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Catalunya: ¿vuelve la vieja dinámica libertaria?

Pere Rusiñol

El cambio de época en Catalunya es evidente por mucho que algunos traten de conjurar sus miedos cerrando los ojos. Pero aunque la lupa oficial se pose únicamente en el “procés” y el pulso Madrid-Barcelona, el cambio de época tiene en realidad una raíz mucho más profunda, que trasciende incluso el agotamiento del régimen de la Transición y que apunta a la recuperación de la dinámica que marcó Catalunya durante la primera mitad del siglo XX: el enfrentamiento a cara de perro entre el partido liberal-burgués, de orden, y un movimiento popular muy poderoso de matriz libertaria.

Evidentemente, los tiempos han cambiado mucho y ya no hay -ni habrá- tiros en las calles producto de esta dialéctica -antaño, una guerra de clases abierta-. Los instrumentos, claro está, tampoco son ya los mismos. Pero la vieja dinámica de la primera mitad del siglo XX, aplastada por el franquismo y cortada de raíz cuando trataba de volver asomar la cabeza durante la Transición, parece que está volviendo por la vía de la “nueva política” y algunos de sus exponentes -En Comú, Podem y la CUP-, que con todos los matices y contradicciones entre ellos entroncan de alguna manera con aquella indomable tradición que convirtió Barcelona en la capital mundial del anarcosindicalismo.

Ello tiene importantes consecuencias a largo plazo más allá de los movimientos tácticos que suponen investir o no a un presidente de la Generalitat de un partido de derechas o de los pactos que puedan hacerse en el Ayuntamiento de Barcelona, en ambos casos mientras se trata de ganar músculo: más allá de la división social por el proceso independentista, el consenso Catalunya endins va a ser tarde o temprano todavía mucho más difícil de lo que puede parecer a primera vista porque los antagonistas lo son de verdad por mucho que puedan aparecer coyunturalmente bajo el mismo paraguas del “derecho a decidir”.

Este antagonismo durísimo que caracterizó la Catalunya de la primera mitad del siglo XX fue sustituido por una dinámica más dulce -o pactista- cuando la matriz marxista -el PSUC- sustituyó a la anarcosindicalista como motor del campo popular. Era el PSUC que seguía la política del PCE de “reconciliación nacional” o la de su auténtico referente, el PCI italiano, de “compromiso histórico”, y que cristalizó con el impulso de organismos unitarios muy amplios -Assemblea de Catalunya- y hasta con la elección de un democristiano -Josep Benet- como primer cabeza de cartel de la lista comunista a la Generalitat, en 1980.

Pese a que los que se mantuvieron bajo las siglas del PSUC -y su sucesor, ICV-EUIA- conservaron sus banderas de lucha, fue esa mayonesa pactista cocinada por el PSUC la que acabó aportando a Jordi Pujol los cuadros clave para la “construcción nacional” tras la recuperación de la autonomía: de este sustrato procedía desde los que crearon la televisión autónomica (Alfons Quintà-Enric Canals) hasta el que fundó la universidad pública de excelencia (Enric Argullol), pasando por el que consolidó la Escuela de la policía autonómica (Jesús Maria Rodés), etcétera.

El listado de cuadros procedentes de esta tradición en la Generalitat convergente es largo y ha sido tambén una constante tanto con Artur Mas, que cedió a ex militantes del PSUC o de Bandera Roja áreas tan clave como Economía (Andreu Mas-Colell), Cultura (Ferran Mascarell) y hasta el think-tank del partido (Agustí Colomines), como ahora con Carles Puigdemont, rodeado en el Gobierno de Raul Romeva, Toni Comín, Neus Munté y Dolors Bassa, procedentes ambas de UGT, el sindicato fundado por Pablo Iglesias en 1888.

La tradición anarcosindicalista y libertaria es muy distinta -más descarnada, menos pactista- y sólo en circunstancias tan extremas como la guerra civil aceptó incorporarse en los gobiernos de unidad antifascistas, y siempre en permanente tensión. Dos de los principales referentes de esta tradición -ambos ministros durante la guerra civil y a menudo enfrentados entre sí- fueron Federica Montseny y Joan Garcia Oliver. Con el relato de la Transición quedaron sepultados en el olvido o, como mucho, reivindicados en los márgenes. Ahora han vuelto al centro del tablero.

La alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, tiene en su despacho un retrato de Federica Montseny, líder libertaria de la CNT y de la FAI.

Y el referente de Anna Gabriel, la dura de la CUP que tanto ha sacado de quicio al mundo de CDC durante las interminables negociaciones para formar gobierno, es Joan Garcia Oliver, anarcosindicalista de Los Solidarios y Nosotros, hombre de acción de la CNT y la FAI.

