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Carta con respuesta es un blog del escritor Rafael Reig. Dejad vuestros comentarios en este blog sobre vuestras preocupaciones políticas, sociales, económicas, teológicas o de cualquier índole, y él os responderá cada martes.

Preso voy también, sargento

Rafael Reig

Hace la friolera de treinta años publicaba Rafael Sánchez Ferlosio un artículo titulado “Situación límite: ¡Ultraje a la paella!”, que recuerdo casi palabra por palabra y que he vuelto a leer ahora con el mismo asentimiento e igual exasperación: “la inteligencia de los españoles va degradándose a ojos vista y se la ve ya acercarse peligrosamente a los mismos umbrales de la oligofrenia”. Eso sería hace treinta años, porque ahora ya hemos traspuesto ese umbral para penetrar de cabeza en la sombría espesura de la oligofrenia irreversible y furiosa.

Hablaba Sánchez Ferlosio del “modelo siempre delirante del agravio al abstracto (agravio al pueblo, agravio a la patria, agravio a la bandera y ahora también agravio a la Ñ o a la NY)” y se escandalizaba de que “el furor autonómico propende arrebatadamente a elevar a la categoría abstractiva y a la capacidad simbólica cuantas cosas se muestren mínimamente combustibles a la fallera llama del narcisismo y la autoafirmación, multiplicando pavorosamente el número de cosas susceptibles al agravio”.

Ahora pisamos alegres y confiados el tremedal de la oligofrenia en el que nos quieren hundir hasta los tobillos: las ofensas al himno o la bandera podrán recibir una multa como castigo. ¿Reconocemos a un himno o a una bandera el derecho a darse por ofendidos? Pues, entonces, estamos tontos perdidos, no: lo siguiente. Dice el diccionario académico que ofender es “humillar o herir el amor propio o la dignidad de alguien, o ponerlo en evidencia con palabras o con hechos”, y dice bien, pues lo dice de alguien y no de algo, ya que un objeto no es susceptible de ofensa y, mucho menos, una abstracción. Hay un ministro (y además ceporro) que afirma que “ofensa es lo que es ofensivo”, con una definición que está entre propia de Cantinflas o de Epi y Blas (Piñar, por supuesto).

Si una bandera, y no decimos una cualquiera, sino la bandera en abstracto, no puede llamarse a agravio, ¿quién es el titular de ese derecho a darse por ofendido? Puesto que no es posible (por ceporros que nos pongamos) ofender a la patria, ¿quién se da por ofendido? En vista de que no habrá quien consiga que la propia eucaristía se sienta ultrajada, ¿quién es, entonces, el que se siente agraviado? Está claro (salvo que estemos asistiendo a la representación de un auto sacramental) que sólo pueden ser los abanderados, los patriotas y los comulgantes.

Pues tendrán que resignarse. ¿De verdad es posible reconocer a los abanderados el derecho a ofenderse si alguien ridiculiza su bandera? ¿Así de tiquismiquis nos vamos a volver? ¿Tan de lleno queremos regresar a la Edad Media? ¿Será multado también todo aquel que ofenda a la geometría, el ajedrez, el traje de chaqueta o el soneto alejandrino, por citar sólo algunas abstracciones que a mí me parecen dignas de respeto (pero que no me ofende ver ridiculizadas)?

En ese caso, deberíamos denunciar al ministro del Interior, por ceporro y por ser capaz de ofender al buen sentido con una definición como “ofensa es lo que es ofensivo”. Eso sí que es un ultraje a la lengua y a la razón: treinta mil euros al canto.

Como no creo que ni la lengua ni la razón tengan amor propio suficiente para darse por ofendidas, le perdonaremos; pero, a cambio, al menos yo no voy a dejar de poner en ridículo cada vez que me dé la gana a la bandera, al himno nacional o a la Santa Eucaristía. Hasta ahí podíamos llegar. Y si el ministro ceporro se sale con la suya y consigue la aprobación de esta ley delirante, entonces con más razón. Como cantaba Violeta Parra: si acaso eso es un motivo, preso voy también, sargento.

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