El helicóptero del SAR que se estrelló en Canarias se quedó a oscuras en el mar por un fallo en un avión de apoyo
El helicóptero del SAR que se estrelló en el mar a 37 millas de Gran Canaria en la noche del 19 de marzo de 2014 se había quedado un minuto antes sumido en la oscuridad absoluta y sin referencias visuales tras un fallo en el sistema de lanzamiento de bengalas del avión que le acompañaba para iluminarle durante una maniobra de entrenamiento nocturno. El accidente de este helicóptero del SAR le costó la vida a cuatro militares del Ejército del Aire cuya misión principal era paradójicamente la de salvar la vida de otros. Un año después del accidente, el juez togado militar que instruye la causa ni siquiera ha tomado todavía declaración al único superviviente del siniestro. La indignación y la impotencia se han instalado desde hace un año entre las familias de los cuatro fallecidos. No solo por la lentitud y el oscurantismo, sino ante la sospecha de que las limitaciones materiales con que sus hijos fueron enviados a una maniobra de entrenamiento nocturno fueron, si no la causa principal, al menos un grave coadyuvante para que se desencadenara la tragedia. Ahora, un año después del siniestro, el primer informe preliminar redactado por la Comisión de Investigación Técnica de Accidentes de Aeronaves Militares (CITAAM) y manejado en la instrucción de la causa, confirma lo que las familias sospechaban desde hace meses: que el helicóptero se quedó dramáticamente a oscuras en medio del mar por un fallo en el avión acompañante apenas un minuto antes de que el Súper Puma se precipitara contra el agua.
El fallo de la bengala de iluminación que debía ser lanzada desde el avión de apoyo no era un fallo cualquiera: provocó que quien pilotaba el helicóptero en ese momento decidiera interrumpir el simulacro de rescate que se disponían a realizar sobre el barco Meteoro de la Armada. La comunicación entre el helicóptero y el barco quedó abruptamente interrumpida cuando el primero comunicaba al Meteoro que había decidido cancelar la maniobra. “Hemos abortado la…” La frase nunca llegó a completarse y el helicóptero desapareció literalmente del mapa. Aún así, nadie reparó en que se había estrellado en medio del océano hasta que el barco intentó sin éxito más tarde restablecer la comunicación. Para entonces, el Súper Puma se hundía a plomo hasta 2.300 metros de profundidad y el único superviviente de los cinco tripulantes, ileso y milagrosamente a salvo tras romper con la cabeza un ojo de buey de cristal, gritaba desesperado los nombres de sus compañeros en medio del Atlántico, con la única compañía del combustible que flotaba a su alrededor.
El Súper Puma del 802 escuadrón del servicio aéreo de rescate (SAR) del Ejército del Aire despegó de la Base Militar de Gando, en Gran Canaria, poco antes de las ocho de la tarde de aquel fatídico 19 de marzo con cinco tripulantes a bordo. Su misión era desplazarse a 37 millas de Gran Canaria para realizar sobre el Meteoro de la Armada un ejercicio de rescate nocturno, conocida en el argot militar como operación de grúa nocturna. El helicóptero debía colocarse a cien metros en vertical sobre el buque de la Armada, hacer descender un fardo a modo de tripulante simulado y volver a izarlo como si realizara un rescate real.
Era una noche de luna, pero la visibilidad era nula en el área donde se produjo el accidente. Y el Súper Puma, pese a la dificultad de la maniobra que debía realizar, carecía de medios autónomos de iluminación y tampoco iba dotado de recursos de visibilidad nocturna. Una limitación material aparentemente incompatible con la realización de entrenamientos nocturnos en un escenario extremadamente complejo como el océano, pero sin embargo una situación habitual en la práctica del 802 escuadrón del SAR, con base en Gran Canaria.
Por esta causa, el helicóptero tenía que ir acompañado a la maniobra por un avión CN del mismo escuadrón. La única tarea de la nave de apoyo consistía en sobrevolar a su vez el Súper Puma, guardando una gran distancia vertical por razones de seguridad, y lanzar bengalas que iluminaran la zona y proporcionaran referencias visuales a los tripulantes del helicóptero. La tarea de apoyo era clave. Sin ella, en medio de la noche, los tripulantes quedaban expuestos a uno de los riesgos más temidos por los pilotos profesionales: perder la noción de dónde está el cielo y dónde está el suelo. Un efecto de desorientación que pueden sufrir los pilotos incluso en vuelos diurnos, pero que lógicamente se hace más grave en condiciones de nocturnidad y oscuridad total.
Aquel 19 de marzo, el ejercicio comenzó como de costumbre: el avión de apoyo partió hacia la zona de maniobras algunos minutos antes que el Súper Puma y se colocó sobre el buque Meteoro. Llegó después el helicóptero: bajó desde los 400 pies de vuelo hasta los cien de altura que exigía la maniobra y realizó dos operaciones de grúa con uno de los tres pilotos que llevaba a bordo. Las dos maniobras fueron iluminadas con las bengalas que lanzaba desde 3.500 pies de altura el avión militar que acompañaba al Súper Puma. Desde el lanzamiento hasta entrar en contacto con el agua, cada bengala se mantenía encendida 4 minutos de media en un escenario descrito en los informes técnicos como de visibilidad “nula”.
