El fenómeno Chris McCandless
Era 1845 cuando Henry Thoreau renegó de su vida en el pueblo de Concord y se adentró en los bosques de Massachusetts con un propósito claro: vivir deliberadamente. “Enfrentar solo los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar. Vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida para no darme cuenta, en el momento de morir, que no había vivido”, serían sus palabras.
Durante dos años se trasladó a una cabaña, sumergida en plena naturaleza, desde la que trascribiría sus pensamientos. Un trabajo de introspección que vería la luz en Walden. La obra expresaba su deseo de escapar del exceso de civilización. La búsqueda de una vida más simple y carente de lujos pero donde la contemplación estuviera presente. Para Thoreau, la mayoría de la gente se limitaba a reaccionar sin mayores propósitos o posponiendo éstos a un futurible mañana. “No viven, sobreviven”, diría.
Este mensaje calaría hondo en otro soñador que también se cuestionaba el modo de vida que le habían marcado. Su nombre era Chris McCandless. Recién licenciado en 1990, donaría todos sus ahorros y partiría hacia el norte de Estados Unidos, en un viaje sin fecha de regreso. Su historia se haría célebre a raíz de un artículo del periodista Jon Krakauer quien, cautivado por el personaje, recabaría más datos con la intención de conformar su futuro best seller: Hacia rutas salvajes. El germen que daría lugar al antihéroe en el que muchos se verían reflejados.
Sean Penn llevaría el relato al cine, diez años después, alimentando el mito que divide entre la adoración y el rechazo. Visto como un ejemplo por su determinación y afán de aventuras, es tachado de suicida entre aquellos que se enfrentan a la naturaleza sin idealizaciones. Los más pragmáticos ven en su persona el cliché de joven inconsciente que infravalora la dureza de un entorno salvaje, endulzado por lecturas de Jack London; el aspirante a encarnar el papel de pionero sin apenas haber dejado la ciudad, como movido por una especie de arrogancia que le hace ignorar las adversidades o creerlas amortiguadas por simple ímpetu. “Adentrarse en una región agreste mal equipado a propósito y sobrevivir a una experiencia rayana con la muerte no te convierte en una persona mejor, sino en alguien condenadamente afortunado”, expresarían las cartas de protesta frente al artículo de Krakauer.
Es el reverso al factor inspiracional que provoca el personaje. Entre sus defensores, o al menos, entre los que se muestran comprensivos con sus inquietudes, se encuentra el propio autor. También montañista, compartió la fantasía de sanar sus heridas existenciales alcanzando un glaciar de nombre premonitorio: el Pulgar del Diablo. Tenía 23 años −uno menos que McCandless al comienzo de su viaje− con la diferencia de que él vivió para contarlo.
“Cuando eres joven, es fácil creer que mereces aquello que deseas y asumes que si quieres una cosa con el suficiente empeño, tienes todo el derecho del mundo a conseguirla. En el momento de partir rumbo a Alaska aquel mes de abril, era un joven inexperto que confundía la pasión con la reflexión y actuaba siguiendo una lógica inconexa y oscura. Mi actitud no se diferencia de la de Chris McCandless. Estaba convencido de que escalar el Pulgar del Diablo era la solución a todos mis problemas. Al final, claro está, no cambió casi nada. Pero comprendí que las montañas no eran buenas depositarias de los sueños, y sobreviví para contar mi historia.”
Con este bagaje a sus espaldas, Krakauer siguió el rastro de McCandless. Su recorrido fue fácil de atisbar, ya que Chris parecía dejar una impronta en todos aquellos con los que coincidía. Tal vez fuese, precisamente, por la sinceridad que desprendía su discurso; o la vehemencia con la que narraba su propósito de vivir una vida libre −que no estuviera marcada por las horas del reloj− lo que forjaría un recuerdo imborrable, incluso, entre los que apenas compartieron unas horas a su lado.
