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Vender en la calle en Dakar o plantar la manta en Barcelona

Yeray S. Iborra / João França / Sònia Calvó

Dakar (Senegal) —

Las bocinas de los coches zumban con fuerza en las calles del centro de Dakar. El parón de autos es constante, y cada hueco lo tapa el conductor más ávido. No sin riesgo, aunque los milímetros aquí parecen metros. El tráfico de coches no es la única constante: personas, caballos y cabras pueblan cada rincón. En la capital de Senegal, los pasos de cebra no existen, y la calzada se comparte. Y las aceras, también se comparten. Pues en la calle se charla, se reza, se come y, claro, se vende.

Se vende –más bien se ofrece– de forma frenética: un puesto de ventiladores en una rotonda; unos frescos mangos en un cruce; o zapatillas deportivas, colocadas en los pivotes que delimitan uno de los pocos paseos de la capital senegalesa. Cada rincón es una opción.

No se puede imaginar una Dakar sin venta ambulante, pero esto no siempre fue así. El éxodo rural en Senegal empezó allá por los años sesenta del siglo pasado, y se fue amplificando en los años setenta, fruto de las sequías que devastaron las posibilidades de los agricultores. Así lo explica Cheick Thiam, presidente de la Sinergia de Vendedores Ambulantes para el Desarrollo (SYMAD).

La mala fama de la venta, según el mismo Thiam, no se corresponde con la importancia de la actividad para las personas... Y para las grandes empresas en Senegal. Thiam cita el caso de las telefónicas, que aprovechan la venta ambulante para proveer sus tarjetas o hacer las recargas telefónicas. “Se apoyan en las redes de vendedores ambulantes en las calles para hacerlo, y les va muy bien”, comenta.

Cheick Thiam, que hace años que ejerce las labores de presidente de la asociación de vendedores ambulantes SYMAD en Dakar, también se dedica a la venta. Las camisas son su especialidad. Cuando abre su manta, los clientes acuden como abejas a la miel a su producto.

En la calle todo el mundo le conoce. Tanto es así que, al poco de iniciar la conversación ante la cámara, otros vendedores dejan sus quehaceres y se le arremolinan. En un país donde el el 72% de la población activa en el comercio trabaja en el sector informal, ser el presidente de la mayor asociación de vendedores, debe dar galones. SYMAD negocia con el Gobierno local las condiciones de la venta. Como el mismo Thiam reconoce, pese a que en según que zonas hay licencias, la mayoría de gente no las tiene. La organización capitaneada por Thiam vela por mantener los espacios de venta.

“Tras las sequías que comentaba, muchos optaron por el éxodo rural e invadieron los centros urbanos, sobre todo en Dakar, para buscar trabajo y poder ganarse la vida. No se trata de instalar anarquía en la ciudad sino de intentar ganarse la vida para ayudar a nuestras familias que se han quedado en los pueblos”, matiza Thiam.

Las personas de áreas interiores acuden a la capital en busca de oportunidades. Ante la falta de posibilidades, la venta es la salida más recurrente. El mecanismo es parecido al que se da en ciudades como Barcelona. Los vendedores compran la mercancía a grandes mayoristas. ¿El resultado? Como el mismo Thiam explica, las zapatillas que se pueden adquirir en la costa de Kayar pueden haber compartido remesa con las que se pueden comprar en el Passeig Joan de Borbó de Barcelona. Cheick Thiam asegura que la mayoría de su material procede, de hecho, de Holanda y de España. Una parte de éste es de segunda mano.

En un simple muestreo por las calles de Dakar, no es difícil comprobar que las caras de la mayoría de gente que se dedica a la venta comparten una característica: rezuman juventud. “Hay gente que va cinco años a la escuela y luego lo deja. ¿Qué hacen después? Hacen de ambulantes aquí y luego intentan migrar. Si van a España, serán vendedores”, destaca el periodista del periódico Le Soleil, Omar Diop.

Sin conocerlo, Diop parece estar definiendo la vida de Ousmane Niang, que tras varios años estudiando decidió emigrar para apoyar a su familia. Ahora Niang prefiere proteger su verdadera identidad; los años en las calles de Barcelona le han valido varios procesos judiciales. Algunos de ellos abiertos.

Cuando Niang llegó a Barcelona, jamás se imaginaba que su destino estaría entre gafas de sol y bolsos. Pero, como le pasó a Aziz Faye, portavoz del Sindicato Popular de Vendedores Ambulantes, los vientos sobre la necesidad de mano de obra en Europa sonaban muy distinto a un lado o a otro del Estrecho de Gibraltar. Los rumores que les llegaron a Niang y a Faye apuntaban a trabajo en abundancia pero la realidad fue otra.

“Un día salí a la calle y encontré unos compañeros aquí en la Rambla, vendiendo. Nunca quise vender, por eso me dediqué los ocho primeros meses a buscar trabajo, pero la calle finalmente fue mi única solución para una vida más digna. Fue entonces cuando hablé con Lamine Sarr [también portavoz del Sindicato Popular de Vendedores Ambulantes] que me llevó a su casa y me consiguió unos materiales”, dice Faye, precisamente desde la misma Rambla que tantas veces ha visto su manta tendida. Ahora combina la manta y los estudios; está terminando la Educación Secundaria Obligatoria (ESO).

En Dakar, como sostiene Cheick Thiam, la policía también acecha. Y la calle también castiga (y a mucha más temperatura). Sea como sea, para Fatou Mbaye, actual miembro de la cooperativa impulsada por ex manteros y el Ayuntamiento de Barcelona, la situación en Senegal es más llevadera: “Hay más solidaridad y se comparte, aquí la gente no tiene tiempo de nada”, lamenta.

Mbaye, que ha dejado la calle, se había dedicado a hacer trenzas en la playa de la capital catalana o a vender comida a sus propios compatriotas. Pero también a la venta ambulante, algo que también hacen otras mujeres manteras. “Sabemos que las trenzas son para el verano y en invierno hay que trabajar también: no queda otra que la venta en la calle, aunque es muy dura y conlleva muchos riesgos que hay que confrontar”, apunta.

Niang sabe de la dureza de la calle. Pero aún así se levanta cada día temprano. Come algo y a las nueve ya anda con los bártulos hacia el Maremágnum. Extiende y pliega la manta tantas veces como sea necesario, en función de las patrullas que haya ese día. Así toda la mañana, y después de comer, otras tantas horas. Un día más. Y así será –según declara– como mínimo un par de años más: los 150 euros de promedio que envía cada mes a su familia son vitales (el dato lo corrobora también la Organización Internacional para las Migraciones). Los 150 euros triplican el salario medio del país, que no alcanza los 55 euros (36.000 FCA).

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