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Por orden de la reina Isabel de Inglaterra, Shakespeare se embarca hacia Dinamarca, como miembro de un grupo de cortesanos cuya misión es reforzar las relaciones con el rey Cristián IV. Durante el viaje, el barco será acosado por una monstruosa ballena blanca, que el escritor quiere convertir en protagonista de una de sus obras dramáticas.
Una situación sorprendente no se basa en la novedad absoluta, sino en la probabilidad. Uniendo dos elementos conocidos, pero que habitualmente están desconectados, se puede crear una situación nueva. Por ejemplo, sería una gran sorpresa encontrar a las diez de la noche un programa de crítica de libros en un canal televisivo de gran audiencia.
En este sentido, la novela de Jon Bilbao es profundamente original, no porque invente un asunto nuevo, sin antecedentes, sino porque funde dos temas de sobra conocidos, pero hasta ahora separados: la vida de Shakespeare y Moby Dick, la novela de Herman Melville. Esta asociación, explícita en el título de la novela, en Google solo la hubiéramos encontrado enfocada hacia la influencia de Shakespeare en Moby Dick. Pero Jon Bilbao se distancia de este planteamiento erudito y le da la vuelta. Es Shakespeare quien, de manera anacrónica, pero creíble, se inspira en la misma ballena que inspiró la novela de Melville para imaginar una trama teatral destinada a asombrar al público de Londres. La presencia del monstruo marino hace que Shakespeare se olvide de su proyecto de drama basado en la Ilíada y reflexione sobre la creación de una obra teatral ajena a modelos literarios.
Una vez atraído el interés de los lectores con señuelos tan atractivos, el autor ha tenido que afrontar el desafío de seguir interesándolos con materiales argumentales que son familiares a los lectores medianamente cultos. Y aquí es donde hay que advertir que, para disfrutar plenamente de la novela de Jon Bilbao, se requiere un cierto conocimiento tanto de la vida de Shakespeare como del argumento de Moby Dick. De lo contrario sería difícil captar los constantes guiños lanzados hacia esos dos referentes.
Por lo que se refiere a la vida de Shakespeare, Jon Bilbao ha sabido moverse entre la realidad (lo que conocemos del genial dramaturgo) y la ficción (lo mucho que desconocemos de su grisácea y a menudo nebulosa biografía). Y, por lo que se refiere a Moby Dick, ha sabido recrear los elementos simbólicos de la misteriosa novela del no menos misterioso Melville.
El autor ha tenido que documentarse a fondo para que fuera creíble la mezcla de ambos componentes. Y lo ha logrado. Tan solo hay que mencionar algunos anacronismos de menor importancia. Sin embargo, es una lástima que no haya aprovechado, aunque de manera anacrónica, las referencias a las ballenas que Cervantes introduce en su novela póstuma Los trabajos de Persiles y Sigismunda (1617). En ella se describen varias situaciones que aparecen en Shakespeare y la ballena blanca. Por ejemplo, los chorros de agua que lanzan “aquellos monstruosos pescados”, ante los que “menester es disparar toda la artillería, con cuyo ruido se espantan” (Libro II, XV). Hubiera sido otra de las interesantes conexiones que existen entre ambos genios literarios coetáneos. Sabemos que el inglés escribió una obra teatral (hoy perdida) basada en uno de los episodios del Quijote.
Aunque la novela ha logrado un notable grado de fidelidad histórica, hay una escena que no solo resulta poco creíble, sino que rompe la tensión climática del final. Calhoun es un marino huraño, al que toda la tripulación mira con miedo y recelo. Ha cazado ballenas con los marineros vascos. Cuando se presenta voluntario para matar a la monstruosa ballena blanca, el conde de Derby le ofrece una generosa recompensa. Pero Calhoun no tiene bastante, y reclama el exquisito vino destinado al rey de Dinamarca. Cuando se lo ha bebido, exige pasar la noche con la amante del conde. Y además, quiere usar el camarote del aristócrata. El conde accede sin apenas resistencia, y aguanta estoicamente la humillación añadida de que Calhoun formule todas esas exigencias con gran grosería, a voz en grito y ante toda la tripulación.
Desde luego, podrían haberse dado unas conductas tan inusuales en un aristócrata y un marino de la época, pero un caso tan excepcional hubiera requerido que el novelista trazara una profunda caracterización de los personajes y una detallada explicación que hiciera verosímil lo improbable.
Otro problema es el desajuste entre la estructura y el argumento. La extensión (230 páginas logradas a base de un muy generoso tamaño de letras y espacios) corresponde más a una nouvelle, una novela corta, que a una novela. Por eso los saltos temporales hacia atrás, dedicados a ciertos episodios de la vida de Shakespeare, ocupan un espacio y un protagonismo desproporcionados, que los coloca al borde de la digresión. Interrumpen la narración y a menudo quedan desconectados del tema principal, que es el viaje marítimo y la amenaza de la ballena blanca. Situados en una estructura más amplia, esos episodios hubieran completado e iluminado las vivencias y reflexiones de Shakespeare durante el viaje, conectando así las vicisitudes del viaje con las de la vida del dramaturgo.
En definitiva, Jon Bilbao ha abierto una original senda narrativa, que lleva a un tipo de novela culta, inteligente y al mismo tiempo amena, y que en el futuro probablemente producirá nuevos y mejores resultados. Por eso Shakespeare y la ballena blanca es una rara y prometedora excepción dentro del panorama de la narrativa española actual.
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