El jueves decidí saciar mi curiosidad y acercarme al Born para ver la estatua de Franco en la entrada del antiguo mercado. Durante esta semana muchos ciudadanos sintieron la misma necesidad y acudieron a ese punto donde, según algunos, se habían profanado tantas esencias desde una voluntad de provocación que sirvió a los detractores de la exposición para montar durante unas jornadas una especie de carnaval donde la protesta se mezcló con varias violencias.
Lo interesante de instalar al decapitado ha sido corroborar el lamentable estado de argumentación de nuestra sociedad, incapaz de aceptar el reto de un debate muy sugerente que ni siquiera se ha producido. Los berrinches y pataletas son más efectivos y esta regresión infantil muestra síntomas preocupantes sobre cuestiones imprescindibles si queremos construir un país donde el presente borre de un plumazo la ignorancia sobre el pasado, fomentada desde lo institucional a base de tópicos y un discurso hegemónico que se siente amenazado por las propuestas de Barcelona en Comú.
Permanecí cinco minutos delante del caballo y el dictador. Lo habían rociado con los colores de la bandera gay, lucía una banderita estelada comprada con toda probabilidad en una tienda regentada por chinos y su base se había convertido en un contenedor de bolsas de basura que un empleado municipal retiraba entre las protestas del escaso gentío concentrado a su alrededor. No había nada remarcable que ver, pero la visita me hizo pensar en que la estatua se había convertido en una instalación mutante que la transformaba en el centro de una performance instantánea que culminó horas después con el derribo y destrucción del monstruo por parte de tres anónimos que deberían pagar algún tipo de pena porque atentaban contra el montaje de una exposición. No sé si el contexto impedirá lo que sostengo, pero cargarse ese prolegómeno de la muestra sería lo mismo que ir al Louvre y rajar la Gioconda. Y no, no comparo el valor artístico de ambas piezas. Una es la efigie de alguien que rompió la legalidad vigente y otra es una mujer renacentista.
Una diferencia visual entre ambas canalladas radica en su efecto. Cuando a principios de siglo XX robaron la Mona Lisa miles de parisinos acudieron a la pinacoteca para ver el hueco que había dejado el lienzo y proclamar a vecinos, familiares y amigos que habían estado en el lugar de los hechos. En el caso barcelonés la operación es la misma con la diferencia que aquí sacar del almacén al fascista que gobernó durante cuarenta años España ha cambiado la significación de un lugar, llenándolo en el doble sentido de suscitar controversia y alentar a muchos a repetir la operación de verlo para decir lo mismo que esos franceses de hace más de cien años.
Hasta 2008 el retrato ecuestre de Franco estuvo en Montjuïc y nadie fue a por él, quizá por la proverbial pereza del barcelonés, no lo sé. Hasta 2012 la Victoria de Frederic Marès dominó la plaça del Cinc d’Oros y las únicas reprimendas que recibió fueron cláxones, polución y el desdén generalizado, característica típica que al ser impugnada ha generado esta especie de locura que nadie ha condenado cuando en realidad, así lo veo, los organizadores querían ofrecer una pedagogía necesaria que desde la Restauración de la Democracia apenas se ha intentado.
La clave de tanta agresividad está en el éxito soberanista en proponer tanto la dominación del espacio simbólico como del lenguaje. Franco en el Born era una profanación intolerable para los independentistas, impunes en sus acciones, pues la reacción no hubiera sido la misma de haberse tumbado, por poner un ejemplo, una estatua de Francesc Macià de quien sólo se conocen cuatro anécdotas y la noticia de su muerte el día de Navidad de 1933. No interesa adentrarse en el meollo, es mucho mejor la superficie, vacua, sin un cuerpo sólido.
Somos una nación que ha perpetrado auténticos crímenes con la educación, una nación que al establecer tras 1975 un pacto de silencio con lo conflictivo de su pasado ha enterrado la posibilidad de conocerlo, castigarlo y crecer desde una autocrítica dotada de plena conciencia. Alguna vez ya he apuntado en estas páginas la tristeza que me produce esa férrea imposición de fomentar el desconocimiento sobre lo pretérito, siempre manipulado y nunca explicado porque así resulta mejor domesticar a las fieras de cualquier pelaje o ideología. El leve verano de la Memoria Histórica fue un suspiro que como mucho sirve para llenar páginas de informaciones que el lector pasa con velocidad, bien sea por pavor, bien por nulo interés, pero lo cierto es que muchos adolescentes no saben quién fue Franco y la generación que no vivió ni la República ni la guerra debe informarse mediante la oralidad o de un modo autodidacta porque los canales educativos no suelen dar acceso a los entresijos de ese período sin el que no es posible comprender lo que ha sido nuestra tragicomedia desde 1931.
La mala interpretación de lo sucedido, el mensaje transmitido, es una de las causas de los actos de esta semana. Si en vez de propugnar el eterno enfrentamiento entre bandos nos preocupáramos por abrir las mentes es posible que las cosas hubieran ido por otros derroteros, y sólo basta con mirar situaciones similares en otros países como Alemania, Sudáfrica y, en menor grado, Italia, donde la confrontación en el pasado ha permitido superarlo con mayor o menor fortuna.
La retirada de la estatua de Franco es una derrota de los que apostamos por analizar críticamente el pasado. Haciéndolo añicos, y en este sentido la culminación del viaje del decapitado es una estupenda metáfora, ganan quienes quieren borrarlo para que ni siquiera sea accesible a sus semejantes. Se equivocan. Antes el dúo de la polémica estaba en un almacén municipal, al que regresarán, el mismo sitio donde robaron la cabeza del dictador.
Mientras no aparezca no cicatrizarán las heridas porque quien no mira atrás corre el riesgo de despeñarse en el presente de tabula rasa, y para que esta sea efectiva hay que limpiar muy bien los rastros de los que nos precedieron, entenderlos y actuar en consecuencia.