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Motivos para cabrearse

Diada 2017

Neus Tomàs

El 10 de febrero de 1976 el diario 'Le Monde' tituló su editorial 'Le défi catalan'. Hacía dos días que el centro de Barcelona se había colapsado con una manifestación en la que se reivindicaba que la transición hacia un régimen democrático no desdeñase el reconocimiento que exigía Catalunya. Un año antes el enviado especial del 'The New York Times' en uno de sus reportajes se refería a los catalanes como “una orgullosa minoría” que reclamaba un cambio político rápido. El cambio llegó en forma de transición, y se buscó el encaje de Catalunya en la única Constitución posible en ese momento, según el relato que nos inculcaron sus redactores y los medios. Pero 40 años después, los catalanes siguen saliendo a la calle.

Esa minoría orgullosa asumió una texto constitucional cuyas costuras es evidente que ya no dan más de sí. Se fueron resquebrajando mientras sus garantes miraban hacia otro lado. En 'El precio de la transición', publicado en 1991 por Gregorio Morán, el periodista asturiano escribía que si el cuerpo social español de los 90 pudiera ser diseccionado con ayuda de un bisturí, quizá daría la imagen de un enfermo gozando de una salud exultante.

Ahora, pasados 25 años, es fácil concluir que la salud ha empeorado y da síntomas evidentes de gravedad. Una parte importante de la sociedad catalana ha ido evolucionando de la desazón al enfado (el 'català emprenyat' que con tanto acierto definió el colega Enric Juliana) y ahora se encamina a un destino incierto. El “ahora o nunca” tiene ya fecha para aquellos que por convicción o por descarte han abrazado la causa independentista.

Las calles de Barcelona han vuelto a llenarse esta Diada en otra exhibición de fuerza, esta vez con la mirada puesta en el 1 de octubre. Esta es la última, se escuchaba en las conversaciones. Paremos las amenazas, se insistía por megafonía. Ya no hay senyeres, solo esteladas, en una movilización pacífica, como ha sido siempre y como debería seguir siendo. Reconozcámoslo: no será fácil mantener la calma en nuestro día a día, en nuestros grupos de WhatsApp, en nuestras cenas de amigos, en el trabajo. Dice Carles Puigdemont que nada romperá la convivencia en Catalunya, pero a estas alturas la conclusión es que lograrlo dependerá solo de cada uno, de seguir contando hasta tres, de respetarnos como lo hemos hecho hasta ahora. Claro que hay motivos para cabrearse. El presidente de la Generalitat no puede pedir a los ciudadanos que interpelen a aquellos alcaldes que, ley en mano, se niegan a facilitar locales para el referéndum. Desobedecer es una opción, no una obligación. Y claro que hay centenares de miles de ciudadanos que reivindican su derecho a situarse en ningún extremo y que asisten con desconcierto al espectáculo político.

Ahora bien, que nadie se engañe: el ahora o nunca no es un mantra exclusivo del independentismo. La presencia reforzada de la Guardia Civil, la persecución judicial que ha situado en el foco a más de mil cargos, y los artículos subidos de tono de las plumas de cabecera de la derecha española denotan que no será tan fácil evitar el referéndum (Albert Rivera ya lo ha reconocido en privado en una conversación con los suyos). Si alguien piensa que la solución pasa por amenazar con que haya presos políticos es que sigue sin entender nada. En el otro extremo, presionar a los comuns hasta el insulto sabiendo que su participación en el referéndum es decisiva para dotar el resultado de mayor legitimidad es otro error. Sí, Colau piensa en sus intereses electorales, por contradictorios que sean respecto a su trayectoria más reciente. ¿Acaso el resto de políticos no lo hacen?

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