Tiene su ironía que un glosario sobre el poder empiece, precisamente, por un término que lo rechaza. Pero… ¿quién no ha tenido, alguna vez, el sueño de vivir sin autoridad?
Si encima nuestro punto de partida es el de una actualidad donde las políticas dominantes imponen el “sálvese quien pueda”, concederse un espacio de anarquía deja de ser un sueño para convertirse en una obligación. Más que una elección política, sería una consecuencia del estado “natural” de las cosas.
Esto no quiere decir que no sea prudente la constatación del anarquismo y del Bakunin que veía al Estado como una forma transitoria. Del Aristóteles que percibía como un problema la intemperancia a la hora de gobernarnos y del Montaigne que veía con buenos ojos el libre albedrío. De aquel Derecho a la pereza con el que Lafargue alcanzó ribetes revolucionarios que incomodaron a la izquierda (empezando por su suegro Marx, tan concentrado en el capital y el trabajo) y de las tentativas de autogestión que van desde la Comuna de París hasta la comuna hippie. Algo más cerca, resulta necesario tener en cuenta la CNT o los atentados en Barcelona, tanto como las jornadas libertarias y las añoradas revistas El Víbora y Anarcoma…
Todo esto se corresponde con una línea radical, enemiga de la representación y abonada al “Ni Dios ni Amo” de la tradición anarquista. La acracia, sin embargo, no es exclusiva de la izquierda. Desde el neoliberalismo primigenio, Reagan dejó claro que el Estado era el problema, a la vez que Thatcher dio por sentado que la sociedad no existía, tan sólo los individuos. ¿Hay algo más ácrata que eso?
En cualquier caso, ellos no representaban un ataque a la autoridad –mano dura nunca les faltó-, sino que consiguieron desplazar lo autoritario del Estado al Mercado. Quizá por eso, mientras Fukuyama nos prometía que, con la caída del Muro de Berlín, se acababa la historia, otro neoliberal como Robert Kaplan le enmendaba la plana, alertándole de que lo que empezaba, con el fin de la regulación de la economía, era la anarquía.
La acracia actual no parece la causa de los males sociales sino su efecto. Y más que con el anarquismo, en su sentido histórico, está conectada con ese estado de desidia que ya captaba Aristóteles y que hoy se conoce como “desafección”. Los anarquistas de otros tiempos atacaban la autoridad del gobierno. El gobierno de esta época se ataca a sí mismo.
Así que somos anarquistas por defecto. No tanto por rechazo hacia el poder –ya ni siquiera reside en el Estado- sino por el rechazo que el poder ejerce sobre nosotros. Vivimos la acracia como el statu quo de un presente que ha puesto a la orden del día la autogestión. Y no precisamente de la vida, sino de la supervivencia.