A las ocho y media de la noche, la tripulación del Súper Puma concluyó la primera fase del ejercicio, ascendió y se alejó del barco para volver a realizar la maniobra de aproximación en bucle hacia el Meteoro y repetir el entrenamiento. En ese lapso de tiempo, debía producirse un cambio en el asiento del piloto que asumía el mando de la nave y también un relevo en el puesto del sargento operador de grúa. Tras el cambio, el helicóptero volvió a posicionarse sobre el barco. Pero entonces comenzó una secuencia de hechos que alteraron dramáticamente el curso previsto de los acontecimientos.
Con el Súper Puma de nuevo posicionado en vertical sobre el barco en modo estacionario, el avión debía volver a lanzar una bengala. Una de ellas descendió con normalidad. Pero cuando debía activarse la siguiente, el sistema de lanzamiento del avión falló, la primera bengala se apagó al entrar en contacto con el agua y el helicóptero se quedó sumido en la oscuridad. Quien estaba en ese momento al mando del Súper Puma decidió abortar la operación y desde el barco, una persona pudo ver que el helicóptero comenzaba a alejarse del Meteoro. Pocos segundos después, desde el barco se le requirió información y se escuchó a un tripulante del helicóptero decir “hemos abortado la…”. La frase nunca llegó a completarse. La comunicación se cortó y el Súper Puma desapareció, esta vez para siempre. Faltaban quince mintuos para las nueve de la noche.
En medio de la oscuridad total, nadie reparó sin embargo en que el Súper Puma acababa de desplomarse desde cien metros de altura (se cree que no había variado ni su velocidad ni su altura), estrellándose en el mar y hundiéndose a toda velocidad en el océano, girado boca abajo debido al peso del rotor y dejando como único rastro un reguero de combustible, el casco de uno de los pilotos y unos pocos objetos del interior del aparato. Como dramáticamente tuvieron ocasión de constatar las familias afectadas por la tragedia, la dramáticas circunstancias de la caída ni siquiera permitieron a los tripulantes activar la única salvaguarda para su supervivencia: un sistema de flotación para casos de accidente que, a diferencia de los dispositivos automáticos de que disponen los helicópteros frecuentemente utilizados por operativos civiles de rescate, debía manejarse manualmente. Nunca llegó a ser activado.
Eran casi las nueve de la noche, pero la pesadilla no había hecho sino comenzar en aquel fatídico día del padre. Bajo el agua, pero todavía sin darse cuenta de que la nave se estaba hundiendo en el Atlántico, el único superviviente de la nave consiguió orientarse a duras penas gracias a la luz de posición que destellaba en el ojo de buey del aparato, entre las dos ruedas traseras de la nave, como única guía en medio de la oscuridad absoluta. Era el sargento operador de grúa Jhonander Ojeda Alemán que, milagrosamente ileso y consciente, consiguió colocarse ante el ojo de buey y romper el cristal de la ventana circular a golpes, primero con las manos y después con la cabeza. El rastro de los golpes en la cara de su hijo, entre la nariz y la frente, fue lo primero que vio su padre cuando 18 horas después logró abrazarlo en la Base Aérea de Gando.
Su padre cree que la gran preparación física del joven sargento y su experiencia como buceador resultaron cruciales para que lograra sobrevivir. No en vano, el joven tuvo primero que zafarse a través del ojo de buey y luego dejarse guiar por su intuición en medio de la oscuridad total del oceáno en aquella noche especialmente oscura para intuir dónde estaría la superficie y nadar hacia arriba. Se calcula que debió ascender a brazadas entre 10 y 12 metros.
La segunda parte de la pesadilla empezó cuando logró alcanzar la superficie. El barco había dado por terminada la maniobra y se alejaba del lugar. Así que a Jhonander Ojeda lo único que le quedaba era gritar desesperadamente en medio del mar. Primero el nombre de sus compañeros, uno por uno. Y luego nadar. Nadar sin descanso en dirección al barco y preguntarse si alguien lograría ver la pequeña luz estroboscópica de su chaleco antes de que se apagara por completo. Según los datos que ha podido obtener esta periodista, tampoco se activaron los dispositivos de alerta acústica de los chalecos de los militares accidentados. El último recurso para el único superviviente, además de su propia fortaleza física, era la pequeña luz estroboscópica. Pero todavía pasarían casi 45 minutos hasta que una lancha de rescate del Meteoro se acercó en su busca después de que alguien, efectivamente, lograra divisar aquella pequeña luz flotando.
Mientras, el helicóptero había arrastrado al fondo del mar las vidas y los sueños de cuatro personas: tres pilotos, el capitán Daniel Pena Valiño y los tenientes Carmen Ortega Cortés y Sebastián Ruiz Galván y el sargento operador de grúa Carlos Caramanzana Álvarez. Sus compañeros del 802 escuadrón SAR preparan desde hace meses para ellos un homenaje que se celebrará en la Base Aérea de Gando el próximo 19 de marzo. Pero ni para eso tienen suerte estas familias: tuvieron que lidiar primero con la resistencia del Ministerio de Defensa a liberar el presupuesto necesario para tratar de sacar el helicóptero y los cuerpos de sus hijos del fondo del mar. Algo que solo consiguieron después de que la madre del capitán Pena Valiño y el padre del teniente Ruiz Galván encabezaran por separado una auténtica cruzada para obtener firmas y apoyo de los ciudadanos. Ahora, todavía tienen que luchar titánicamente no ya solo en busca de la verdad. Sino contra el esfuerzos de algunos mandos del Ejército para evitar cualquier tipo de visibilidad del homenaje que preparan sus compañeros en el primer aniversario de la muerte de las cuatro víctimas mortales.
Toda la información sobre este accidente está disponible en el blog de Teresa Cárdenes y en la página web ATCPress.