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La mística del fin del mundo
El Menhir de Zavial se yergue solitario entre los matorrales azotados por el viento a un costado de la carretera N-125. Es uno de los muchos restos que los hombres y mujeres de la Prehistoria dejaron en esta comarca y que denotan la gran carga ritual y simbólica de la región. La tierra se estrecha en una punta aguda que, al poniente, se topa de bruces con el espacio enorme de un Atlántico indómito: viento, olas, acantilados… Nosotros sabemos que miles de kilómetros más allá de la línea del horizonte quedan las costas americanas, pero las gentes que levantaron a fuerza de músculos los enormes bloques de la Era de los Megalitos, no lo sabían. Aquello era el auténtico fin del mundo. Un lugar donde las fuerzas de la naturaleza se juntaban con lo sobrenatural y espiritual.
Lo religioso impregna esta parte del sur de Portugal. En el pequeño pueblecito de Raposeira, por ejemplo, se encuentra la iglesia católica más antigua del Algarve portugués. Nuestra Señora de Guadalupe se levantó en el siglo XIII, esto es, apenas un poco después de que los cristianos del Reino de Portugal expulsaran a los musulmanes. De líneas sencillas y un gótico simple, cuenta con interior limpio en el que destacan sus espectaculares capiteles labrados. No es casualidad que este sencillo templo se haya levantado en uno de los lugares con mayor concentración de monumentos prehistóricos de Europa.
El paisaje que antecede al Cabo de San Vicente es austero. Los vientos, que en invierno superan frecuentemente los 60 kilómetros horas, han moldeado un panorama de colinas suaves cubiertas de matorrales duros. La carretera avanza hacia el oeste desde las grande zonas turísticas de Albufeira o Faro atravesando longitudinalmente el Parque Natural de la Costa Vicentina. Los pueblos se hacen minúsculos y austeros, como si quisieran adaptarse al entorno. Lugares como la propia Raposeira o Vila do Bispo, capital administrativa de la comarca y puerta que da acceso a las playas de la fachada oceánica del Algarve (como las de Ponta Ruiva, Barriga, Cordoama y Castelejo) en las que el turista que atesta el litoral del Sur deja paso a una verdadera horda de surferos.
Aún así, la población de referencia es el pequeño pueblo pesquero de Sagres, un montoncito de casas blancas apiñadas en torno a una bahía perfecta protegida de los vientos que llegan del poniente. Un pueblecito pequeño que se ha desbordado hacia el interior por la presión del turismo. La mayor parte de los viajeros inquietos que llegan hasta aquí visitan el Castillo de Sagres (Dirección: acceso N-268; Tel: (+351) 282 620 140 ; E-mail: monumentos@cultalg.pt; Horario: de mayo a septiembre 10.00 – 20.30; de octubre a abril 10.00 – 18.30), Fortaleza del siglo XV aunque remodelada en el XVIII que protegía las costas de esta parte del país y que, según la tradición, era sede de la secreta escuela promovida por el Enrique el Navegante para formar a los marinos lusos de la era de los descubrimientos. En su interior hay un pequeño museo que nos traslada a aquellos siglos en los que Portugal y España se disputaban el dominio de los mares.
Sagres es una magnífica base de operaciones para conocer el Algarve para los que huyan de las aglomeraciones de las urbanizaciones turísticas (a 57 kilómetros de Portimao, 84 de Albufeira y 116 de Faro). El lugar cuenta con una buena oferta hotelera y es uno de los mejores lugares de la costa para dejarse tentar por la auténtica gastronomía algarvina con sus famosas cataplanas y pescados a la cabeza (recomendamos el restaurante A Sagres). La población cuenta con un buen puñado de playas de entre las que destaca la de La Mareta, protegida de los vientos e ideal para ir con niños por su tranquilidad. A diferencia de playas como las de Albufeira, estas tienen un ambiente más familiar ya que queda fuera de los circuitos del turismo de masas. Otro de los atractivos de la zona es la presencia de numerosos cetáceos. Desde el puerto salen cada día varias excursiones marítimas para visitar las zonas de residencia y paso de delfines y ballenas y descubrir desde el mar las bellezas de una costa impactante.
La ecovía do Litoral corre, desde Sagres, en paralelo a la costa hacia el Cabo de San Vicente. El paraje se vuelve aún más austero. La omnipresencia del viento obliga a la vegetación a achaparrarse y sobrevivir en estado de sumisión total. El manto verde, ralo, se pega al suelo acentuando la sensación de fin del mundo. Pocos kilómetros antes del cabo (después de pasar una coqueta playa encajonada entre riscos) nos topamos con la pequeña Fortaleza de Beliche (siglo XV) que protegía las instalaciones de salazón de pescado de la zona. Es la última paraga antes de llegar a la barbilla de la Península Ibérica.
Desde que uno sale de Sagres ya puede verse el faro aupado a un cantil que cae a pico sobre el mar que se da breves descansos en forma de calas y playas encantadoras. Según la prestigiosa National Geographic Traveller, estamos ante uno de los 10 parajes marinos más bellos del mundo. El Cabo de San Vicente hace la divisoria entre las costas del sur y el litoral que, casi en línea paralela a los meridianos, sube en línea recta hasta las inmediaciones de Lisboa. En la fachada atlántica, expuesta a la fuerza de los vientos, se abren playas amplias donde el oleaje constante permite la práctica del surf.
El faro (Dirección: Ecovía do Litoral sn; Tel: (+351) 282 624 234; Horario: L-D 9.00 –17.00), construido sobre los cimientos de un antiguo convento, está abierto para los visitantes y cuenta con algunos servicios como una cafetería y un pequeño museo. La primera luz de Europa que ven los navegantes que llegan desde América puede verse desde más de 100 kilómetros lo que convierte a esta baliza náutica en la más potente del mundo.
Conviene llegar poco antes del atardecer, disfrutar del lugar y, para finalizar la jornada, sentarse y disfrutar de la puesta de sol. La visión del enorme disco rojo hundiéndose en el Océano Atlántico es una de esas imágenes que nunca se olvidan. Un regalo. No es difícil dejar volar la imaginación y abandonarse a los mitos y las leyendas. Entonces uno comprende a los hombres y mujeres que, allá en los albores de la humanidad, levantaron los menhires en honor al sol que moría y nacía cada día y admira aún más a los valientes que se subieron a los barcos y se lanzaron a descubrir el mundo sin saber lo que les esperaba tras la línea del horizonte.