Cada vez que llega a nuestro país un dato negativo acerca de los países nórdicos el sentimiento colectivo parece ser de satisfacción apenas disimulada. En nuestra situación de pobreza objetiva y simbólica el malestar de nuestros vecinos del norte, antes tan venerados, contribuye aparentemente a aumentar nuestra deteriorada autoestima. Los datos que indican un elevado índice de suicidios, alcoholismo o violencia de género nos proporcionan la triste alegría de no ser los únicos que los padecemos, sin mayor autocrítica ni análisis comparativos de cómo se registran los datos en uno y otro lugar. Y, sin embargo, estas noticias se sitúan en el contexto de ofensiva política contra la socialdemocracia y sus logros porque, mal que pese a algunos, el modelo nórdico continúa siendo un ejemplo de eficiencia y equidad en todos los campos.
Ahora nos sorprenden con una nueva propuesta: los suecos han decidido apostar por aumentar la eficiencia en el trabajo, el ahorro económico y el bienestar de la población con una iniciativa experimental de reducción horaria en el empleo. La reducción horaria o compactación de la jornada fue probada en el sector automovilístico en Gotemburgo con buenos resultados y ahora el Partido de la Izquierda en el gobierno local pretende testar el impacto en el Ayuntamiento de la misma ciudad, reduciendo el horario a 6 horas sin que se baje el sueldo del personal empleado. Existe el convencimiento de que el día laboral más corto reducirá el absentismo, disminuirá las bajas laborales y contribuirá a un mayor bienestar físico y psicológico de las personas trabajadoras, además de que acabará redundando en la creación de empleo. Si la iniciativa funciona, como esperan, se extenderá al resto de empresas y administraciones públicas del país.
Parecería sensato que en nuestro país se oyera alguna propuesta en este sentido, y, sin embargo, el silencio es casi total. En tiempos de trágicas cifras de desempleo sería deseable escuchar muchas propuestas para superarlo y hallar la valentía suficiente como para llevar algunas a cabo, aunque sólo fuera de forma experimental, como en Suecia. El reparto de trabajo debería ser una de ellas. Ese ya fue un tema de debate en la crisis de los noventa del siglo pasado y se llevaron a cabo algunas experiencias. Una de las más conocidas (y polémica) fue la famosa jornada laboral de 35 horas llevada a cabo en Francia, impulsada por la entonces ministra de trabajo Martine Aubry. Pese a todas las críticas que recibió posteriormente, y a la sensación de fracaso debida a la revocación que de la Ley hizo el gobierno conservador en cuanto llegó al poder, los datos que nos ofrecen las evaluaciones de la experiencia no son irrelevantes. Por el contrario, la implantación de la nueva jornada generó cerca de 350.000 empleos entre 1998 y 2002, sin que se observaran efectos negativos sobre la situación de las empresas ya que, por el contrario, continuaron ganando en productividad un 3,2% de media anual. Por su parte, las personas trabajadoras hicieron una valoración globalmente positiva de la medida, destacando especialmente la satisfacción de las mujeres empleadas por la mejora que comportaba en la conciliación de la vida personal y laboral.
Aunque con perspectivas distintas, ambas experiencias, la sueca y la francesa, propician la creación de puestos de trabajo y contribuyen a una organización más eficiente y sostenible de la sociedad. ¿Estamos en situación de desdeñar medidas de este tipo? ¿Podemos permitírnoslo? Por supuesto, el tema debe abordarse en su complejidad, lejos de los simplismos a que estamos tan acostumbrados. Podría incomodar, a priori, al sector empresarial (hay que recordar la insólita manifestación de 25.000 patronos recorriendo las calles de París en contra de la Ley Aubry). También podría hallar algunas resistencias en el sector sindical por el temor (no demostrado) a una posible disminución del nivel de vida de los asalariados más pobres y su deriva hacia el multiempleo. No obstante, casi 6 millones de personas en paro exigen respuestas. No tenemos opción. Un plan riguroso y multifactorial que contemple el reparto de todo el trabajo (el remunerado y el no remunerado -el que básicamente realizan las mujeres-), acompañado de otras medidas sociales y culturales, así como posibles compensaciones para las rentas más bajas (como en Alemania) debería ser una exigencia social de primer nivel.
Al actual sistema económico que no contempla las necesidades humanas y que triunfa indiferente sobre el tercio de la población que vive en la pobreza, debemos oponer un modelo alternativo de organización sostenible, racional y justa, que garantice empleos dignos y ponga realmente en el centro la vida humana.