Defensa de la Llibreria Sant Jordi
Pasear por el centro de Barcelona un viernes por la tarde es una actividad de riesgo. Los habitantes de la ciudad nunca aprendimos a caminar por nuestras calles, pero ahora, con la perpetua presencia de los turistas, todo es aun más complicado y no basta con intentar ser Leo Messi con vertiginosos slaloms que rompan la lentitud de los visitantes, maravillados con nuestro patrimonio arquitectónica y la repetición de tiendas que en las cercanías de la plaça de Sant Jaume cobran una preocupante monocromía porque todas y cada una de ellas parecen ignorar a los ciudadanos para volcarse en el dinero supuestamente fácil de los que están de paso.
Cruzo el centro de poder de la capital catalana, observo el crepúsculo de las seis de la tarde y pienso en que la calle Ferrán que pisan mis pies es un extraño caso de transformación urbana. En 1823 recibió la herencia del carrer de l’Argenteria y pasó a ser una arteria comercial de primera magnitud. En 1910, tras muchas alteraciones previas, perdió el séptimo de sus placas y dejó de homenajear a un Rey odiado por casi todo el mundo. Ahora su vínculo de conexión entre la Rambla y los palacios que simbolizan la autoridad no se ha resentido, pero sí su entramado de negocios, siempre más diversificado dentro de un orden absurdo basado en baratijas, comida con precios hinchadísimos y cadenas siempre más presentes en el paisaje del casco antiguo.
Este fenómeno ganará la partida de modo definitivo a partir de 2015, cuando para muchos locales llegue la hora de bajar la persiana por lo descarnado de la ley de arrendamientos urbanos que les obligará a negociar su alquiler a precios de mercado. De nada servirá a las afectadas ser emblemáticas por antigüedad y tradición, quien pague más ganará el partido y Barcelona perderá una retahíla de rótulos comerciales que forman parte de la esencia de la Ciudad Condal, entregada a una espiral que anula sus dones para convertirla en una más en el pelotón del pensamiento y el consumismo único que predomina en el siglo XXI, empeñado en dejar del pasado escasas placas que lo recuerden al lado de las puertas de entrada. A veces ni eso.
Entro a la Llibrería Sant Jordi para que dos de las almas que le dan vida me cuentan su situación. Me encuentro en un lugar que existe desde 1880 y que se dedica a los libros desde 1983. Los dos Josep Morales, padre e hijo, me reciben con los brazos abiertos y con ganas de hablar. Por mi parte empiezo con una serie de preguntas más que lógicas que me permiten encuadrar con garantías la tragedia. Sí, todo parece indicar que si las cosas siguen así cerrarán el 31 de diciembre, aunque eso no puede saberse por varios motivos. Lo único cierto es que el propietario les sube el alquiler un 1000%, de ochocientos a ocho mil euros desde una insólita generosidad. Pese a que la Sant Jordi sigue en pie el dueño del espacio ha recibido ya quince ofertas, por eso el incremento es el que es, porque dentro de la puja quien menos ofrece da 7500 euros, ni más ni menos.
Lo preocupante es que, pese a la inminencia de las elecciones, el Ayuntamiento no ha movido ficha, sólo dice que estudia el asunto y que desea proteger a los locales amenazados. En lo concerniente a la librería se añade el hecho que los Morales compraron en 1983 mobiliario que costó cuatro millones de entonces. Les pertenece y no piensan deshacerse del mismo, lo que complica todavía más las negociaciones e implica que el Ayuntamiento deba proteger también este mobiliario además de la fachada. El movimiento de establecimientos emblemáticos busca que estos dos puntos puedan librarse de la quema porque son claves para entender los bienes intangibles de los locales, esos puntos que le imprimen carácter y que son claves para entender las razones de su atractivo y el porqué debemos defenderlos.
Los nuevos arrendatarios de este tipo de tiendas están llenándolas de camisetas del Barça, jamones, pulseritas a un euro y ropa de marcas accesibles para todas las clases sociales. Estas actividades se repiten y extienden sus tentáculos como, parafraseo las palabras de Josep hijo, clones de las guerras de las galaxias. ¿Son rentables? No, dice el padre, el gran misterio es saber el motivo por el que interesa que algunos paguen miles de euros por algo que en absoluto genera beneficios si se considera el gasto que supone pagar el alquiler, los empleados y toda la serie de facturas. Estamos ante una nueva burbuja inmobiliaria, una locura que en vez de pisos se ceba en el centro barcelonés mediante sus negocios. Se da un dinero que es pura fachada, interesa situarse en calles estratégicas del centro. Tener la marca en determinados enclaves supone una inversión.
Mientras tanto el Ayuntamiento exige presentar una solicitud que ofrece cierta protección a los establecimientos históricos, pero aun no tienen listo el elenco de los que se han acogido a esa instancia. Da la sensación que se quiere terminar con los comercios emblemáticos para inaugurar una nueva fase descarada, tanto que ya no importa la cercanía electoral. Los Morales se plantean si esto es fruto de una incompetencia generalizada porque no pueden concebir que el Ayuntamiento rompa con las señas de identidad condales. Ellos tienen una clientela fija y son los baluartes de una zona que antaño tuvo muchas librerías que han desaparecido ante la presión de grandes superficies. Mezclar el interés del turista con el del público autóctono se ha vuelto un imperativo porque la situación así lo requiere. No se les caen los anillos. Tienen ideas claras de gestión, aman lo que hacen y sienten que muchas personas apoyan su supervivencia. La tristeza es el desdén de las autoridades y la invasión absoluta de la idea del parque temático que monopoliza el tejido ciudadano.
Josep padre cree que el alcalde terminará por hacer algo, sin saber qué será. También menciona que tanto él como su hijo trabajan como libreros por vocación y observan que muchos compradores de otrora ya no se llevan nada por la crisis. La clave está su mención a los dedican su tiempo a intentar ganar dinero con pasión. La identificación con el establecimiento es la otra pieza de la alquimia. Vocación y pertenencia se funden en una resistencia que no debería ser porque cualquier otro consistorio, sin importar su color político, defendería la permanencia de locales que han escrito y todavía escriben la pequeña gran historia de Barcelona, sitios que abuelos, padres e hijos conocen entre paseos, confianza y vivencias que se han transmitido de generación a generación desde una normalidad del paisaje que acepta ciertos elementos y les confiere una vitola clásica, imprescindible porque es belleza de lo cotidiano y un canto a las cosas bien hechas.
Ahora, de repente, unos alquileres y el silencio municipal desmontan un orden para instaurar la dictadura del product placement al aire libre porque a Zara, Mango y a muchos otros les interesa que su logo luzca bien grande aunque nadie compre un trapito. Defender la Sant Jordi, como defender al Indio o al Colmado Quílez por poner dos ejemplos claros, es luchar por una ciudad con voz propia. Todo lo demás, la claudicación ante el impulso homologador, una derrota que hará que el cielo se tiña de gris para siempre.