunadamente, la ciencia está ampliando sus miras con consecuencias significativas para el conocimiento. Se abre todo un mundo de posibilidades y sin necesidad de salir de casa.

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