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Independencia de Catalunya: ¿Con la ayuda de Trump o de China?

Pere Rusiñol

Todo el relato del “proceso” y del referéndum suele presentarse sobre todo como un pulso entre Barcelona y Madrid, como si esta fuera la clave de la partida. Evidentemente, podría serlo si ambos actores llegasen a acordar una propuesta compartida que llevara al referéndum, como hicieron Londres y Edimburgo, pero este no es en absoluto el escenario de aquí, en la medida en que el Gobierno español se niega a entrar por este camino y, por tanto, no hay ninguna duda de que no autorizará el referéndum independentista que proyecta el Govern de Junts pel Sí.

La partida decisiva, por tanto, se juega enteramente en el terreno internacional: si el Govern es capaz de conseguir reconocimientos internacionales del resultado, Catalunya tiene alguna papeleta de ser independiente en caso de ganar el sí, diga lo que diga Madrid. Y si nadie va a reconocerlo, pues nada va a cambiar, diga lo que diga el Govern de Puigdemont y los resultados que eventualmente llegue a presentar.

Con su curioso acto en Bruselas, el Govern ha mostrado al menos que es consciente de esta evidencia, aunque el resultado no podía serle más decepcionante porque reveló que en esta partida clave pierde por un resultado sideral: el reconocimiento no se conseguirá jamás llenando una sala de entusiastas partidarios jaleándote con nula influencia diplomática. Más que acercar el objetivo, un acto como el de Puigdemont, Junqueras y Romeva, probablemente lo aleja.

Hasta ahora, la política del Govern para internacionalizar “el proceso” –y contar, por tanto, al menos con alguna expectativa de reconocimiento– parte de premisas absolutamente extrañas en los procesos reales de independencia que han culminado su objetivo: la argumentación es que Catalunya tiene un “proceso” tan increíble y fantástico –incluso le llaman la “revolución de las sonrisas”– que es inconcebible que el mundo no se enamore automáticamente de los catalanes y corra a reconocer su referéndum y al “nuevo país”.

Hay gente de buena fe que puede creer en este tipo de planteamientos, pero cuesta asumir que nadie que mínimamente sepa cómo funciona la política internacional pueda sostenerlos en serio. En realidad, para convertirte en un nuevo Estado poco o nada importa si eres simpático y hasta si tienes toda la razón del mundo. Lo único que puede hacerte independiente en caso de conflicto con el Gobierno central es identificar alguna de las grietas del conflicto geoestratégico mundial y colarse luego en el lado de los ganadores. Todo lo demás importa bastante menos.

Cuando los países que querían escapar de la Unión Soviética fueron logrando su independencia en cascada, empezando por los Bálticos, fue básicamente porque se cambiaron de campo en una grieta geopolítica entonces muy relevante: pasaron del espacio soviético (o ruso) al occidental, liderado por EEUU. Algo parecido sucedió en la implosión de Yugoslavia: también saltaron de la órbita rusa-ortodoxa hacia la occidental, arrastrados por Alemania...

Los países bálticos, Eslovenia, Croacia y tantos otros tenían, claro está, fuertes movimientos nacionalistas –con apoyos muy por encima al 50% de la sociedad–, pero lo más importante es que aprovecharon la grieta del momento, se cambiaron de bando cuando se redibujaba el mapa geopolítico mundial y fueron abrazados por los ganadores.

Así es como han funcionado siempre los procesos independentistas contemporáneos. Y en todos los continentes: puedes ser independiente siempre y cuando identifiques bien las tensiones geoestratégicas del momento y te arrimes al ganador. Los últimos países que han conquistado su independencia en el mundo son ejemplos muy claros: Sudán del Sur logró aval internacional porque salió del campo islamista (Sudán) para abrazar la causa de Occidente, mientras que Montenegro y Kosovo saltaron del campo proruso al occidental.

El caso de Kosovo es especialmente interesante: aunque es un país de mayoría musulmana, aceptó convertirse en una gran base de EEUU en el corazón de Europa como precio a pagar por la independencia. La comparación con el nacionalismo kurdo –de tradición infinitamente más importante y arraigada, pero que hizo una apuesta geoestratégica con los perdedores de la guerra fría– es demoledora.

