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El indigno recibimiento de los republicanos españoles en Francia cumple 75 años

Exiliados republicanos en el campo de Amélie-les-Bains  /  Història Gràfica de la Catalunya Autònoma

Xavier Febrés

Este mes de enero se cumplen 75 años del éxodo hacia la frontera pirenaica franco-catalana de medio millón de refugiados republicanos, tanto civiles como milicianos, empujados por el avance de las tropas de Franco. Constituyó uno de los grandes dramas europeos del siglo XX, un naufragio masivo ante el que nada fue previsto por las autoridades francesas, advertidas con anticipación sobre la posible magnitud del alud humano. La actitud del país de la “Libertad, Igualdad, Fraternidad” y la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y el Ciudadano se limitó a un gélido recibimiento estrictamente militar, cargado de menosprecio moral y material, ignominioso y degradante para civiles y militares españoles. Los republicanos creían entrar en territorio amigo y fueron tratados como ganado, pese a ser ciudadanos civiles o soldados regulares de un gobierno democrático en ejercicio, reconocido por la comunidad internacional.

Unos 260.000 milicianos se vieron amontonados los primeros meses en los campos de concentración de las playas de Argelés, Saint-Cyprien y Le Barcarés sin ninguna instalación de abrigo. Casi la misma cifra de refugiados civiles (mujeres, niños, ancianos) fueron dispersados obligatoriamente en el interior de Francia mediante convoyes ferroviarios formados a menudo con vagones de mercancías. Tres cuartas partes ya habían regresado a España a finales de 1939, donde la suerte que les esperaba no era más halagüeña, como tampoco la de quienes se quedaron en Francia en vísperas de la Segunda Guerra Mundial y la ocupación alemana.

Juego de coaliciones

El gobierno francés del Frente Popular, presidido por Léon Blum, prescindió de simpatías ideológicaa y aplicó durante la Guerra Civil española una dura Política de No Intervención para no contrariar al gobierno conservador inglés, con quien necesitaba mantener la postura común ante el ascenso de Alemania ya dirigida por Hitler. Léon Blum cedió la presidencia del gobierno en abril de 1938 al radical Édouard Daladier, quien se coaligó esta vez con la derecha y puso fin al gobierno de Frente Popular. Además de sepulturero del Frente Popular francés y responsable del degradante recibimiento de los refugiados españoles, Daladier era el “hombre de Munich”, el reciente signatario junto con Chamberlain, Hitler y Mussolini en setiembre de 1938 de la capitulación franco-británica ante la anexión germánica de la región de los Sudetes checoslovacos, tras haber anexionado Austria en marzo anterior. Para Neville Chamberlain y Édouard Daladier era la culminación triunfal de su política de “apaciguamiento” del ascenso germano-italiano...

La cifra de soldados republicanos encaminados en aquellos quince días de crudo invierno comprendidos entre el 27 de enero y el 10 de febrero de 1939 hacia la divisoria francesa fue el previsible, en función de los contingentes bien conocidos del Ejército del Este y el Ejército del Ebro. En cambio, no fue así con respecto a los civiles. La magnitud de la marea humana se desbordó en la frontera por la proporción de civiles fugitivos de las represalias contra el tejido social “rojo” aplicada desde el primer día en las zonas ocupadas por el ejército franquista contra los sospechosos de simpatías republicanas o izquierdistas. En Cataluña se acumulaban desde mediados de 1938 un total de 700.000 civiles evacuados de otras zonas republicanas. A comienzos de 1939 la cifra había aumentado hasta el millón.

El lunes 23 de enero las autoridades republicanas huyeron de Barcelona. La capital catalana fue ocupada el jueves 26 sin resistencia militar ni civil, mientras el gobierno republicano se instalaba en el castillo militar de Sant Fernando, en Figueres, a un tiro de piedra de la frontera. La magnitud y la rapidez de la retirada republicana sorprendió a Franco. Después de la batalla del Ebro, en tan solo cincuenta días acorraló a medio millón de fugitivos civiles y militares en la raya fronteriza. No hubo batallas ni enfrentamientos de consideración tras la ocupación de Barcelona.

Cierre de la frontera

El mismo día 26 de enero el gobierno de París decidió cerrar la frontera con España, excepto para las contadas personas provistas de pasaporte en regla y visado consular francés. Se resistía a admitir la inexorable evidencia del alud humano que se acercaba. Presionado por sus dimensiones, la noche del 27 al 28 de enero la abrió exclusivamente a mujeres, niños y ancianos, por miedo a que la desesperación cundiera entre la gran cantidad de fugitivos y se convirtiera en avalancha sin control. Más de un centenar de periodistas y reporteros gráficos de varias nacionalidades se apostaban en los pasos fronterizos franco-catalanes para narrar el nuevo episodio de la guerra española. El lunes 30 de enero el diario local perpiñanés L'Indépendant calculaba que eran 135 periodistas los destacados en la zona.