Cuando intelectuales convergentes mostraron su estupefacción por la pétrea oposición de la CUP a investir a Mas hizo fortuna la idea de que el abrazo entre el expresidente y David Fernández había enviado una señal equivocada sobre la naturaleza real de la CUP. Pero el equívoco sería mucho mayor: la historiografía nacionalista en Catalunya colocó al movimiento libertario casi como un capítulo más de la gran historia del catalanismo desde que un día -¡un solo día!- Salvador Seguí, el Noi del Sucre, afirmó que los obreros no temían la independencia de Catalunya. Sin embargo, el anarcosindicalismo y el movimiento libertario no fueron un capítulo del gran libro del catalanismo, sino un libro propio y alternativo, incluso de resonancia mundial: el mayor antagonista que han tenido nunca los partidarios del orden en Catalunya, sean catalanistas o no.

Ahora que algunos cronistas han trazado paralelismos entre els Fets d'Octubre -cuando Lluís Companys proclamó el Estado catalán dentro de la República federal española, en 1934- y la actual fase del “procés”, es interesante recordar cómo ventilaba los hechos Garcia Oliver en sus imprescindibles memorias, El eco de los pasos, citadas con frecuencia en el entorno duro de la CUP: “Aunque Companys se consideraba el jefe del Frente Popular en toda España, el movimiento, tal como lo estaban llevando a cabo Dencàs, Badia y sus escamots, era la iniciación de un movimiento de tipo fascista. Solamente los lerdos podían ignorarlo. (...). Companys se fue quedando solo ante el micrófono de Radio Barcelona instalado en el Palacio de la Generalidad. Las palabras resbalaban por las paredes de las casas y los balcones cerrados. ”Hombres de la CNT, siempre tan generosos, acudid a defender esta causa“. El silencio de la ciudad ultrajada por aquellos forajidos de Dencàs y Badia era impresionante.”

La dinámica catalana de la primera mitad del siglo XX, con el antagonismo feroz entre burguesía y anarcosindicalismo, siguió siempre un mismo esquema. Primero, uso intensivo de la bandera del catalanismo para tratar de rebajar la virulencia de la guerra de clases interna, lo que desembocaba a la exaltación del pulso Barcelona-Madrid. Luego, este “proceso” era superado por la dinámica revolucionaria interna, lo que invariablemente llevaba al mismo desenlace: asustado, el partido catalán de orden acababa pactando con Madrid la represión implacable contra la sedición libertaria.

La primera década de 1900 fue la de la eclosión del nacionalismo político, articulado a través del partido del orden -la Lliga- con lema interclasista -“A la Lliga hi cap tothom”-. El clímax se alcanzó con la candidatura unitaria Solidaritat Catalana, una suerte de Junts pel Sí que arrasó en las elecciones de 1906, pero que no pudo contener la guerra de clases Catalunya endins, que acabó desembocando en la Semana Trágica. Los hombres de la Lliga buscaron auxilio en las fuerzas de represión del Estado y fueron implacables, con fusilamiento incluido del pedagogo libertario Francesc Ferrer i Guàrdia con el aval de Enric Prat de la Riba, fundador del nacionalismo político.

En la década siguiente, la de construcción de “estructuras de Estado” a través de la Mancomunitat, el fervor catalanista del nuevo hombre fuerte de la Lliga, Francesc Cambó, llegó al punto de erigirse en el “Simón Bolívar de Catalunya”. Pero también la efervescencia nacionalista acabó desbordada por el conflicto social, lo que interrumpió el “proceso” y los hombres de la Lliga volvieron a recurrir a la represión de “Madrid” contra el pugnaz movimiento libertario: primero, a través de los pistoleros de la patronal protegidos por la delegación del Gobierno y luego empujando literalmente al capitán general de Barcelona, Miguel Primo de Rivera, para que diera un golpe de Estado e impusiera en 1924 una dictadura para devolver el orden y masacrar a los anarcosindicalistas.

Finalmente, en la década de 1930 el centro de gravedad del nacionalismo pasó de la derecha a la izquierda -De la Lliga a ERC-, pero no se aminoró el conflicto social. Al perder la hegemonía en el campo nacionalista, el componente de orden de la Lliga fue arrinconando el catalanista hasta el punto de llevar al equivalente al Tribunal Constitucional español leyes aprobadas en el Parlament. Y cuando el general Franco enarboló la bandera de la reacción para alzarse contra la República, los próceres del catalanismo de orden corrieron raudos a apoyarle, con dinero y con talento: los Cambó, Valls Taberner, Pla, Sentís, Esterlich, etcétera. El objetivo supremo era el de siempre: que el Estado aplastase a los anarcosindicalistas.

La historia no tiene por qué repetirse, claro, y mucho menos en la brutal forma del pasado. Pero tampoco puede ignorarse.

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