Las anécdotas de sus espontáneos compañeros de viaje, ocupan gran parte del libro escrito por Krakauer, ya que éste estuvo lleno de conexiones humanas, muestra de una personalidad que nada tenía que ver con el ermitaño de manual por el que sería fácil decantarse. De hecho, uno de estos encuentros azarosos, sería especialmente significativo para un octogenario llamado Ron Franz. Lo que empezaría como el apeo casual de un autoestopista en el desierto de Colorado, terminaría con una propuesta de adopción por su parte.
Franz era un antiguo militar que perdió a su mujer y a su hijo en un accidente, lo que lo conduciría a llevar una vida principalmente solitaria. Este encierro en sí mismo se vio truncado al conocer a McCandless. Bastarían unos meses de vivencias compartidas para ganarse el afecto incondicional de Ron quien, en un intento desesperado por retenerle, se ofreció a adoptarle.
“Mi madre era hija única –contó al periodista−, como mi padre, y no tengo hermanos. Ahora que mi hijo ha muerto, sólo quedo yo. Cuando me vaya de este mundo, mi familia habrá desaparecido para siempre. Así que le pregunté si podía adoptarlo, si quería ser mi hijo”.
Así de fuerte era el poder de atracción que ejercía Chris que, un tanto incómodo con la petición, prometió retomar el tema al volver de Alaska. Durante el mes que tardó en llegar a Fairbanks –la ciudad más próxima a los bosques del Denali− escribiría algunas cartas al anciano. En ellas, McCandless espera contagiar el dogma vital que se había impuesto, sin ver en la avanzada edad de Ron Franz ningún tipo de impedimento:
“Puede que pase mucho tiempo antes de que nos veamos de nuevo. Pero, si consigo superar la prueba de mi viaje a Alaska y todo sale como espero, te prometo que volverás a tener noticias mías. Quiero repetirte los consejos que te di en el sentido de que deberías cambiar radicalmente tu estilo de vida y empezar a hacer cosas que antes ni siquiera imaginabas o que nunca te habías atrevido a intentar. Sé audaz. Son demasiadas las personas que se sienten infelices y que no toman la iniciativa de cambiar su situación porque se las ha condicionado para que acepten una vida basada en la estabilidad, las convenciones y el conformismo. Tal vez parezca que todo eso nos proporciona serenidad, pero en realidad no hay nada más perjudicial para el espíritu aventurero del hombre que la idea de un futuro estable. El núcleo esencial del alma humana es la pasión por la aventura. La dicha de vivir proviene de nuestros encuentros con experiencias nuevas y de ahí que no haya mayor dicha que vivir con unos horizontes que cambian sin cesar, con un sol que es nuevo y distinto cada día. Si quieres obtener más de la vida, Ron, debes renunciar a una existencia segura y monótona. Debes adoptar un estilo de vida donde todo sea provisional y no haya orden, algo que al principio te parecerá enloquecedor. Sin embargo, una vez que te hayas acostumbrado, comprenderás el sentido de una vida semejante y apreciarás su extraordinaria belleza. En pocas palabras, deja Salton City y ponte en marcha. Te aseguro que sentirás una gran alegría si lo haces”.
Sus palabras dan muestra del arraigo de sus convicciones y aunque tenía claro su destino definitivo, no desaprovechaba las vivencias que iban surgiendo en el camino. Porque aquel rito en el que había convertido sus días, eran un ejercicio constante, basado no sólo en la alternancia de paisajes sino también de personas con las que estaba dispuesto a conversar y aprender de ellas. Puesto que no las rechazaba, sino que, en todo caso, se mostraba crítico con la sociedad en su conjunto. Desde muy joven rechazó el modelo consumista que había vivido de cerca en su propia casa. Su padre −ingeniero de la NASA− terminaría montando una consultoría junto a su esposa, especializada en temas aeronáuticos. Un negocio rentable al que debían dedicar largas jornadas. Chris y su hermana Carine casi no los veían durante la semana, atrapados en aquel horario maratoniano con el que amasarían una pequeña fortuna.
