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Catalunya, la gran serie de la década

Jordi Corominas i Julián

Barcelona —

David contra Goliat. El espectador que escribe estas palabras frunció el ceño, siguió con sus actividades cotidianas y al cabo de pocos minutos entendió el meollo de la cuestión: el relato soberanista está programado como una serie televisiva donde cada episodio eclipsa al anterior en un más difícil todavía que concentra la atención del televidente.

A partir de estas premisas podemos deducir que Artur Mas es el protagonista de una producción muy bien orquestada que cuenta con una producción admirable que se transmite en prime time desde varios frentes. Los dos últimos capítulos lo han confirmado y responden a la osadía de su metáfora.

El viernes por la mañana la televisión que tiene la exclusiva del metraje empezó su especial con una serie de tertulianos que desgranaban los futuros pasos del héroe entre loas exageradas. Como es comprensible el líder carismático, el hombre que encabeza los créditos, debe tener un adversario, que en este caso es Mariano Rajoy, alejado del centro de los acontecimientos porque China llamaba en su agenda. El antagonista se valió de su escudera para capear algo un temporal que seguirá en próximas entregas. Pero vaya, no adelantemos el futuro. Esa agradable jornada tenía al antiguo cabeza de cartel como estrella del día. Jordi Pujol fue durante veintitrés largos años el foco de todas las miradas. Su estrella decayó y volvió a la actualidad por imperativos de un guión que sorprendió a propios y extraños.

El otrora Molt Honorable escandalizó al personal con sus gritos, como si el Parlament fuera un Cortijo donde, de repente, los servidores se rebelaban. ¿Todos? No, uno de su agrupación agitó la bandera de las buenas costumbres con palabras que atacaban a los que no se dejaban abroncar por el padre. Otros, vestidos más informales desde la amenaza de ser novísimos en la platea, abandonaron la sala.

Los hechos dieron para inaugurar nuevos debates que se eternizaron a lo largo de las horas en los canales especializados en la serie. En uno de ellos, el segundo de a bordo, mostraron una encuesta donde los televidentes decían aprobar el cabreo del padre de la patria. Mundos paralelos, incoherencias para avivar los ánimos y aumentar la audiencia en el colofón de un episodio que se programó antes del siguiente, siempre más impactante y hermoso en la realización audiovisual. La prédica política del viernes tarde se difuminaría con el canto del gallo y con el tiempo, ya verán, el berrinche del venerable anciano que dijo no ser corrupto quedará como una anécdota más dentro de los greatest hits de la temporada.

Los opinadores anónimos, hombres y mujeres que contemplan lo ocurrido desde sus hogares, son la piedra miliar de la función. Es importante remarcar el sitio donde envían lo que teclean, porque si mandan su valiosa contribución a los dos canales que monopolizan la serie suelen ser partidarios a los protagonistas principales. En cambio, si lo hacen desde las redes sociales nace una discrepancia de pareceres que fomenta el organismo entre réplicas, estrellitas y enlaces continuos para que no se pare la fiesta, un poco como en Sálvame pero con temáticas políticas que al ser históricas, algo en lo que se insiste mucho para prolongar el filón, cautivan al público al lograr que se sienta partícipe de los hechos narrados, factor propulsado hasta el paroxismo cuando en algún capítulo se buscan figurantes que den otra marcha a lo sucedido.

Amaneció el sábado y la astucia de Artur se corroboró con un nuevo bloque para deleite de los aficionados. Los subalternos, salvo uno que se ausentó porque no le habían dejado leer el texto, acudieron al teatro a sabiendas que la cosa trascendía la normalidad. Uno de ellos se puso una corbata roja. Los demás esperaron con orden una firma que accionara el siguiente mecanismo. Aplaudieron, sacaron fotos del documento de la discordia y el ídolo pronunció un discurso que se comentó profusamente en las centrales donde se disecciona cada segundo del relato.

A veces, desde una perspectiva de identificación, el president de la Generalitat parece el protagonista del Show de Truman. Cada uno de sus pasos es narrado en directo y está escenificado con una maestría brutal, retóricas del siglo XXI con aire clásico. En el episodio de las consultas hizo el gesto de dormir en el Palacio de la Plaça de Sant Jaume para mostrar al mundo que estábamos ante un instante excepcional que corroboró con un baño de masas complementado por otros secundarios que colgaron un marcador electrónico con la cuenta atrás. ¿No es emocionante?

Si Mas es Truman, no Harry, los espectadores permanecen enganchados porque el formato participativo tiene un aire a Elige tu propia aventura. A la espera de lo próximo se cavila y los veredictos de cada uno son un fuego óptimo para que el libro siga abierto. Esta mezcla entre acción real y contemplación masiva es un acierto de la producción, adaptada a la contemporaneidad sin desperdiciar ninguno de sus instrumentos.

Lo que seguirá es una incógnita profunda. Sabemos que los malos recurrirán, y hasta hay una fecha marcada en la que se ha propuesto una consulta. ¿Logrará el héroe cumplir sus promesas? A lo largo de este mes y medio desaparecerán muchas incertidumbres, pero todo está montado para que llama no se apague, tanto que quien quiera ya puede ver el anuncio de lo que vendrá. Si algún día termina la serie nos quedaremos sin saber qué fue de sus vedettes, engullidas por otras que durante un período cronológico indeterminado ganarán nuestra atención sin tanta machaconería, o eso espero.

Mientras tanto, aunque parezca increíble, existe otro mundo donde lo contado carece de interés. Una amiga comentaba en su Facebook que en el Hipercor nadie miraba las pantallas repletas de la rúbrica. En mi pueblo las personas iban al mercado, comentaban lo bonita que ha quedado una casa recién pintada e iban a preparar la comida sin mencionar independencias ni exabruptos políticos. La risa predominaba.

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