Es curioso pensar que escribir sobre la Diada al cabo de cuatro días es un ejercicio medio inútil. La performance de la V queda lejana y los acontecimientos, entre Escocia y el Parlament, parecen precipitarse a la velocidad del sonido, como si esa marea bicolor quedara como una anécdota más en la hoja de ruta. ¿Es así?
El pasado once de septiembre decidí tomarme la jornada con calma. La experiencia de años anteriores me aconsejaba no consultar en exceso la televisión pública ni acudir a Twitter. Lo mejor era captar las sensaciones al final de la jornada, y así lo hice. Las cifras favorables a los manifestantes resultaron previsibles, como si ya hubieran consensuado añadir unos cientos de miles para superar anteriores guarismos. Era imposible que en ese espacio cupieran un millón ochocientas mil personas. Curiosamente, y con ello no me posiciono a su favor en otros aspectos, Societat Civil Catalana lanzó un cálculo cercano a las novecientas mil almas, lo que es más probable si se atiende al recorrido y al ancho de calle. Quienes niegan la importancia de los números, como la mismísima Carme Forcadell, enmascaran ciertas frustraciones que el supuesto éxito oculta, éxito por otra parte más que comprensible entre recursos, aparato propagandístico y cantinelas talladas para que la normalidad de los participantes se integrara en un evento excepcional.
Histórico, adjetivo que se usa en demasía para el engaño de la multitud. Lo noté en las redes sociales esa misma noche. Participé en algunos debates y expuse con claridad mi idea de un proceso dominado por una serie de élites nacionalistas, de los partidos a la sospechosa ANC y su fabuloso merchandising, que llevan la voz cantante durante todo el año. El día de Cataluña es una especie de single para que el pueblo sienta poseer las riendas del conjunto, pero ese pensamiento es más bien ridículo. Después de la manifestación sus integrantes colgaron fotos, expresaron su emoción, repitieron el amor a la Patria e insistieron en esta idea donde Artur Mas, Oriol Junqueras y los demás no pintan nada porque la soberanía es popular, algo muy visible si se atiende a los recortes del govern y otras maniobras que demuestran como las ciudadanos han perdido esa condición para encaminarse hacia la senda que conduce a ser súbdito, sobre todo si se asumen las directrices de los que mandan, encantados de la vida con tanta exaltación que maquilla una inoperancia legislativa más que manifiesta, austera, conservadora y pésima en su legado.
El caso es que mucha gente acudió a la capital catalana para reclamar su derecho a votar el próximo nueve de noviembre, veinticinco aniversario de la caída del muro de Berlín. Eso decían, pero más bien los reunidos querían una papeleta monocroma, de otro modo puede asegurarles que muchos hubiéramos apoyado la causa. La protesta fue pacífica y sin problemas de orden público, algo que se remarca desde 2012 para contraponer lo independentista con otras marchas menos institucionales y más sociales, porque la voluntad era única y nadie disentía. Lo interesante es que la mayoría de los participantes llegaron de las múltiples comarcas del Principado. ¿Les extraña? El aire huele a un cambio en las esferas de poder. Barcelona pierde comba y la provincia, con el líder de ERC a la cabeza, gana la partida, algo perceptible tanto en ideología como en un alarmante desprestigio del cosmopolitismo, pues el turista, aceptémoslo desde la visión de estos mandamases, es un visitante que proporciona dinero. La cultura y todo lo demás son irrelevantes porque el País es lo fundamental, y nada debe entorpecer esa máxima que ya ha cundido en grandes parcelas de nuestra sociedad. La burguesía pierde comba y el campo emerge con muchísima fuerza.
Supongo que algún que otro lector se escandalizará ante esta visión del asunto, pero si reflexionan un poco verán que no es tan descabellada. El descrédito de lo barcelonés, proclive a la negociación, se huele desde el fracaso del Estatut. Mas, no así Josep Rull, forma parte de los futuros defenestrados, hombres demasiado comprometidos con dinámicas que ya no se estilan, por eso él mismo, en un intento desesperado de salvar la poltrona, se metamorfoseó en el mesías unilateralista y se congratuló con las retóricas de la incomprensión, algo palpable tanto en su creciente agresividad verbal como en la escenografía providencialista bien visible desde su primer retorno frustrado de Madrid, con todas esas banderas esperándole en Sant Jaume entre militantes e intelectuales, todo bien orquestado, todo pensado al milímetro para crear un efecto.
Pero eso es otra muesca más de la eterna performance en la que nos vemos inmersos. Los mástiles ese día medían igual, lo que rompía la farsa de lo espontáneo. Nada lo es, tampoco la deriva hacia posiciones más radicales, ajenas a la mentalidad de la Ciudad Condal. En la Guerra dels Segadors, la coincidencia merece ser remarcada sin que paragone ambos contextos, ocurrió lo mismo. El poder de la capital cedió ante su homólogo provinciano. Se ha instalado la teoría de tener la razón y se insiste en que España calla y se enroca. Sabemos que es cierto, pero como no miramos demasiado nuestro patio no analizamos que desde 2012 el discurso hegemónico ha sido una invención que niega la negociación porque quiere imponerse sin contrapartidas, como si pactar fuera un pecado mortal, algo harto sorprendente si se escuchan las constantes alusiones a Escocia, de la que no se comenta nunca todo el intercambio que hubo entre las partes implicadas.
Por otra parte la Diada contribuyó a acrecentar un distanciamiento injusto. No acudí a la performance, pero no por eso soy menos catalán que los que sí lo hicieron. Buena culpa de este desnivel de la balanza es de un President que gobierna para unos pocos, no para todos, pero quizá también debería recriminarse esta percepción a los que han fomentado lo irracional ante la lógica de una exposición coherente sin tanta parafernalia ni vana palabrería. En ocasiones la normalidad resuelve mejor las crisis. Plantearlas desde una óptica tremendista sólo consigue encender los ánimos y generar una frustración futura que será bastante difícil de gestionar. En España y Cataluña nunca se ha intentado comprender a los que no somos ni de un bando ni de otro. El maniqueísmo es demasiado tentador, como si posicionarse en los extremos cotizara más en una bolsa imaginaria donde el término medio queda bañado en un absurdo desprestigio.
Desde hace algunos meses medito sobre la similitud de este proceso con el caso Dreyfus que dividió a la sociedad francesa de finales del siglo XIX. De momento el entusiasmo se mantiene aunque sea mediante descargas de adrenalina. Los parecidos razonables se verificaran si al final se comprueba que todo fue una gran bola mentirosa que en su inercia destructora dejó un reguero de metafóricos cadáveres. Creo que podré escribir ese artículo después del 9N. Mientras tanto me consuela pensar que la fractura entre catalanes es muy relativa, casi nula, porque una cosa es discutir con el teclado de por medio y otra bien distinta hacerlo con cervezas. Lo más preocupante es el enquistamiento, notar que el pulso del enfermo apenas se ha alterado en este trienio, e intuir que los médicos no tienen los suficientes rudimentos para curarlo. Seguiremos informando.