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Zara y la pérdida de la identidad barcelonesa

Jordi Corominas i Julián

Hace pocos días pasé una noche cerca de la playa. Había cenado en la Rambla del Poblenou y continué la velada de charla con unos amigos cerca del mar. A lo lejos, como una sombra amenazante, el Hotel Vela exhibía todo su poderío, fijo en su dominio de la perspectiva. Su zona va camino de ser un reducto exclusivo que se complementará, o eso parece, con nuevos establecimientos entre los que figuraba la filial del Hermitage de Barcelona, que cambió emplazamiento para recalar en el edificio de la Nueva Aduana por obra y gracia de los yates de lujo, la palabra clave de este artículo.

Esa parte marítima está alejada del centro y por eso su diseño estratégico es menos molesta y carece de connotaciones visibles y sentimentales. No ocurre lo mismo con el proyecto que aúna la ampliación de la tienda Zara de Paseo de Gracia con Gran Vía y la construcción de un hotel de lujo donde actualmente se sitúa el Hotel Barcelona. El plan ampliará la tienda de Inditex en más de cuatro mil metros cuadrados que la convertirían en el espacio más grande de la franquicia en todo el mundo. Tras la compra de la antigua sede de Banesto, que en sus bajos acoge la flamante Apple de Barcelona, Amancio Ortega va camino de ser el amo y señor de este sector del Eixample. Por lo que concierne al nuevo hotel resulta que la operación podrá realizarse porque el Barcelona es propiedad de la cadena Husa de Joan Gaspart, con graves problemas económicos y un previsto ERE que comportaría el despido de 369 empleados.

El plan afecta a un enclave histórico de la ciudad como es el cine Novedades, por donde ahora entran las mercancías. Cerró en 2006 y hasta tres años antes acogió unos billares donde parte de mi generación acudía para gastarse la semanada entre futbolines, máquinas recreativas y bolas negras. El lugar tiene un inagotable caudal de anécdotas entre las que destaca ser el enclave donde aterrizó el famoso Negre de Banyoles, quien permaneció allí durante los meses de la Exposición Universal de 1888 a la espera de ser comprado por el nada módico precio de siete mil quinientas pesetas de la época, una barbaridad que nadie quiso invertir.

Ahora el dinero no importa para los que realizan su particular negocio. Dicen las informaciones que el hotel, realizado por Josep Llinàs, respetará la emblemática casa Rocamora, integrándose en el conjunto para no desbaratar la armonía y conferir belleza a una esquina que ahora mismo luce desangelada.

La noticia ha llegado en un momento donde la actualidad camina por otros derroteros relacionados con Jordi Pujol y el proceso soberanista, lo que no impide valorar su trascendencia, sobre todo si la relacionamos con hechos recientes como los sucesos de la Barceloneta que ya se han extendido por otros barrios donde se protesta por el abuso turístico al que se sometida la ciudad. La construcción de un hotel de lujo en pleno centro es un paso más para arrebatar el espacio a los barceloneses y dárselo al alud de visitantes que de este modo aportarán opíparos beneficios al lado de la gran avenida donde chinos, rusos y americanos se gastan fortunas en ropa, complementos y otras monerías en tiendas de marcas globales inaccesibles para la mayoría de mortales que deben conformarse con pasear.

Ahora mismo en Paseo de Gracia queda la esperanza de constatar cómo Charles Baudelaire tenía razón y en las urbes contemporáneas uno sólo puede aspirar a cruzarse con una persona que no volverá a ver. El lugar del Eixample donde antes la gente bien iba a fer el merda, magnífica metáfora de presumir por presumir, tiene, sin embargo, algunos puntos donde la clase media aun puede aspirar a consumir. Esto lo diría bien contento el ínclito Amancio Ortega, que con Zara presume de ofrecer productos estandarizados a bajo coste, calidad asequible, baratija pasable de apariencia. Puede que el rico empresario tenga razón. ¿He dicho eso? Discúlpenme, pero si observamos la parte inicial del Paseo de Gracia comprobaremos que hay una serie de establecimientos que responden a este patrón, aunque también la presencia de Apple confirma otra tendencia bastante absurda consistente en contemplar la mercancía que ofrecen estos sitios como una especie de museo donde se mira, pero no se tocan las cosas expuestas. Ir y soltar el emblemático yo estuve ahí, incrementado en nuestro tiempo por los horrendos selfies, ya es una costumbre que atiborra la zona de curiosos que no molestan porque el número es sinónimo de éxito.

Ahora bien, no debemos engañarnos, todos sabemos lo que es el Paseo de Gracia. Un anexo perfecto del parque temático donde se combina cultura y capitalismo de dos velocidades destinado a un consumo harto furibundo. El problema del futuro súper local es que llenará el paisaje de un más de lo mismo que empapa la calle Pelayo, el Portal del ángel, La Rambla de Cataluña y la Diagonal. El atractivo del bueno, bonito y barato esparcido por doquier es instantáneo. El cliente piensa, entra y se deja llevar por lo fácil, pero la cuestión va más allá de esta estrategia, pues afecta a un debate aplazado que se enmarca dentro del conflicto general que solemos asociar con el turismo cuando en realidad se centra en la pérdida de identidad colectiva.

A principios de este año se habló menos de lo deseable del cierre de negocios emblemáticos de la ciudad por la modificación de la Ley de Arrendamientos Urbanos que ponía fin a las rentas antiguas y actualizaba a precios de mercado los alquileres. En febrero, tras el adiós de algunas tiendas como la centenaria juguetería Monforte, el Ayuntamiento decretó una suspensión de licencias de obras que afectan a más de cuatrocientos establecimientos singulares. La medida planteaba una suspensión, aquí radica lo preocupante del asunto, por sólo un año y asimismo consideraba proteger la actividad de los negocios además del patrimonio mobiliario e inmobiliario que da carácter a estos mitos locales.

¿Quedará la acción en agua de borrajas? ¿Seguiremos avanzando hacia la destrucción de las señas identitarias? No lo descartaría. Normalmente caminamos demasiado obcecados en nuestras preocupaciones como para mirar el suelo que pisamos. El de Barcelona tiene placas que conmemoran tiendas centenarias. En el carrer de Sants es desolador acceder a su tramo inicial y contemplar que esos homenajes siguen donde hay solares donde un día lucían el Rei de les gorres, derruida en abril de 2012 tras cesar su actividad en 2008, y La casa dels pollets, primera casa del barrio tirada abajo en enero de 2013. Aun pueden verse sus estructuras, pero no es eso lo que queremos y su ruina es una advertencia de lo que puede venir si no se toman medidas. La construcción del hotel de lujo en manzanas repletas de MacDonalds y otras franquicias mundiales internacionaliza la totalidad barcelonesa, la encarece y despoja de referencias a la ciudad en una operación a cuentagotas de la que, por desgracia, no se vislumbra su fin. Vestiremos todos igual, comeremos las mismas viandas de plástico y el capitalismo será comunista desde el cinismo que ahora ya vence todas las batallas.

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