Oyendo Francesc Homs afirmar, en un acto electoral (TN Migdia, 06-12-15, minuto 11:22), que hay más catalanes que han votado a favor de la independencia, el pasado 27 de septiembre, que a favor de la Constitución, el 6 de diciembre de 1978, se constata la deformación interesada de la memoria que puede afectar algunos dirigentes políticos.
No cuesta mucho comprobar que 2.701.870 catalanes sobre 2.986.700 votaron sí a la Constitución, mientras que 1.966.508 sobre 4.092.349 lo han hecho a las dos candidaturas independentistas.
Si se trata de buscar argumentos a favor de una revisión del encaje de Cataluña en España o, incluso, a favor de la independencia, no es necesario deformar los datos, ejercicio por otra parte inútil. El entusiasta apoyo del electorado catalán a la Constitución de 1978 es una explicación suficiente del desencanto y el desafecto que se ha producido, sobre todo, desde la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010 que recortó el segundo estatuto de autonomía, ahora vigente.
El apoyo catalán en la Constitución corresponde a un momento de ilusión y esperanza en el régimen democrático que se instauraba en España tras la larguísima dictadura franquista surgida de la guerra civil. Hubo dos diputados catalanes entre los siete ponentes constitucionales: Jordi Solé Tura en nombre de los comunistas, Miquel Roca Junyent en nombre de nacionalistas catalanes y vascos. Los únicos votos negativos en el Congreso de Diputados fueron de un diputado abertzale y cinco miembros de Alianza Popular, mientras otros tres se abstenían. Heribert Barrera (ERC), otro diputado y un senador catalán también se abstuvieron, a diferencia del cura Lluís Maria Xirinacs que votó en contra.
El resultado catalán del referéndum fue por el 90% de los votos, sobre un 67,9% de participación, muy por encima del éxito indudable de la propuesta independentista (47,8% de votos con un 74,9 de participación) en las recientes elecciones autonómicas.
Lo más significativo es que el altísimo apoyo catalán a la Constitución de 1978 fue un poco más alto que la media española y que el voto negativo catalán (4.61%) fue mucho más bajo que los de Cantabria (12,46%), Castilla La Mancha (12,78%) y Madrid (10,11%), debidos probablemente a la persistencia de mentalidades franquistas. Por motivos opuestos, por supuesto, el porcentaje de nos fue aún más alto en el País Vasco (25,30%) y en Navarra (16,95%).
A diferencia de las cuatro provincias vascas -se considerava así a Navarra, a pesar de no ser incluida en el mismo régimen autonómico-, inmersas en una escalada de terrorismo y represión policial, Cataluña había obtenido una solución inesperada a las reivindicaciones nacionales.
Tras la victoria de socialistas y comunistas en las primeras elecciones de 15 de junio de 1977, Adolfo Suárez pactó con Josep Tarradellas el retorno del presidente exiliado al frente de una Generalitat provisional y con pocos poderes. Un acuerdo que limitaba el papel de la izquierda, pero tenía una potencia histórica y simbólica indiscutible, que enlazaba con la tradición republicana. Era la ruptura con el franquismo, tan pedida por la oposición y no alcanzada en ningún otro aspecto.
La elaboración de un nuevo estatuto de autonomía inspirado en el de 1932 estaba en el horizonte. La Constitución era un marco de convivencia viable que podía dejar atrás tantas páginas de historia contemporánea marcadas por la guerra civil y la dictadura franquista, últimas etapas de una prolongada inestabilidad política y la aspiración nunca satisfecha de recuperación del autogobierno perdido en 1714.
Una mayoría abrumadora de catalanes creyó en las virtudes de la Constitución, cuya interpretación y aplicación se empezaron a rebajar pronto. Y en los últimos años ha sido secuestrada, inconstitucionalmente, por el partido político que, como vimos en un artículo anterior, menos contribuyó a su elaboración y aprobación.