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Gracias a las enseñanzas de un misterioso sabio, un joven periodista descubrirá que algunos cuadros emblemáticos del Museo del Prado trascienden su sentido aparente, visible, para convertirse en puertas que comunican con lo trascendente, con el “más allá”. Así podrá descifrar los ocultos mensajes que los grandes pintores, maestros en saberes esotéricos, dejaron encerrados en ellos.
La novela de tema esotérico es un subgénero novelístico que, en principio, puede alcanzar la misma calidad literaria que cualquier otro. Es decir, la temática de este tipo de novelas no tiene por qué condenarlas al rincón de los libros superventas, sin derecho a entrar en el ámbito de la literatura “seria”. Bastaría citar los ejemplos de Edgar Allan Poe, Wilkie Collins, Conan Doyle o Umberto Eco. En la literatura española, Arturo Pérez-Reverte ha demostrado en varias de sus novelas que se pueden tratar asuntos folletinescos con una gran dignidad literaria. Otro ejemplo podría ser la serie de Harry Potter, paradigma de la novela esotérica juvenil de calidad.
Pero lo cierto es que los autores citados son más bien excepciones que confirman la norma, porque entre los escritores de temas esotéricos predominan los que ante todo buscan el éxito comercial a base de satisfacer los gustos de un público masivo y poco exigente. Por eso, cuando en la contraportada de una novela leemos que trata de templarios, santos griales, masones, momias egipcias, etc. tendemos a prejuzgarla, quizá injustamente, como una obra de mala calidad. Sin embargo, al mismo tiempo sentimos una inconfesable tentación de leerla, porque la revelación de secretos siempre ha fascinado al ser humano. Esta ambivalencia se acentúa durante las vacaciones veraniegas, cuando queremos leer de manera relajada, sin especiales exigencias. El tópico de las lecturas de verano tiene, pues, como todos los tópicos, bastante de verdad.
Todos estos prejuicios se nos han planteado a la hora de seleccionar, leer y analizar El maestro del Prado, de Javier Sierra, uno de nuestros más prolíficos y exitosos autores del género esotérico. Resulta inevitable relacionar El maestro del Prado con El código Da Vinci, de Dan Brown, novela que puso de moda el tema de los cuadros con claves esotéricas. Permítasenos el desahogo veraniego de decir que la novela de Brown carece de todo interés literario y no tiene el más mínimo rigor histórico y cultural. Es más: por culpa de su enorme e inexplicable éxito comercial, merecería ser juzgada por delito ecológico. O sea, por haber provocado que miles de árboles hayan sido sacrificados para fabricar millones de páginas de ese libro y de todos los que después han intentado emularlo. Ojalá que todo este desastre sirva para estimular el surgimiento de un nuevo Cervantes que arremeta contra esos modernos libros de caballerías.
Pero El maestro del Prado, aunque tiene algunas afinidades temáticas con El código Da Vinci, se diferencia claramente de la novela de Brown porque su nivel de documentación histórica es muy superior. Lo cual no es un gran elogio, porque El código Da Vinci carece de documentación. Pero hay que reconocer que Sierra se ha esforzado en dar un barniz de wikierudición a sus lucubraciones. Los datos sobre los pintores y sus obras son correctos y de nivel divulgativo, pero también encontramos algunas incursiones en la bibliografía especializada. No faltan, sin embargo, las inexactitudes.
Los datos más chocantes son los relacionados con la encarnación de Jesús. En la novela se atribuyen a Dios Padre los embarazos de la Virgen María y de santa Isabel. Por consiguiente, Jesús y san Juan quedan convertidos en hermanastros y no en primos: “Ambos niños habían sido concebidos por el mismo padre celestial, a través del mismo arcángel” (p. 31). El papel de Gabriel en estos milagrosos embarazos no queda muy claro, ya que más adelante se afirma que era algo más que un simple mensajero: “El arcángel Gabriel plantó la divina semilla en el vientre de María” (p. 189).