Esto serviría a McCandless como modelo de lo que no debía hacerse. Elegiría una vida austera en la que trabajaría para cubrir los gastos indispensables. Su máximo lujo sería un coche de segunda mano que compraría al terminar el instituto, necesario para sus viajes por carretera. De resto, guardaría la mayor parte de su fondo de estudios y lo que ganaba en trabajos esporádicos para, una vez terminada la universidad, donarlo todo a OXFAM: unos 20.000 dólares. El toque inaugural de la aventura por la que sería recordado, sólo que, esta vez, con una nueva identidad: Moría Chris McCandless y nacía Alexander Supertramp.
Con este pseudónimo se presentaría a todos, un detalle que dificultaría la identificación de su cuerpo. Éste aparecería en el “autobús mágico”, bautizado así por Supertramp en plena euforia tras encontrárselo. Sería su último asentamiento, un viejo autobús abandonado cerca de la Senda de la Estampida, dejado allí en los años sesenta. Originalmente sirvió para transportar materiales de construcción para la carretera que daría acceso a las minas de carbón. Una zona no tan alejada de la civilización pero que, en su decisión de acudir sin brújula ni mapas, le pareció completamente aislada. De haber estudiado previamente el lugar, habría sabido de la existencia de varias cabañas con provisiones a escasos diez kilómetros. Además de una carretera veinticinco kilómetros al sur, que es frecuentada por cientos de turistas que visitan el parque Denali en esa época del año. Pero desde el punto de vista de Alexander Supertramp, estaba solo y listo para ponerse a prueba.
En un trozo de madera que cubría una de las ventanas del vehículo, grabaría su declaración de independencia:
“Hace dos años que camina por el mundo. Sin teléfono, sin piscina, sin mascotas, sin cigarrillos. La máxima libertad. Un extremista. Un viajero esteta cuyo hogar es la carretera. Escapó de Atlanta. Jamás regresará. La causa: no hay nada como el oeste. Y ahora, después de dos años de vagar por el mundo, emprende su última y mayor aventura. La batalla decisiva para destruir su falso yo interior y culminar victoriosamente su revolución espiritual. Diez días y diez noches subiendo a trenes de carga y haciendo autostop lo han llevado al magnífico e indómito norte. Huye del veneno de la civilización y camina solo a través del monte para perderse en una tierra salvaje.
Alexander Supertramp. Mayo 1992“
Inicialmente, su intención era seguir avanzando por el territorio hasta alcanzar el mar de Bering pero la dificultad para orientarse, junto al cada vez más embarrado terreno, lo mantuvo acampado en el autobús. Allí podía controlar mejor la zona, cazar pequeñas ardillas o puercoespines e, incluso, intentar plantar algunos vegetales. Contaba con varios kilos de arroz pero el peso principal de su mochila lo ocupaban nueve o diez libros que iban desde Thoreau a Gogol pasando por Michael Crichton o Robert Pirsig.
Inmerso en estas actividades se mantendría dos meses, tiempo en el que pareció verificar su capacidad de sobrevivir en Alaska sin ayuda de nadie. Desharía sus pasos en julio, momento en el que el deshielo había hecho crecer el caudal del río. El pacífico arrollo que había cruzado a pie en primavera, había mutado en un violento torrente. Cruzarlo a nado era imposible, ya que las fuertes corrientes lo habrían arrastrado, por lo que se vio obligado a retroceder.
Había perdido mucho peso pero el clima no era malo y el bosque rebosaba vida, prolongar su estancia parecía viable. Pese a lo acogedor del entorno, sería una confusión botánica lo que terminaría con su vida, ya que Chris basaba gran parte de su dieta en la patata silvestre. Este tubérculo, que ha sido la salvación de los indios Dena’ina durante los periodos de escasez, también le sirvió de comida de emergencia. McCandless estuvo recolectando las patatas y haciéndose con sus semillas, que también lo alimentaban. Una de las hipótesis sobre su muerte sostiene que confundió éstas con las del guisante silvestre, muy similares en aspecto pero terriblemente venenosas. Krakauer, que creyó esta teoría en un principio, terminó por descartarla. McCandless llevaba meses siendo muy cuidadoso al respecto y el fallo resultaba demasiado repentino a ojos del autor. Reformularía su conjetura en el libro –después de analizar las plantas en un laboratorio− apostando por la mutación que sucede en las semillas de la propia patata, un invento evolutivo que ha mejorado su resistencia pero que sentenció los sueños de Chris.
