Es fácil llegar a la conclusión que el Procés es un serial de alto voltaje, con mucha carga histérica y episodios imprevisibles que provocan continuos sobresaltos a sus espectadores. La penúltima entrega de la serie ha superado todas las expectativas a partir de muchos ingredientes imprevisibles.
Reconozco que en mi caso concreto pensé en una nueva temporada con muchos cambios. Iba a empezar la primera semana de marzo con unas elecciones destinadas a cambiar por completo el panorama a partir de diversos factores que incluían candidaturas separadas de los componentes de Junts pel Sí, con un considerable batacazo de CDC, y una reacción de las izquierdas. Este pronóstico saltó por los aires el pasado sábado.
Me encontraba fuera de Catalunya. Salía de una exposición y vi una llamada pérdida. Mi madre me anunciaba que ya teníamos President y de buenas a primeras no entendí qué quería decirme. Me explicó la renuncia de Mas y la elección de Puigdemont, quien a esas horas de la tarde debía ser conocido por menos del 5% de los catalanes, pero eso daba igual porque desde una lógica democrática su candidatura es perfectamente legítima. Del cuatro de Artur al tres de Carles.
Pocos minutos después el ya ex President explicaba el acuerdo con su habitual prepotencia. Pasarán a nuestra minúscula historia frases como corregir las urnas o su idea de hacer el bien. También lo hará desde su visión personalista del asunto el rol de líder sacrificado para conseguir un objetivo colectivo cuando en realidad su maniobra huele a Rusia, como si asumiera un papel a lo Putin para que Puigdemont sea su Medvédev.
Los pensamientos, rápidos e inciertos, iban agolpándose mientras seguía las novedades del capítulo por Twitter. ¿Quién tiene tanto poder para cortar la cabeza a Mas? ¿Por qué Junqueras ha aceptado esta resolución in extremis si tenía todas las papeletas para ser la Prima donna de la función? ¿Hasta qué punto intervino David Fernández en un acuerdo que sin duda era de su agrado?
Con él entra en escena la damnificada, que no es otra de la CUP. Toda una semana con el público alabando su coherencia para caer en la humillación más absoluta entre el Tamayazo y la bajada de pantalones. Ahora sabemos la bestialidad de una cabeza israelita por diez palestinas, pero más allá de la contundencia de esta expresión lo sorprendente es cómo un partido anticapitalista y que deseaba sobre todo un revolución social se exprime a sí mismo como una mala naranja vendiéndose al enemigo de clase, el mismo que con el nuevo pacto juega a ser lo que siempre ha aspirado: La Democracia Cristiana catalana, como si instalar en la poltrona a Puigdemont fuera uno de esos juegos tan queridos por Giulio Andreotti. La única diferencia, o el mismo parecido, es que aquí ha faltado finezza y se ha dado la misma sensación de repartimiento de asientos prescindiendo del Parlament, saltándose las normas e imponiéndolas a su antojo sin tapujos.
La CUP me recuerda al momento griego del pasado verano, cuando Tsipras lanzó su órdago del referéndum exprés y al día siguiente acató los mandatos de Bruselas. El disparate se acrecentó el domingo con la suavidad de la otrora guerrera Anna Gabriel y la presencia del dimitido Antonio Baños, bien feliz de votar sí a la investidura del anterior alcalde de Girona.
El cadáver de la izquierda independentista es otro más de la larga lista de la producción. Primero falleció políticamente Pere Navarro, quien desde la perspectiva que da el tiempo apostaba por la carta lógica del derecho a decidir. Más tarde feneció Durán i Lleida, víctima, cosa curiosa, de su coherencia equidistante. En el PP cayó Alicia Sánchez Camacho y en ICV el adiós fue para Joan Herrera. Su formación se encontraba hasta el sábado en una magnífica posición para asaltar los cielos en las urnas. De momento la ilusión queda en suspenso hasta nuevo aviso.
Quizá llegue en dieciocho meses o un poco menos. Nadie puede prever cuál será el siguiente paso de los guionistas. Sabemos que el muerto supremo está muy vivo y, como siempre amenaza con resucitar, planeando en la sombra como si se tratara, los de mi generación lo entenderán, del malo del Inspector Gadget. La atmósfera, de repente, es gatopardiana. Puigdemont asume el programa de su antecesor. ¿Quieren más? Estén atentos a sus pantallas. Continuará.