Pese a que los nacionalistas kurdos hace décadas que luchan contra un Estado autoritario que los masacra, sus posibilidades de conseguir la independencia eran remotas porque Turquía era el gran aliado de Occidente para el mundo musulmán. Pero ahora que Erdogan amaga con renegar de Occidente se abre una nueva fase mucho más imprevisible. Los kurdos lo saben y no es nada extraño, pues, que los peshmergas sean las fuerzas de vanguardia en cualquier operación de Occidente en Oriente Próximo.

Si la independencia de Catalunya fuera en serio y con un horizonte cercano, esta sería la pregunta que querrían contestar sus promotores: ¿Qué grietas geoestratégica existen? ¿Qué están dispuestos a hacer para colarse en ellas?

Evidentemente, este tipo de preguntas complacen menos que la “revolución de las sonrisas que está dejando anonadado al mundo” que encarna la diplomacia del conseller Raül Romeva. Y obliga a tomar partido, lo que dificultaría muchísimo que Junts pel Sí y la CUP, por ejemplo, pudieran compartir ninguna hoja de ruta, ni siquiera táctica. La respuesta al insoluble problema es, pues, seguir con la “revolución de las sonrisas” y el “Madrid no nos deja”. No llevarán a la independencia, pero al menos pueden proporcionar réditos electorales.

Una de las pocas excepciones en Junts pel Sí que no se ha escaqueado del debate –y ha demostrado con ello que sí se toma en serio el “proceso”– es Víctor Terradellas, un nombre desconocido para el gran público pero dirigente clave en el área internacional de Convergència y quizá el mayor artífice de su conversión independentista. El pasado septiembre, Terradellas desveló sus cartas en una importante conferencia en la Universidad de Barcelona revestida de gran solemnidad, con el Aula Magna a rebosar y la presentación del expresidente Artur Mas y de Agustí Colomines, uno de los intelectuales de cabecera del “proceso”.

Terradellas enmarcó el debate en un marco de choque de civilizaciones, con Occidente enfrascado en varios pulsos geoestratégicos simultáneos con el islam, Rusia y China. Y en este cuadro, Catalunya tenía alguna opción si jugaba sus cartas como muro de contención occidental en el sur de Europa, codo a codo con Israel, el país que más en serio sigue el proceso catalán, muy bien conectado con el nacionalismo.

Este escenario no es hoy en absoluto quimérico pese a que España es ya un bastión de Occidente porque tras la victoria de Donald Trump ha aparecido una grieta interna en este campo, con tensiones entre EEUU y el Reino Unido post-Brexit, de un lado, y la Unión Europea, del otro. Siguiendo el manual clásico de cómo conseguir la independencia, pues, los nacionalistas catalanes tendrían alguna posibilidad si las tensiones en el bloque van a más y se convierten en fuerza de choque de Trump (siempre pegado a Israel) en el continente. En este contexto choca mucho menos el vídeo de Artur Mas saludando los nuevos vientos que soplan en EEUU que tanta perplejidad causó.

Evidentemente, este plato puede parecer demasiado indigesto para los electores catalanes y muy en particular para la izquierda, que justo ahora está desplazando a los exconvergentes de la dirección del proceso. Pero al menos es realista. En cambio, nadie en el campo de la izquierda independentista explica con qué palancas geoestratégicas cuentan para conseguir apoyos al referéndum y a la independencia. ¿Con los países bolivarianos? ¿Con Irán? ¿Con China? ¿Con Rusia? ¿Con el caos derivado de la eventual ruptura o implosión de la eurozona? Es un misterio.

Es lógico que, con la excepción de Terradellas y de su insólito destape, todos guarden silencio ante un aspecto tan peliagudo como controvertido y prefieran que nada desvíe el foco del “Madrid malo”. Prometer la independencia de la mano de Trump, de China o de la implosión del euro no parecen la mejor forma de conseguir ensanchar el apoyo popular al “proceso”. Pero al mismo tiempo revela que el auténtico objetivo del “referéndum sí o sí” no es en realidad hacerlo, sino más bien conseguir que lo prohíban con la esperanza de ganar con ello nuevos adeptos para la causa.

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