El gobierno francés esperó ocho inacabables días, hasta el domingo 5 de febrero, para abrir a los contingentes militares el puesto de Cerbère y el lunes 6 de febrero El Perthús, después del paso a Francia del presidente Azaña, el presidente Companys, el lehendakari Aguirre y otras autoridades de la República. Cuatro días más tarde, el jueves 9 de febrero las tropas franquistas alcanzaban El Perthús, donde hasta pocos minutos antes se mantuvo el flujo apresurado de fugitivos.

Hostilidad e indiferencia

La dirigente anarquista Federica Montseny (primera mujer ministro en la historia de España, una década antes de que las hubiese en Francia), cruzó a pie por El Perthús la noche del 27 al 28 de enero, pese a disponer de pasaporte diplomático, y dejó un testimonio escalofriante en el libro Pasión y muerte de los españoles en Francia sobre “la suma de hostilidad e indiferencia aportadas por quienes representaban a la nación francesa en aquellos momentos, agravando la situación de los vencidos y haciendo de nosotros un rebaño de parias, una inmensa legión de esclavos sin ninguno de los derechos reconocidos por el Estatuto Internacional del Derecho de Asilo a los refugiados políticos y por todas las leyes que regulan universalmente la suerte de los prisioneros de guerra”.

Incluso después de la llegada de la marea humana, la lentitud en habilitar cualquier tipo de instalación en las playas donde fue recluida era evitable y tuvo como objetivo fomentar el retorno de los refugiados, las repatriaciones voluntarias a España. El ministerio francés de Defensa se negó a abrir ninguno de sus campos militares vacíos del sur del país, como los de La Valbonne (departamento del Gard), Caylus (Tarn y Garona), Larzac (Dordoña) o La Courtine (Creuse), habilitados para alojar tropas, con el argumento de que podían ser necesarios en caso de súbita movilización de reservistas franceses ante a la escalada militar alemana. El ejército más numeroso del continente europeo, beneficiado los años anteriores con presupuestos extraordinarios frente el agresivo rearme germano-italiano, no puso a disposición de los refugiados españoles durante el primer mes del operativo ninguno de sus medios más indispensables como tiendas de lona, literas, estufas, cocinas o letrinas de campaña. “Ni una sola manta de sus reservas”, escribía el Periódico Le Midi Socialiste el 15 de febrero.

80.000 refugiados en Argelés

La población francesa presenció el éxodo como algo ajeno a su vida cotidiana, casi imaginario, fruto de una guerra lejana disputada a escasos kilómetros de sus casas. La propaganda conservadora se encargó de avivar la incomprensión y el miedo ante los “rojos” españoles. El historiador Pierre Vilar testificó que en verano de 1938 pasó unos días por motivos familiares en la localidad fronteriza de Ceret y le sorprendió el escaso eco que despertaba la lucha desatada en la otra vertiente de la montaña. George Orwell, tras abandonar España aquel mismo año 1938, residió unos días en el municipio costero rosellonés de Banyuls y escribió en el libro Homenaje a Cataluña: “La pequeña ciudad parecía sólidamente profranquista”.

El 3 de febrero solo había 300 refugiados en el campo de concentración de la playa de Argelés. La cifra crecería a enorme velocidad: 20.000 el día 6, 75.000 tres días más tarde, 80.000 el 11 de febrero. Acto seguido lo ampliaron a las playas siguientes de Saint-Cyprien y Le Barcarés. Durante los diez primeros días, decenas de miles de hombres, mujeres, niños y ancianos no recibieron prácticamente alimentación caliente, ni tampoco atención médica los heridos y enfermos. De vez en cuando un camión lanzaba chuscos de pan por encima de la alambrada.

Desarme de las tropas republicanas

Las autoridades francesas no consideraron ni por un instante la propuesta del jefe del Estado Mayor republicano, el general Vicente Rojo, para que las unidades pudieran ser reconstruidas en territorio francés y repatriadas de forma organizada a los frentes de combate que permanecían abiertos en las zonas Centro-Sur y Levante españolas. El gobierno francés ordenó desarmarlas sobre la misma raya fronteriza, desmembrarlas de sus mandos y encerrarlas en campos de concentración improvisados sobre el arenal batido por el frío y el viento o en los prados nevados de las zonas de montaña, mientras el emisario del gobierno de París negociaba en Burgos con el general Franco su repatriación como vencidos.

El único objetivo del recibimiento francés fue encerrarlos, y nada había sido preparado ni tan siquiera para eso. Las “instalaciones” tuvieron que ser construidas en las playas a marchas forzadas por los propios internos, con los suministros proporcionados lentamente por las autoridades francesas las semanas siguientes.

Un año después del éxodo español, Francia encajaba otro de mayores proporciones todavía en su frontera norte, a raíz de la huida hacia el centro y el sur del país de 10 a 12 millones de civiles holandeses, belgas y franceses que escapaban de la invasión alemana y sus continuos bombardeos y ametrallamientos en vuelos rasantes sobre las carreteras infestadas de fugitivos. La mayoría regresaron a sus casas al cabo de unas semanas o pocos meses. A nadie se le ocurrió encerrarlos en ningún campo de concentración.

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