Ni que decir tiene que el autor está en su derecho de cuestionar la ortodoxia cristiana, que siempre ha defendido al Espíritu Santo como padre de Jesús, milagro anunciado a María por el arcángel Gabriel. Si esa era su intención, debería haber enfatizado y argumentado mucho más la negación de uno de los dogmas fundamentales del cristianismo, que ha inspirado tantas obras artísticas. Pero, como estamos hablando de una novela y no de un tratado de teología, el escritor tendría que haber dado un tratamiento literario a ese tema, que queda esbozado al analizar algunos cuadros de Rafael, pero que después ya no tiene continuidad en el resto de la trama argumental.
Esta es la principal limitación de la novela. Va planteando diversos temas al hilo de los comentarios sobre cuadros del Museo del Prado, pintados por Rafael, Botticelli, Tiziano, El Bosco, Brueghel el Viejo, El Greco… Pero el comentario de cada cuadro queda demasiado desligado de los demás. Se supone que los pintores de esos cuadros formaban parte, a lo largo de los siglos, de la misma secta de iluminados, pero no se ve un mensaje que los una a todos.
Sirvan de ejemplo los capítulos octavo y noveno. El octavo está dedicado a un misterioso mensaje de un no menos misterioso “señor X”. El mensaje es calificado de “una llave para entrar en la gloria”. Consiste en unas fotocopias de un artículo auténtico de la revista La Ilustración de Madrid, del 15 de enero de 1872. Se trata de una ilustración del pintor Martín Rico, un dibujo de los restos momificados del emperador Carlos V. El pintor acompaña el dibujo con una larga explicación de cómo tuvo que realizarlo, se supone que tras haber obtenido permiso para abrir la tumba del panteón real de El Escorial.
Desde luego, el artículo es curioso, pero poco tiene de esotérico, y no se entiende muy bien por qué el protagonista, muerto de impaciencia, lo “devora”, como si en él se desvelara la madre de todos los secretos. Más aún cuesta ver la relación del artículo con el capítulo siguiente, dedicado al retrato del emperador pintado por Tiziano. El retrato es la excusa para especular con la lanza que sostiene el monarca, que se identifica con la mítica lanza de Longinos, la que el soldado romano de ese nombre habría usado para herir a Jesús en la cruz. La lanza tendría poderes sobrenaturales, etc.
De todo eso se desprende que resulta muy forzada la tesis de la novela: que los cuadros analizados son “mecanos creados por mentes ultrasensibles que lo último que buscaban era proporcionar placer estético” (p. 133).
Desde el punto de vista literario, la novela se resiente de un exceso de información, que se va transmitiendo mediante largos diálogos entre el misterioso sabio y el joven estudiante. La novela está narrada en primera persona por el joven, que ejerce de protagonista, pero su configuración psicológica es muy esquemática. El maestro queda también muy desdibujado, no es más que un transmisor de disertaciones esotéricas. No queda clara su verdadera personalidad, ni tampoco las motivaciones por las que elige al joven como discípulo suyo, al que trata de “hijo”.
Si los personajes son inconsistentes, la intriga no ayuda a atraer el interés del lector. A diferencia de El código Da Vinci, en El maestro del Prado apenas hay escenas emocionantes, tensas o violentas. El esbozo de una relación amorosa se difumina sin apenas explicación. Lo mismo ocurre con la incipiente intriga basada en la rivalidad entre los dos misteriosos sabios.
La acumulación de información estético-esotérica acerca la obra más al ensayo divulgativo que a la novela de intriga. Por eso sería difícil adaptarla al cine. En cambio, no sería muy complicado suprimir los largos diálogos y agrupar la información en una serie de textos expositivos independientes, como comentarios específicos de cada cuadro.
A falta de personajes sólidos y de una intriga bien dosificada, el desenlace resulta forzado y bastante decepcionante. Los rosacruces aparecen al final como una especie de deus ex machina que intenta desatar de golpe todos los nudos argumentales planteados. Pero, como el protagonista no logra desvelar las claves de tantos y tan profundos enigmas, transfiere al lector la búsqueda de la solución, encerrada en un poemita. Y entonces verificamos lo que ya sospechábamos: que la clave de los complejos arcanos está muy cerca de la banalidad:
Afronta la muerte.
Arranca tus vendas.
Confía en la suerte
y haré que comprendas.
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