Es habitual que la familia de las leguminosas, a la que pertenece la patata silvestre, produzca alcaloides. Esta sustancia se concentra en las semillas al final del verano, volviéndolas tóxicas, con la intención de que los animales no se las coman y puedan germinar. Su consumo produce un tipo de envenenamiento que afecta al sistema nervioso central y frena los mecanismos de absorción de los alimentos, provocando la muerte por inanición. Un diagnóstico que encaja mejor con los síntomas de McCandless.
La debilidad se apoderaría rápidamente de su cuerpo e, incapaz de conocer las causas de su fulminante deterioro, escribiría una nota de auxilio arrancando una de las páginas de sus libros:
“S.O.S. Necesito que me ayuden. Estoy herido, moribundo y demasiado débil para salir de aquí a pie. Estoy completamente solo. No es una broma. Por Dios, le pido que se quede para salvarme. He salido a recoger bayas y volveré esta noche. Gracias.
Chris McCandless, ¿agosto?
En esta ocasión, firmó con su auténtico nombre, consciente de la gravedad de su estado. Porque si una cosa está clara, es que Chris no quería morir. En palabras de Krakauer: “McCandless no era un irresponsable, ni un adolescente desorientado y confundido, atormentado por la desesperación existencial. Al contrario, su vida rezumaba sentido y propósito. Pero el sentido que se esforzaba en extraer de su existencia se situaba más allá de los caminos trillados y confortables: McCandless desconfiaba del valor de las cosas que se obtenían con facilidad. Se exigía mucho, más de lo que al final pudo dar de sí.”
La muerte por inanición es uno de los desenlaces más horribles a los que alguien puede enfrentarse. El cuerpo se convulsiona y sufre alucinaciones en medio de un estado de palpitaciones, vómitos y dolores musculares. La extenuación se extiende por el cuerpo, invadiendo la conciencia que se va desvaneciendo poco a poco. En un último esfuerzo, Chris se recostó sobre su saco de dormir y escribió: “He tenido una vida feliz y doy gracias al Señor. Adiós y que Dios os bendiga.” Era el 18 de agosto. Tendrían que pasar casi cuatro meses hasta que unos cazadores de alces encontrasen su demacrado cuerpo.
En el autobús –que hoy en día es punto de peregrinación para cientos de personas− hallaron varios carretes de fotos y su colección de libros. El último que leyó, Doctor Zivago, estaba subrayado y lleno de anotaciones. Junto a uno de los pasajes que pareció llamar su atención, escribiría en letras mayúsculas: “LA FELICIDAD SÓLO ES REAL CUANDO ES COMPARTIDA”. Esta reflexión ha llevado a muchos a especular: ¿Acaso los meses de soledad, retirado en aquel autobús destartalado, le habían hecho valorar más el contacto humano? La frase, unida a su intento de regresar, ¿son pruebas suficientes? Algunos creen que sus días de vagabundear habían terminado, que estaba dispuesto a retornar con la intención de asentarse de nuevo y encontrar en las personas la misma satisfacción que le había proporcionado su viaje. O quizás seguir transitando desiertos y bosques pero, esta vez, con alguien a su lado que atestiguase los beneficios de una vida nómada; con quien poder renovar expectativas cada día, que compartiese los mismos –como le gustaba llamarlos− “cambios revolucionarios”, sin más intención que verificarlos, que hacerlos más auténticos. Porque sí, tal vez, la felicidad sólo es real cuando es compartida.